Regresaba tarde de la florería. Me dolían las manos con tantos pequeños tajos y pinchazos de las rosas y hojas cortantes. La calle apenas iluminada proyectaba sombras fantasmales que prometían temores. Soy muy miedosa. Pero necesito trabajar hasta las horas en que los oficinistas salen de sus trabajos y suelen cubrir sus "pecadillos" llevándole flores a sus esposas o compran rosas para conquistar a alguna incauta secretaria u oficinista.
Amo mi trabajo. Tengo muchas historias de amor, de tristezas, de líos amorosos... en general, por las mañanas compran las amas de casa que adoran decorar sus salas con flores, es la venta más económica. Ellas cuidan el billete que sus maridos o compañeros, dilapidan en amantes y otros "yuyos".
Hace un mes, más o menos, apareció un señor. Era alto, muy delgado, bien vestido y pulcro. Llevaba unas gafas enormes que le cubrían medio rostro. ¡Yo pensé: "Soné me asaltan"!; pero no, se acodó en el pequeño mesón donde hago los pedidos y me preguntó cuáles son las flores más resistentes al calor, el sol, el viento y la falta de agua. Vaya, pregunta. Yo compro a los mayoristas flores conocidas: Orquídeas, rosas, agapantos, strelizias, conejitos... bueno las más usadas para armar ramos. Ah, helechos y algunas hojas que me permiten hacer bonitos arreglos. Le mostré lo que tenía. Miró un rato. Y se decidió por unas margaritas que estaban en un jarrón hacía varios días.
Le armé un hermoso ramo con una rosa roja en el medio. Me pidió que le pusiera una de color blanco. Y así se lo entregué. Pago sin chistar una suma algo elevada. Por la rosa que las traen de Colombia. Al sacarse los anteojos, vi. sus enormes ojeras. Un alo de dolor mostraba su rostro cansado. ¡Son para mi difunta esposa! Dijo y se volteó con una lágrima en las mejillas. Sus manos temblaban. Se volvió y después de un breve silencio me dijo: "Paula, fue una mujer increíble. Solía esperarme horas y horas con la mesa llena de exquisiteces y velas rodeando el comedor con un perfume a violetas, que ella amaba". Le juro, señorita, que cuando se desmayó esa noche en la sala, yo creí que era algo momentáneo. Llamé al médico que llegó en una ambulancia en minutos. Me desplomé cuando me dijo... No está desmayada, está muerta. Y le aclaro, ni un suspiro ni una palabra destemplada o fuera de lugar había salido de nuestras charlas nocturnas. Porque después de cenar, íbamos a la sala a conversar sobre los hechos cotidianos. Y allí, mi esposa, la excelente mujer que me acompañó tantos años, estaba muerta.
Las flores eran para esa mujer que él, extrañaba tanto. Todos los viernes venía a buscar un ramo de flores que seguro iban a para a la lápida de su amada. Me contó cosas de su vida, me mostró fotos de viajes compartidos, y supe que nunca habían podido tener hijos.
Pasado un para de meses, lo vi más delgado y comenzó a encorvarse. Era como si se abrazara solo él. Un viernes vino y me dejó un sobre sin decir esta boca es mía. Yo, lo dejé a un lado. Le entregué el ramo de Rosas blancas que me pidió y me dijo: ¿Puedo darle un abrazo? ¡Sí, por supuesto! Y me abrazó con mucha ternura, me dio un beso en la mejilla, tomó el ramo y salió, arrastrando sus pies por la vereda. Me quedé pensando. Llegó un joven y compró otro ramo de rosas. Olvidé abrir el sobre. Cuando regresé a casa, llegó una muchacha y me dijo que el señor Oscar regules, el cliente había fallecido. Me quedé muda, paralizada. Se había despedido de mí.
La joven me hizo un comentario que me dejó pasmada. Don Oscar, murió de amor. Y yo, recordé el sobre. ¿Qué contenía? A la mañana siguiente abrí la florería y abrí el sobre. Me había dejado su casa como regalo. Una breve nota despidiéndose y me rogaba que cada veinte de Abril, le llevara un ramo de rosas blancas a su amada.
Desde esa fecha, cierro antes la florería y llevo un ramo de rosas blancas al cementerio de mi ciudad.
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