Ejercicios libres, imaginarios
Reímos frente a un dulce dibujo de
niños y abuelos, que se los ve regresando, tras bailar en escaleras que llevan
al sol polarizado por las nubes. Han corrido elevados, en el eco de mimos de
los pájaros logrando verlos a todos juntos, en los caminos de cintas violetas,
en lluvias amarillas (alucinaste y misteriosa), transformados luego en sombras descendentes
dentro de jaulas, acurrucados en metales, piedras (duendes paridos); pequeños habitantes
camuflados con penachos. La aurora somnolienta que transcurra escondida entre
puertas transparentes; en cuevas vacías
sin ojos, sin alma, sopla e inflaman presurosas gotas de espejos coralinos.
Están sorprendidos en el remplazo de peces multicolores, caribeños; que
observan expectantes en los surcos hambrientos de lo incomprensible. Ven marcas
horadadas, frenéticas y un barro celeste
de mares profundos, olas acartonadas por sal. Paredes que forman diques,
charcos absurdos en la playa, que esperan ansiosos el agua dulce, protectora, o
con la escarcha absurda que silencia el fuego de los vientos que acompañan la
tormenta. Mira, observa negros nubarrones que disfrazan un sonido eléctrico y los
niños en algarabía natural elevan cometas
que se asoman convertidas en rayos
y centellas, que atraen energías prestadas por el cosmos cercano y dramático.
Los abuelos tiernos y con años color de tiempo hacen una parodia de su cuerpo
marrón y arrugado.
¡Y por fin el agua dulce! Un
carnaval embrujado que despierta la conciencia y domina el ansia de verdad. Un
éxtasis se despliega entre la sombra y la canícula. Los ancianos se hacen
barro, los niños se hacen ángeles y vuelan como las cometas a las altas crestas
de los nubarrones. Y ahora sí, juegan a la felicidad eterna.
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