lunes, 6 de febrero de 2023

BERNARDO FONTANA, ESTANCIERO

 

Dueño de la Anunciada. El mejor campo, la estancia del sur de Buenos Aires. Era de las de antes, decían los lugareños. La heredó de su tía Felicitas y Carlota. No sabía si las había visto desde su niñez, cuando su madre los llevaba a saludarlas para el santo de cada una. Eran dos mujeres altas, delgadas en extremo, encorvadas y secas.

Las recordaba como pinturas de retratos que había en el desván de la casa de Los Tordos, casco de la estancia de su padre, que había perdido en un juego de poker en una de esas tantas noches interminables del Club de Hombres. Fue un escándalo que llevó a mi madre a la tumba. Desde ese día en que se tuvieron que ir al departamento de la ciudad, mamá no le dirigió más la palabra a mi padre. No comía y no podía dormir. Deambulaba por los pocos metros del living del departamento hasta que asomaba el sol. Él, mi papá salía a buscarse la vida como podía.

Sus ex amigos, le cerraron la puerta de oficinas, ministerios y del club. ¡Ahora era Pobre! Mamá vendió las alhajas de sus abuelas y madre. Con eso pudimos ir a una escuela decente. Pero... ya no fue lo mismo. Los hijos de algunos amigos de mi antigua vida, seguían hablándome y jugaban conmigo. Otros ni me miraban y por lo bajo se reían. ¡Claro, ellos algún día serían como nosotros, pobres! Porque en el club seguían jugándose la vida.

Mamá siguió fiel a su educación. Llevaba a mis hermanas Micaela y Luciana, cada aniversario de la muerte de sus abuelos a la Recoleta, con un ramo de flores que eran sacadas del balcón de casa. Y siempre a los aniversario de los santos de las ancianas, que según escuché entre la servidumbre que mantenían, era, mi mamá. La única sobrina que se acordaba de ellas.

Yo me esforcé y estudié abogacía, mientras trabajaba en un estudio contable de unos extranjeros que no les interesaba si era rico o pobre, sino que yo fuera despierto, los entendiera y les asegurara todos los engorrosos trámites que había que superar en las horribles oficinas del gobierno. ¡Discreción! El silencio era fundamental para que no se supiera de los sobres que tenía que pasar por debajo de los escritorios de dichas oficinas.

Me recibí con notas bastante buenas, cosa que trajo aparejado que algunos ex amigos de mi padre, se acercaran para que yo les arreglara sus chanchullos. Me reía y les cobraba el doble. ¡Se lo merecían por mala gente!

Cuando mamá falleció, mis hermanas se casaron con hombres buenos, pero nada especiales y se fueron a vivir al interior de la provincia. Una a Tandil y la otra a Balcarce. Las veía sólo para navidades o para apadrinar a alguno de sus hijos o hijas. Nunca dejé de ir a cumplir con las dos viejas tías, hasta que se me complicó la vida con tanto trabajo y sólo las llamaba por teléfono. Estaban sordas y se fueron muriendo de a poco. No las extrañé. Hasta ese maravilloso día que apareció un señor con unos pliegos donde me habían hecho heredero de todos sus bienes. Y la Estancia, La Anunciada, estaba algo decrépita, pero me dejaron dinero muy bueno, y yo, ni lerdo ni perezoso me las ingenié, para ir hasta el sur y levantar el campo.

La Anunciada, se transformó en uno de los mejores establecimientos agropecuario de la provincia. Me llegaban invitaciones de mucha gente, Me llevé a papá, que ya estaba bastante anciano y perdido. Le pedí que se quedara y no dejara entrar a ninguno de los viejos conocidos, porque fueron unos sinvergüenzas en su juventud. Papá, con lágrimas en los ojos, me abrazó y se comprometió a ayudarme. Él, sabía de campo, de siembra, de ganado y yo, apenas si sabía de leyes. Leyes que apenas se cumplían. Contraté a unos jóvenes ingenieros que querían hacer buena letra. Levantamos el campo en dos años. Después de eso, pude sentarme a concretar negocios con extranjeros. ¡Acá, yo tenía el sartén por el mango! Conocía los tejes y manejes de los ministerios y sus malditas estratagemas para quedarse con las ganancias de los que producíamos.

Una noche, de tormenta, me detuve en el pueblo, avisté un bar y me fui a comer algo. Allí, sentado, mientras degustaba un plato caliente, se acercó una muchacha. ¿Señor, Usted es el dueño de La Anunciada? Me sorprendió. Si. ¿Por? Soy la nieta del ama de llaves de las antiguas dueñas de doña Felicitas y doña Carlota. Tengo una caja para usted que le dieron a mi madre antes de fallecer. Si me espera se la traigo. Con esfuerzo la muchacha trajo una suerte de cofre, arcón mediano... y me lo dejó sobre la endeble mesa. ¡Acá tiene! ¡Por fin cumplo con mi obligación!

Salí con el baulito, subí a la camioneta y saludando amablemente, partí, seguido por la mirada quieta de la muchacha, que bajo la luz del cartel, me pareció bien linda. ¡Hacía tanto que no miraba a una mujer, que me había olvidado cómo eran! Llegué a casa y casi dejo el baulito en el asiento. Lo saqué refunfuñando. Lo dejé en el sillón de la entrada y me fui a dormir.

Al día siguiente, cuando apenas asomaba el sol sentí los pasos cansinos de mi padre que venía por el pasillo. ¿Bernardo, de dónde sacaste ese baúl? Me lo dio una tal Nicolasa, hija de la ama de llaves de felicitas y carlota. ¿Por qué? ¿Sabes que es eso? No. Aun no lo he abierto. Son las joyas que vendió tu madre cuando yo perdí nuestra estancia en el club. ¡No lo podía creer... La Anunciada, me devolvía lo que mi madre había hecho por nosotros!

Llamé a mis hermanas, las invité a venir por una semana a la estancia. Primero pusieron mil problemas, cuando les dije, que tenía una maravillosa sorpresa; se atrevieron a dar el sí. Cuando llegaron yo ya había buscado conocer mejor a Nicolasa. Era la mujer que yo, como hombre necesitaba. La fui descubriendo de a poco. Era bastante bonita, llena de vida, trabajadora, honrada... y prometía ser una excelente ama de casa. Junto con el reparto de las joyas con mis hermanas, saqué el mejor anillo de diamantes y dije: ¡Chicas, encontré a la mujer!

Me miraron asombradas. Se llama Nicolasa y nació y vivió siempre en La Anunciada. Les aviso que me casaré con ella. Se quedaron mudas, me miraban como a un fantasma. Papá se paró y vino a abrazarme. Te felicito, nadie como esa chica para defender su casa y familia. Es como tu mamá. Lo dio todo por ustedes y por mí, no te has equivocado. Y se acercó a Nicolasa, que entraba con una bandeja con limonada, la tomó por el hombro y dijo: ¡Bienvenida a tu hogar!

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