Salí de la
facultad, donde soy adjunto, con tiempo justo para tomar un taxi y llegar al
aeropuerto. Tenía que llegar a una reunión en Montevideo para concretar el
contrato de la firma “Taxmir S.A.” de construcciones civiles. El pliego nos
favorecía y se jugaba una suma muy interesante. Llegué a la butaca del Boeing
con lo justo. Una joven sonriente me ofreció algo fresco y allí me di cuenta de
que no había comido nada desde la mañana muy temprano. Las tripas me chirriaban
como los neumáticos en la pista.
Me dormí un rato.
Poco tiempo para mi eterna falta de sueño. Envidio a esa gente que puede
dormir. Hasta los días feriados me despierto a las 5 A.M.y doy vueltas y vueltas
en la cama. Termino saliendo a correr por la calle hasta el parque. Otros
regresan de bailar y de farrear.
Llegué a Montevideo. Me esperaba una camioneta de la
empresa. Rápidamente me llevaron a un hotel, donde me refresqué y salí como un
atleta hacia la reunión.
Después de
discutir algunos puntos del contrato, firmamos. Cuando estaba por salir, sonó
mi celular. Era un abogado de La Pampa. No
entendí nada de lo que me dijo. Supe, sí, que tenía que viajar en no más de
diez días a esa parte del país.
Regresé a mi
departamento y revisé mis mensajes y encontré uno de La Pampa. Era un tan Ulises
Vergara Ernáez, que me revelaba que habían muerto una tal Felicitas y Carlota “Cotota” Gómez Fontana, primas de mi
padre. Biznietas del Coronel Arcadio Servando Gómez Fontana, y yo era el
heredero de ambas. Me ausenté de mi trabajo por unos días y viajé.
Llegué a Santa
Rosa, la capital de La Pampa
sin muchas ganas. Siempre encuentro más problemas a resolver que cosas
resueltas. El estudio era sobrio y algo antiguo. Sombrío y húmedo. Allí me
esperaba un hombre anciano. Luego me confesó tener 89 años. Abogado de las
famosas Felicitas y Cotota. Me mostró todos los papeles y sí, heredé una
estancia de 27.840
hectáreas con una producción de trigo y maíz, digna de
un cuento de ficción. Casi me da un desmayo. Además me entregó las llaves de
una casona señorial en un pueblito cercano y una cuenta bancaria abultada. De
pronto me interesé por la historia de ambas “tías” de ahora en más, “del
corazón”.
Firmé con un
cierto temblor en la mano: Servando Fontana Mosquera. Y así como firmé tuve que
hacerme de coraje y viajar hasta la estancia “El Pantanoso”. El coche que
conseguí no era muy cómodo. El chofer me miraba con una sonrisa cínica y me
preguntó cien veces si me acordaba de las tías. La verdad, a los siete años,
una vez había venido con mamá y una tía, hermana de papá, ya muertas ambas, en
vacaciones a visitar las tías de La Pampa.
Nunca imaginé que me dejarían todo.
Me dejó en la
puerta de una casa antigua, de arquitectura Art Decó, con puertas enormes de
roble y herrería afiligranada. Iba a poner la llave en la cerradura y se abrió
de pronto, frente a mí había una pareja de viejos criados de las “Niñas” que me
esperaban con cara de susto y poco amigo. Me presenté y charlé para
tranquilizarlos. No me quedaría por mucho tiempo y sólo conocería un poco el
manejo de ese monumento al trabajo… pues había que ubicar todo, casa, hacienda,
etc., antes de vender y regresar a mi vida.
Aparte de “El
Pantanoso” supe que había otro campo, según ellos, chico, de 5300 hectáreas,
llamado “La Anunciada”.
Allí se criaba ganado lanar y cerdos. Tenía una pequeña Hara con 165 caballos
de polo y de carrera, y eso me hizo descomponer de los intestinos. Rogué por un
baño o hacía un papelón. Entendí las miradas socarronas del taxista. Yo de
pronto era “millonario”.
