lunes, 27 de febrero de 2023

UN MINUTO QUE CAMBIÓ MI VIDA

 

            Un viento helado atravesaba el barrio. El tiempo de vacaciones arrebataba a los pocos transeúntes las ganas de andar. Todos se hubieran querido quedar en su casa y descansar, pero siempre hay gente ocupada. Clarisa se vistió con poca dedicación ya que entre el frío y el viento, no sólo se arropaba, más bien se disfrazaba. Era extremadamente friolenta. Cómoda, le decía su mamá cuando aun vivía con sus padres. Pero ella que ya no era una joven adolescente, hacía caso omiso a su presión. La mujer quería verla vestida como las jóvenes de las telenovelas.

            Buscó una bolsa de la alacena y sacando la llave de una pequeña percha que servía para no perderlas, cosa que le ocurría seguido, salió. Un ráfaga helada la traspasó. Haciendo un esfuerzo para no volver, se alejó hacia el supermercado. Allí la temperatura era agradable. La joven que la atendía siempre en la panadería, le sonrió y con voz cómplice le dijo:- Aquí, Clarisa, están sucediendo cosas raras. Fíjate, que esta mañana oí al señor Charles gritar en un idioma que nadie comprendió.- y se ocultó tras el mostrador haciendo un ademán de silencio.

            El hombre, dueño desde hacía sólo un año más o menos, se acercaba con el rostro adusto. Sus ojos orlados por negras ojeras, parecían pintadas por un artista del oriente. Masculló un saludo para Clarisa, que siempre le hablaba amable y se alejó por entre las góndolas. Desapareció tras una pequeña habitación en la cual vivía.

            Clarisa, se proveyó de facturas y pan roseta. Luego fue hasta los lácteos y buscó leche sin colesterol para su abuela que vendría el próximo lunes, queso magro y manteca. Siguió por el café, sacó unas cajas de té y un paquete de yerba mate, ya que esa tarde venía su prima Isabel a copiar unos temas de la computadora. Era una adicta al mate, Isabel, y en su casa no, sólo de vez en cuando su papá bebía en saquitos o si lo cebaban bien tomaba tres o cuatro mates. Por eso ella no bebía esa infusión. Luego, cuando iba a pagar, observó que el señor Charles se acercaba distraído. Cuando de repente, vio por la vidriera que un automóvil oscuro se detenía y de él, descendían cuanto hombres envueltos en gabardinas negras. Se puso muy pálido y trató de esconderse, pero era tarde. Los extraños personajes lo habían visto y apuraban el paso. Entraron y allí mismo esgrimiendo un arma cada uno, le hablaron en un raro idioma que Clarisa, nunca había escuchado. Fue un minuto en que todo cambió.

            Ella trató de interponerse haciendo que no comprendía, como para ayudar al señor Charles. Éste, le dio un fuerte empujón que la hizo caer. Eso evitó que un proyectil, le atravesara el pecho o la cabeza. El tiroteo fue corto, cortísimo. La poca gente que compraba,  gritaba y corría asustada. Los repositores y las cajeras estaban sudando en el suelo. Nadie pronunciaba una palabra, cuando los hombres salieron, ascendieron al coche y huyeron por la calle Los Patos, doblando por Río Azul. Clarisa, se acercó a Charles que murmuraba en un idioma extranjero. Asido a sus manos le suplicó en un tosco castellano entrecortado, que llamara a un número que su mano temblorosa le tendía. Un hilo de sangre le corría por el brazo, y su pecho se iba coloreando lentamente. Una vez que todos se tranquilizaron, tomó el papel que le daba el herido y marcó un número. En el mismo extraño idioma, le hablaron. Ella en un perfecto inglés escolar, le explicó como pudo lo sucedido. La persona que estaba del otro lado dio un rugido de dolor y en inglés le pidió que no llamara a la policía. ¡ Algo extraño estaba pasando!

            Clarisa, trató de deshacerse del compromiso, pero el señor Charles se había aferrado a su pantalón y así no se podía mover. Llegó una ambulancia. Alguien desde un celular la había llamado. Los paramédicos y el médico sacaron al hombre urgentemente del negocio y con el ruidoso movimiento de luces y alarma, hicieron que se aglomerara el gentío. El médico, distrayendo a la gente le habló. Creyó que Clarisa era pariente o empleada del moribundo. Debe acompañarnos al hospital. Y la empujó hacia la ambulancia. Los empleados trataron de salvar el error pero fue inútil, ella ya estaba junto al camillero.

