Había llegado tarde a la vida de mujer palpitante. Su cuerpo le enviaba ese flujo infinito de deseos oscuros. Besos, caricias... silenciosas compartidas. Tenía una marejada, de miedos por tantas diferencias. Su cuerpo ya no era fresco, caía en su vientre algo flácido, el cabello que obstinadamente mantenía largo. Su pubis se escondía entre las manos lacias. No quería mirarla a los ojos. Estaba triste y quieta. Sentía el corazón palpitando a un ritmo nuevo y joven.
El, con sus brazos fuertes, con sus manos grandes acariciaba los senos de seda pálida donde las cicatrices, azules y pequeñas, recordaban que antes, allí, había un pequeño monstruo. La miraba apenas; era tan bella..., su rostro y su cabello parecía una diosa griega. La miró nuevamente. Aun palpita su sexo, vomita ternura y pena.
Sí, la conoció en la calle. En la esquina donde siempre pasaba hacia su taller donde esculpía.
Ella se irguió con una pausada ligereza gatuna se volvió en una bata de seda y encaje. Acomodó su rostro. Su boca buscó un instante el cabello húmedo y transpirado del hombre. Besó uno a uno los parpados y se alejó hasta un rincón oscuro. Entraba el crepúsculo hiriente por la ancha ventana. Se recostó el cuerpo hermoso de macho joven y ansioso.
El, se acomodó la ropa, dejo algunos billetes y sin mirarla siquiera huyó escalera abajo. Si se aceraba a tocarla, nunca la dejaría. Encarnaba la vida y toda la esperanza.
Lo veía por primera vez, pero algo en él, le hablaba de una vieja relación. No se que tan interna a su interioridad. Estaba parado entre los árboles añosos, los troncos secos y deformes y la soledad.
Miró su figura encorvada llena de tiempo y penas. Me miró como a un fantasma azul. Medio neblina, medio luz de ocaso. Nos acercamos imperceptiblemente para tocarnos con los rayos intangibles de nuestras pupilas. Volaron hojas de otoño entre su suspiro y mi sonrisa. Eran aves de fuego celestial.
Deforme, la luz de una charca seca y pedregosa ocultó las flores frescas.
Me detuve y vi el centro de su esperanza que orillaba el cerco de la frente. Nos arguyó el sonido acuoso y de un otoño persistente, en el límite de la concavidad de mi pecho,
Cantó el agua como una orquesta de árboles inmóviles y alcancé un sueño.
La volví a mirar. Era una sombra. Era el espectro de ese amor de la adolescencia perdida. Tal vez era la muerte. Moví mis labios para pronunciar su nombre. Voló un pájaro desde la rama más elevada del Cypress dormido. Era un espectro, si era un sueño olvidado.
Volví sobre mis pasos.... y al alejarme observé en el pavimento gris, un ojo elaborado con luces de nocturnidad, me despedía. Era una lágrima negra y penetrante.
Me petrificó la soledad y caminé recordando el amor perdido. Adolescencia.
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