Le tocó nacer en medio del cafetal,
junto a un espino. El sol carcomía la tierra. Los fluidos maternales ayudaron a
humedecer el frágil cuerpo. Adiela, la ayudó a envolver la niña en un fino
cuadrado de algodón tejido por la abuela al telar.
El suave llanto, despertó el sopor
de los hombres que en plena cosecha detuvieron un instante la tarea y
escupieron la tierra, para desalentar a las “Marías Mulatas” que fisgoneaban
robando cafetos maduros.
Adela la dejó bajo un “totumo” que
almacenaba sombra. Un rato y vino, don Gaetano con el potro sudoroso, apurando
a la parturienta. Le tiró un frasco con “fique”, para darle fuerza. Si no se
alza, el patrón la va a golpear. Y no tendrá leche. ¡Pobre hembra!
Un obrero “berriondo” se acercó
enojado, machete en mano. Se paró y lo miró fijo. El viejo, azuzó al caballo y
siguió entre las hileras de los cafetos. La cosecha era buena y él, no quería
problemas. Igual la mulata siempre era la primera en sacar los mejores frutos y
cocinar para los hombres.
Pasó la cosecha y Adiela y
Laurencia, partieron con la niña en el carromato para el pueblo Paisa. En la
pequeña ermita le dio el monje rubio las aguas bautismales. La llamó Rocío y
era tan buena que apenas se movía en los brazos de la madre.
Llegaron al cobertizo de la casa
donde una anciana patrona le daba albergue. A cambio, ambas mujeres la cuidaban
día y noche. Espantaban alimañas y tristezas de la vieja. Viuda y sin hijos, se
enamoró de Rocío. Le rogaba a
Así iba creciendo, sonriente y
desdentada. Alegre, la mujer, le fue dando encajes y puntillas para que le
hicieran la ropa de domingo. No permitió que fuera al cafetal, esa cosecha.
Pero vino el otro patrón a buscarla. Un látigo, desgarró la piel morena y
sangró su pena. Doña Simona, enojada se empeñó en que la niña no fuera. A golpe
se llevaron a Laurencia. Adiela, ya por vieja, ya por astuta, se quedó junto a
ambas. Y cuidó con esmero la casa y a sus “niñas”.
Al regresar Laurencia, llegó
enferma. Una tos infernal, le carcomía el cuerpo. No podía dormir. El calor
agobiante la dejaba extenuada y sudorosa. ¡Es tisis! Dijo el médico que hizo
traer la dama.
Cuando Rocío cumplió cinco años, se
murió la madre. Y quedó como dueña de la alegría de la anciana Simona. Quien
llamó al notario y le exigió, que pusiera el cafetal y los maizales a nombre de
la niña.
Los años pasaron y se fueron
durmiendo las mujeres de la casa. Rocío, con quince años, era dueña del campo y
de la casa. Era
Un día vino un hombre con papeles
desde Bogotá a querer hacerse valer como dueño y amo. Rocío, como buena
“berraca” lo sacó a fustazos. Su “Chirrinche”, galopaba frenético entre los
mulatos y obreros, para que trabajaran. Un día se apareció un anciano que se
plantó y le dijo: ¡Patrona, soy su padre! No haga lo que le hicieron a la pobre
Laurencia. Parir entre los totumas y cafetales, mejor, baje y reparta agua,
debajo de los guayacanes… y Rocío lloró. Por ella y por su madre. Por Adiela y
Simona. Por todas las mujeres que sufren en la tierra.
Buscó al hombre que dijo ser su
padre, más nunca lo encontró.
“Berraca”:
mujer de mucho carácter, fuerte.
“Berriondo”:
hombre fuerte.
“Fique”:
licor o aguardiente.
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