Me llevaron por
la mitad de la casa hasta el baño, que parecía sacado de una revista de
decoración de 1920. Pero resultó tener todas las comodidades de este momento.
Luego de lavarme cara, manos y mirarme en un espejo gigante, escuché que me ofrecían
ir a cenar. Fui a un comedor enorme. La mesa estaba como para un programa de
Mirta Legrand. Platería, copas de cristal y porcelana. Me sirvieron pollo asado
con patatas y setas. Huevos rellenos y ensalada. Postre… “Ambrosía” hecha por
la casera. ¡Un banquete! Todo regado con vino fino. Los invité a sentarse y
casi se caen. ¡Eso no les estaba permitido! Yo ni idea.
Dormí como hacía
veinte años que no dormía. Desperté con
el canto de los pájaros y un suave murmullo de los caseros. Se llamaban Casildo
y Severina. Trabajaban allí desde los catorce y dieciséis años. No eran
casados, pero me olí que vivían como pareja.
Desayuno y a
salir al campo. Nunca monté a caballo. Un peón me miró con desprecio cuando le
expresé mi ignorancia sobre los nobles brutos. Acicaló una volanta y así pude
dar una vuelta por una parte del campo. ¡Quedé sin aliento! Los prados de
girasol eran mantas de color amarillo igual que cuadros de Van Gogh, más allá
un verde selva brillante mostraba el maíz a punto de ser cosechado. El trigo
ámbar era un mar de olas vegetales en un vals de sol. Árboles enormes coronaban
los potreros. Regresé y llamé a mi oficina para comunicarles que renunciaba,
noticia que cayó como un rayo mortífero.
Me quedé en El
Pantanoso y La Anunciada. Tenía
que suplir a las “Queridas Tías”.
Como soy soltero,
sin apuro de formar familia e ignorante en muchísimas cosas, le escribí un e
mail, a mis tres amigos más queridos. Viajen
con carácter de “Urgente”. Los necesitaba. Tres días después llegaron:
Julio, Isidoro y Carloncho. ¡No podían creer lo que me había sucedido!. Se
ambientaron enseguida y la casa se llenó de risas y cada uno aportó su
capacidad e inteligencia. Julio es contador, Carloncho ingeniero agrónomo e
Isidoro veterinario. Yo soy ingeniero civil y de campo y animales… no sé nada.
Revisando cartas
y fotos descubrí que papá y mamá venían muy seguido, a visitar a las tías. Las fotos no mienten, dijo Carloncho. Vos eras un niño y jugabas en esta casa.
Encontré tarjetas de cumpleaños y de salutación de navidad y fin de año,
remotas para mí, los viajes hacia esta parte de mi país estaban escondidos en
mi frágil memoria.
Pasada dos
semanas, apareció una joven, más o menos de 36 años, que vivía en la estancia
“El Doradillo”, a 9
kilómetros al sur de “La Anunciada”. Era prima en
varios grados lejanos a mí. ¡No la tuvieron en cuenta las tiítas, por algo!!!!
Llegó galopando en un tobiano, como Jane Fonda en película de Hollywood. Era
una amazona de cine. Se llamaba Celeste Huidobro Fontana
Era morena y muy
avejentada por las tareas rurales, Ya que ella, sí manejaba su estancia.
Delgada y rústica, enseguida comenzó a historiar los hechos no escritos de la
familia. Esos cuentos que se esconden en las tribus de todos los países, para
aparentar que son seres valiosos sin nada que esconder. Así supe que el bisabuelo,
por quien yo me llamo Servando…, había sido un loco de las armas, el juego, las
mujeres por las que perdía la cabeza y el alcohol lo hacía delirar. Gracias a
su esposa no había perdido las tierras. Papá era hijo de su único nieto varón y
tenía hermanas que nunca conoció.
Tuve que empezar
a trabajar en los campos. Eso me obligaba a usar los potros y yeguas que
pastoreaban felices en los pastizales.
La vergüenza me
hizo intentar trepar al lomo de un caballo. Me trajeron un lobuno enorme. Con
ayuda de Carloncho me senté en la silla de cuero lustrada y taraceada en plata,
del difunto marido de la bisabuela. Apenas sintió mi cuerpo sobre él, salió
como un bólido hacia el camino. Cuando él subía yo bajaba, así agarrado a las
crines y gritando como un perseguido por la justicia en un país sin justicia, estuve
largos minutos, que me parecieron eternos, como bolo de Bowling de acá para
allá en la maldita montura; de pronto me depositó de una frenada insólita sobre
la maleza junto al chiquero. Por dos días sentí que mi culo estaba igual que si
una horda de marineros rusos en la época de la guerra fría, me hubiera violado.
Odié al matungo, a Carloncho y a la yegua que parió al rocillo.
Ni al inodoro
podía ir, sin que un dolor quejumbroso se deslizara por los pasillos de la
casa. Las risotadas de las bestias de mis amigos, me despiertan en la noche con
las pesadillas que tengo. ¡Mueran los pingos, carajo!
Pero tuve que
volver a intentarlo. Lilito, el peón que me ayudaba en las faenas asesinas… me
trajo un bayo naranjo, muy tranquilo y pesado. Me enseñó a montar y con su
caballo, noble como animal de circo, junto a mi cabalgadura, comencé la gran
aventura.
Pasado seis
meses, ya no me movía tan mal y no me dolían los flancos y el traste. Pero
imaginé como tendría la entrepierna la “prima Celeste” después de pasar la
mayor parte de su vida montando el tobiano. ¡Chatas como bosta de vaca! Aunque
yo no me quedaba atrás y sentía que ni aparejando los huevos, se verían como
antes.
La muy chancha,
que venía por mí, y a quien no di bolilla, se hizo amiga de mis compañeros, que
salían a retozar por la estancia como si fuera ella la dueña. Descubrí que mi
odio era sólo celos, porque sabía cómo y cuándo era la época de cada plantación,
cosecha y venta de cereales y vacunos. Tenía al día los precios en bolsa y se
manejaba con los intermediarios de la capital, para vender al mejor precio.
¡Lilito la adoraba! Estaba enamorado y parecía morirse si ella le dirigía una
sonrisa. Se babeaba si le pedía una opinión y su parecer en la yerra o en la
esquila.
¡Somos muy
idiotas los hombres! Pronto Isidoro y Julio, se disputaban un lugar junto a
ella en la mesa. Nunca sabré si era por su “belleza exuberante” o su “cartera y
cuenta bancaria”.
Así aprendí a
capar y comer esas asquerosas creadillas asadas. Debo haber aumentado el
colesterol hasta el infinito con tanto asado a la llama. Aprendí también, a mirar cuando venía una tormenta y era tipo
huracanada. Fui tomando un color dorado oscuro y no era por estar en Cannes o
Bahía. Aprendí a pialar y supe ¿qué era un brete? Y deduje que las tías me
habían odiado para dejarme semejante cantidad de trabajo. ¡Y me amaron para
dejarme tanta plata!
Un día se dio el
batacazo. Isidoro le pidió matrimonio a Celeste. Lilito al amanecer, salió de
la estancia sin rumbo cierto. Creo que se fue llorando. La vida parecía una
novela de Migré. Julio volvió a la capital y continuó con su tarea. Desde allá
hacía los pagos, balances y tramoyas propias de los contadores para no pagar
tantos impuestos.
Y yo, acá estoy
en “El Pantanoso” y “La
Anunciada” viajando al “Doradillo” en donde por rara cuestión
han comenzado a ser visitados, Isidoro y Celeste, por un sin número de amigas y
parientes lejanas de mi “prima”. Algunas están para el rapto y el manotazo,
pero me niego todavía a dejar mi condición de “candidato soltero”.
De noche me suelo
preguntar: ¿Qué carajo habrá hecho uno para tener tanta suerte?