Retumbó un gran estrépito en el silencio de la biblioteca oscura, entonces,
observé el gato blanco de porcelana de la dinastía Chí, estrellado en el mármol
azul. Una sombra lechosa penetró en la “boisserie” en la pared sur. ¿Escondía algún secreto ese trozo de
roble taraceado con nácar y bronce? Me sentía atrapada con terrible miedo. Nadie
acudió a observar qué había sucedido. Creo que quedó detenido en el tiempo, por
lo fugaz del espacio transcurrido, desde que llegué a la vieja estancia de la
familia paterna. Mis padres, se habían divorciado ocho años antes. Recuerdo que
ellos, me enviaban cuando tenían algún tipo de litigio, a convivir con los
abuelos. Todos los primos eran realmente odiosos con sus risitas irónicas y
extraño lenguaje que habían inventado para que no comprendiera. La abuela era
dulce y gentil, no podía ayudarme mucho ya que permanecía en una vetusta silla
de ruedas y no siempre podían bajarla al piso inferior. El abuelo Tomás no me
quería. Le recordaba el fracaso de su hijo. Tal vez, él, lo vivía como propio.
Corrí escaleras arriba y casi caigo
desmayada cuando tropecé con la prima Samanta. Tenía una pierna paralizada que
arrastraba penosamente por la gruesa alfombra turca. ¿Cómo llegó sin hacer
ruido hasta allí?; no lo entendí en ese momento, pero mi corazón estalló al
sentir su tibio cuerpo apoyado en la baranda de la escalera. Una mirada dura y
penetrante sostuvo la mía agónica. No pronunciamos ni una disculpa. Continué caminando
hacia mi alcoba y me escabullí vestida en el lecho, me tapé con el edredón
hasta que me dormí. Temblaba. Desperté transpirada, afiebrada, mas, el abuelo
exigía que nos concentráramos en la biblioteca, y por lógica obediencia fui. Luego
de repasar los sucesos de la víspera, esperé cautelosa.
El rostro adusto del anciano
presagiaba una tormenta de esas que dejan a los niños acosados por penas
inolvidables
Mi vida estaba signada por la dura realidad que me perseguía. Allí
encontraba sólo sentimientos hostiles. El viejo se plantó y con cara recia,
indicó apenas con un movimiento que me parara delante de todos. Su rostro era
de roca y sus enormes bigotes disfrazaban el rictus de desprecio que sentía por
la nieta de su hijo fracasado.
Trémula como siempre, esperé su
castigo. ¿Cómo decirle que había visto esa figura fantasmagórica? ¿Quién arrojó
al suelo el gato y desapareció entre las maderas que cubren las paredes de la
habitación? Fisgona, me dijo, con labios apretados uno de mis primos. Seguí
allí tiritando.
-¿Quién anduvo hoy por la biblioteca y quién osó tocar el Gato de
porcelana china?- Todos me miraron. Caí rotunda al piso. Desperté en cama.
Estaban observándome como a un raro monstruo.
Todos. La abuela me acarició la frente y
enérgica opinó que tenía fiebre altísima, que llamaran rápido al médico
y a mi padre. El abuelo rugió. Jamás ese hombre pisará esta casa. Mis primos
comenzaron a reírse sin dar muestras de
solidaridad. Nadie vendría en ayuda. Eso
lo sabía. Tal vez la abuela, si podía contradecir al esposo. