Salí de la facultad, donde soy adjunto, con tiempo justo para tomar un taxi y llegar al aeropuerto. Tenía que llegar a una reunión en Montevideo para concretar el contrato de la firma “Taxmir S.A.” de construcciones civiles. El pliego nos favorecía y se jugaba una suma muy interesante. Llegué a la butaca del Boeing con lo justo. Una joven sonriente me ofreció algo fresco y allí me di cuenta de que no había comido nada desde la mañana muy temprano. Las tripas me chirriaban como los neumáticos en la pista.
Me dormí un rato.
Poco tiempo para mi eterna falta de sueño. Envidio a esa gente que puede
dormir. Hasta los días feriados me despierto a las
Llegué a Montevideo. Me esperaba una camioneta de la empresa. Rápidamente me llevaron a un hotel, donde me refresqué y salí como un atleta hacia la reunión.
Después de
discutir algunos puntos del contrato, firmamos. Cuando estaba por salir, sonó
mi celular. Era un abogado de
Regresé a mi
departamento y revisé mis mensajes y encontré uno de
Llegué a Santa
Rosa, la capital de
Firmé con un
cierto temblor en la mano: Servando Fontana Mosquera. Y así como firmé tuve que
hacerme de coraje y viajar hasta la estancia “El Pantanoso”. El coche que
conseguí no era muy cómodo. El chofer me miraba con una sonrisa cínica y me
preguntó cien veces si me acordaba de las tías. La verdad, a los siete años,
una vez había venido con mamá y una tía, hermana de papá, ya muertas ambas, en
vacaciones a visitar las tías de
Me dejó en la puerta de una casa antigua, de arquitectura Art Decó, con puertas enormes de roble y herrería afiligranada. Iba a poner la llave en la cerradura y se abrió de pronto, frente a mí había una pareja de viejos criados de las “Niñas” que me esperaban con cara de susto y poco amigo. Me presenté y charlé para tranquilizarlos. No me quedaría por mucho tiempo y sólo conocería un poco el manejo de ese monumento al trabajo… pues había que ubicar todo, casa, hacienda, etc., antes de vender y regresar a mi vida.
Aparte de “El
Pantanoso” supe que había otro campo, según ellos, chico, de
Me llevaron por la mitad de la casa hasta el baño, que parecía sacado de una revista de decoración de 1920. Pero resultó tener todas las comodidades de este momento. Luego de lavarme cara, manos y mirarme en un espejo gigante, escuché que me ofrecían ir a cenar. Fui a un comedor enorme. La mesa estaba como para un programa de Mirta Legrand. Platería, copas de cristal y porcelana. Me sirvieron pollo asado con patatas y setas. Huevos rellenos y ensalada. Postre… “Ambrosía” hecha por la casera. ¡Un banquete! Todo regado con vino fino. Los invité a sentarse y casi se caen. ¡Eso no les estaba permitido! Yo ni idea.
Dormí como hacía veinte años que no dormía. Desperté con el canto de los pájaros y un suave murmullo de los caseros. Se llamaban Casildo y Severina. Trabajaban allí desde los catorce y dieciséis años. No eran casados, pero me olí que vivían como pareja.
Desayuno y a salir al campo. Nunca monté a caballo. Un peón me miró con desprecio cuando le expresé mi ignorancia sobre los nobles brutos. Acicaló una volanta y así pude dar una vuelta por una parte del campo. ¡Quedé sin aliento! Los prados de girasol eran mantas de color amarillo igual que cuadros de Van Gogh, más allá un verde selva brillante mostraba el maíz a punto de ser cosechado. El trigo ámbar era un mar de olas vegetales en un vals de sol. Árboles enormes coronaban los potreros. Regresé y llamé a mi oficina para comunicarles que renunciaba, noticia que cayó como un rayo mortífero.
Me quedé en El
Pantanoso y
Como soy soltero, sin apuro de formar familia e ignorante en muchísimas cosas, le escribí un e mail, a mis tres amigos más queridos. Viajen con carácter de “Urgente”. Los necesitaba. Tres días después llegaron: Julio, Isidoro y Carloncho. ¡No podían creer lo que me había sucedido!. Se ambientaron enseguida y la casa se llenó de risas y cada uno aportó su capacidad e inteligencia. Julio es contador, Carloncho ingeniero agrónomo e Isidoro veterinario. Yo soy ingeniero civil y de campo y animales… no sé nada.
Revisando cartas y fotos descubrí que papá y mamá venían muy seguido, a visitar a las tías. Las fotos no mienten, dijo Carloncho. Vos eras un niño y jugabas en esta casa. Encontré tarjetas de cumpleaños y de salutación de navidad y fin de año, remotas para mí, los viajes hacia esta parte de mi país estaban escondidos en mi frágil memoria.
