viernes, 3 de febrero de 2023

OJOS, OJOS, OJOS

 

Zoraida, miró por la ventana desde donde podía observar qué hacían los niños. Sus mellizos de seis, Elenita de cuatro y la beba de dos. Jugaban bajo el sol tibio de la mañana. Ella trajinaba ollas y sartenes para llegar al medio día con esos exquisitos olores a hogar de campo. En realidad no tan de campo, pero los frutales daban la sensación de estar en un predio campestre. Peló las patatas y las cortó en cuadrados pequeños para hacer una buena tortilla. Del gallinero, a las seis de esa mañana había ido al fondo, en ese gallinero medio improvisado que había construido Donato, recogió huevos frescos.

Miró por setecientas veces por la ventana y todo era normal, las risas y juegos, le llenaban el alma. ¡Sus hermosos hijos! Eran el motivo para seguir viviendo después de los largos períodos cuidando a su madre con Hailzalmer. Su padre, que había perdido el trabajo después de la juega del 85, había caído en una depresión que lo llevó a la tierra en un coqueto parque jardín lejos de su casa. Volvió a mirar y todo seguía igual. Quieto o mejor dicho, hilarante.

Sonó el siembre, salió a buscar un sobre que traía el cartero para Donato, firmó una planilla y oyó los gritos. Salió corriendo. Mamá la nena, no respira gritaban los mellizos, Elenita lloraba desesperada. El cartero entró corriendo y sacó a la beba del agua. No respiraba. Esa pequeña pileta de lona se había transformado en un instrumento de terror.

Cuando llegó Donato, ya la habían llevado al sanatorio. Estaba muerta. La bebé estaba muerta y Zoraida, entró en un estado de shoc inimaginable. Alguien la inyectó con un sedante. Donato, con un profundo dolor se hizo cargo de todo. Los mellizos y Elenita se habían quedado con su madre, que ya añosa, no podía lidiar por mucho tiempo con los niños.

 

Me mira un ojo en el crepúsculo de la campiña. No hay nadie. No puedo hablar. El ojo sigue ahí y me persigue. Se agranda, es ciclópeo, se agiganta. No me toque. ¿Usted ve el ojo? ¡No, mejor! Porque a veces se transforma en una aguda cuña e ingresa en mi boca hasta la profundidad de mi cuerpo. El ojo ve el aire que penetra levemente celeste, como el agua de una piscina, y luego se oscurece. Es azul. Es índigo. Llega a ser rojo y solazarse en su mirada penetrante. Me mira. Un ojo. No me toque, no quiero esa medicina que me obligan a tomar. Pierdo el itinerario del ojo. Se escabulle entre las habitaciones y mira. Mira como escudriñando a los niños. Pero también se detiene a los pies de mi cama, bueno, no es mi cama. El ojo, no me deja estar en la mía propia.

A veces lo veo púrpura como sangre que aspira obsesionado. Me roba el oxígeno vital como a "Ella". Me inmoviliza. Llega la aurora y el ojo está allí, en mis pulmones y mira el interior de mi corazón destrozado. Déme esa medicina que me permite mágicamente desplegar mariposas en mi interior con alas transparentes. Pero no veo por dónde pasa el ojo. También la veo, a "ella" entre pétalos de espuma que derraman suspiros. Y el maldito ojo se transforma en blanca opalina, como el estuche en que la pusieron. Desparrama manojos de burbujas en mi vientre donde anida ella. Puja por salir. Se estira. Atraviesa la membrana que recubre mis pulmones. Y allí se detiene el ojo. No puede salir, ella, se desliza con gritos que sólo yo oigo en mi corazón destrozado. Es una espiral metálica que penetra junto al ojo. Salta. Sale y entra. Se despliega como un torrente de colores atrevidos y detrás ciento de ojos corren buscando atragantarme. No me toque. No quiero esa medicina. Ella está por nacer. El ojo no la deja, yo pujo y pujo. No nace. La bebé no nace. Los ojos me aprietan el vientre para que no pueda parirla.

Doctor... ¿Qué podemos hacer? No entra en razón, no quiere seguir el tratamiento. Su esposo nos ha pedido una respuesta. ¿Qué le digo? Que traiga a los otros niños con frecuencia, le cambiaré la medicación y la llevaremos a un especialista en estos traumas. ¡Gracias doc.!

Ayer, después ocho meses de hablar con la especialista dijo: ¡El ojo cayó en un hoyo profundo! Se detuvo y yo lo encerré en la tierra en un hoyo bien profundo. El ojo, no me podrá impedir estar con mis hijos. Ese ojo se detiene y yo, volveré a la vida. Donato, Cristian, Pablo y Elenita, me esperan. Y por primera vez lloró, lloró como nunca lo había hecho desde aquel fatídico día que la bebé cayó jugando a la pileta de lona de la casa de campo.

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