            En el nosocomio, sacaron rápido las órdenes y lo ingresaron al quirófano. Él seguía  murmurando en  idioma extranjero. Un joven residente se acercó a Clarisa y comenzó a hablarle en el idioma, ella le explicó la confusión. El muchacho sonriendo, le habló en español. Es árabe. El hombre debe ser sirio o libanés. Mi abuelo, me enseñó el árabe de niño y ahora lo hablo cuando puedo. ¿ Siempre es útil, verdad? El rostro de Clarisa era un bosquejo. Estaba perturbada y se había involucrado sin querer en quién sabe qué problema. Pensó en Bin Laden, en las Torres y los atentados, en Hezbollah y cayó desmayada. Ella estaba inserta en una emboscada de los terroristas.

            Un grupo de jóvenes médicos se habían acercado a socorrerla. Les habló, pidiendo que llamaran a su padre. Así lo hicieron y en pocos minutos toda su familia estaba allí.

Aunque el hombre del teléfono le dijo que no llamara a la policía, al mismo tiempo que su familia, llegó un inspector y comenzó a interrogarla. Sólo explicó que ella era una clienta y que había quedado en medio de todo ese tumultuoso suceso. No dijo que había hablado por teléfono con alguien y que le pidieron discreción. Salió del hospital, pero se dio cuenta que no le habían creído. Llegó a su departamento y descubrió que en su bolsillo estaba el papel con el número de teléfono que le diera Charles, que se llamaba Ibrahim y era refugiado árabe. Su terror, la hizo pensar que ahora vendrían por ella. Llamó a su amiga Georgina. Ella era abogada y la podía ayudar. Le pidió con tanta desesperación que fuera a su casa, que la joven, tomó un taxi y llegó en minutos. Cuando le relató lo sucedido, se quedó pensando un rato. – Debes ser astuta, nunca consientas que tienes ese número. Escóndelo. Cambia tus rutinas todos los días. Verás así, si te siguen los malos.

            En la T.V. relataban el hecho, como un asalto más de la inseguridad que vivía la gente en el país, otros clientes del supermercado relataron el hecho con variedad de acciones. Cada uno le agregaba un matiz diferente. Al día siguiente ya se relataba otro suceso parecido en un supermercado chino, cerca de Belgrano y así, día a día se fue diluyendo lo acontecido. Clarisa le pidió al padre que fuera a averiguar en el negocio, qué había pasado. Todo estaba en orden, sólo que aun Charles o Ibrahim, no había regresado, pero había llegado un primo y su esposa desde la capital, para hacerse cargo. Tranquila, comenzó a olvidar lo sucedido. Una tarde que fue al supermercado, sintió que la mujer, envuelta en un traje típico, la miraba insistentemente. El hombre también, no le sacaba los ojos de encima. Cuando llegó a la caja para pagar, la mujer, le tomó la mano y la invitó a que la siguiera hasta el pequeño despacho detrás del negocio. Tuvo un ahogo de miedo. Le sirvió un té y mientras lo bebía le preguntaba si recordaba el número de teléfono al que ella había hablado aquel fatídico día. Comenzó a sudar. Trató de no mirarla a los ojos. Eran negros, grandes, expresivos y rodeados de kohol. Indagó en su memoria y dijo. – creo que era algo así como ...419...creo que tenía un cinco. No recuerdo. Yo estaba muy nerviosa y me lo iba dictando entre sus ruidos agónicos, porque se moría, le juro que don Charles se moría. La mujer la estudiaba. Entró el hombre. Se presentó como Mohama Alí y no le dio la mano. Eran muy religiosos, eso se notaba en sus ropas y ademanes. Les volvió a relatar la historia, haciendo hincapié en que con el miedo y el manotón que le diera don Charles, ella no había visto la cara de los hombres. El primo le indagó si recordaba qué auto era y si vio la identificación en la chapa. Negó rotundamente. En verdad ni se había fijado. Sólo recordó que era oscuro, grande y hacía ruido y chirridos al escapar. La despidieron con mucha ceremonia. Salió casi corriendo y al llegar a su casa se encontró que alguien había entrado y había revuelto sus papeles. Clarisa llamó a su padre y le pidió que la ayudaran a mudarse. Realmente allí estaban pasando cosas raras y ella no quería terminar en la morgue. Un sobresalto le produjo el sonido del teléfono. Una voz con acento extranjero le pedía una cita. Ella se negó. Cortó la comunicación y comenzó a prepararse un bolso con ropa y libros. Así dejó su amada casa de estudiante. Fue a vivir a una residencia universitaria cerca del complejo de la facultad de arte donde daba clases de escultura y pintura.

            Un mes después, su vecina le avisó que su casa había sido saqueada, que habían cerrado el supermercado y que se murmuraba, que en el hospital, habían asesinado a Charles. Ahora, el pobre, estaba en la morgue, esperando que alguien reclamara su cuerpo. Clarisa se persignó y comenzó a buscar en Internet una beca en el extranjero. Su vida dependía del reloj.  

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