Pasada dos
semanas, apareció una joven, más o menos de 36 años, que vivía en la estancia
“El Doradillo”, a
Era morena y muy avejentada por las tareas rurales, Ya que ella, sí manejaba su estancia. Delgada y rústica, enseguida comenzó a historiar los hechos no escritos de la familia. Esos cuentos que se esconden en las tribus de todos los países, para aparentar que son seres valiosos sin nada que esconder. Así supe que el bisabuelo, por quien yo me llamo Servando…, había sido un loco de las armas, el juego, las mujeres por las que perdía la cabeza y el alcohol lo hacía delirar. Gracias a su esposa no había perdido las tierras. Papá era hijo de su único nieto varón y tenía hermanas que nunca conoció.
Tuve que empezar a trabajar en los campos. Eso me obligaba a usar los potros y yeguas que pastoreaban felices en los pastizales.
La vergüenza me hizo intentar trepar al lomo de un caballo. Me trajeron un lobuno enorme. Con ayuda de Carloncho me senté en la silla de cuero lustrada y taraceada en plata, del difunto marido de la bisabuela. Apenas sintió mi cuerpo sobre él, salió como un bólido hacia el camino. Cuando él subía yo bajaba, así agarrado a las crines y gritando como un perseguido por la justicia en un país sin justicia, estuve largos minutos, que me parecieron eternos, como bolo de Bowling de acá para allá en la maldita montura; de pronto me depositó de una frenada insólita sobre la maleza junto al chiquero. Por dos días sentí que mi culo estaba igual que si una horda de marineros rusos en la época de la guerra fría, me hubiera violado. Odié al matungo, a Carloncho y a la yegua que parió al rocillo.
Ni al inodoro podía ir, sin que un dolor quejumbroso se deslizara por los pasillos de la casa. Las risotadas de las bestias de mis amigos, me despiertan en la noche con las pesadillas que tengo. ¡Mueran los pingos, carajo!
Pero tuve que volver a intentarlo. Lilito, el peón que me ayudaba en las faenas asesinas… me trajo un bayo naranjo, muy tranquilo y pesado. Me enseñó a montar y con su caballo, noble como animal de circo, junto a mi cabalgadura, comencé la gran aventura.
Pasado seis meses, ya no me movía tan mal y no me dolían los flancos y el traste. Pero imaginé como tendría la entrepierna la “prima Celeste” después de pasar la mayor parte de su vida montando el tobiano. ¡Chatas como bosta de vaca! Aunque yo no me quedaba atrás y sentía que ni aparejando los huevos, se verían como antes.
La muy chancha, que venía por mí, y a quien no di bolilla, se hizo amiga de mis compañeros, que salían a retozar por la estancia como si fuera ella la dueña. Descubrí que mi odio era sólo celos, porque sabía cómo y cuándo era la época de cada plantación, cosecha y venta de cereales y vacunos. Tenía al día los precios en bolsa y se manejaba con los intermediarios de la capital, para vender al mejor precio. ¡Lilito la adoraba! Estaba enamorado y parecía morirse si ella le dirigía una sonrisa. Se babeaba si le pedía una opinión y su parecer en la yerra o en la esquila.
¡Somos muy idiotas los hombres! Pronto Isidoro y Julio, se disputaban un lugar junto a ella en la mesa. Nunca sabré si era por su “belleza exuberante” o su “cartera y cuenta bancaria”.
Así aprendí a capar y comer esas asquerosas creadillas asadas. Debo haber aumentado el colesterol hasta el infinito con tanto asado a la llama. Aprendí también, a mirar cuando venía una tormenta y era tipo huracanada. Fui tomando un color dorado oscuro y no era por estar en Cannes o Bahía. Aprendí a pialar y supe ¿qué era un brete? Y deduje que las tías me habían odiado para dejarme semejante cantidad de trabajo. ¡Y me amaron para dejarme tanta plata!
Un día se dio el batacazo. Isidoro le pidió matrimonio a Celeste. Lilito al amanecer, salió de la estancia sin rumbo cierto. Creo que se fue llorando. La vida parecía una novela de Migré. Julio volvió a la capital y continuó con su tarea. Desde allá hacía los pagos, balances y tramoyas propias de los contadores para no pagar tantos impuestos.
Y yo, acá estoy
en “El Pantanoso” y “
De noche me suelo preguntar: ¿Qué carajo habrá hecho uno para tener tanta suerte?
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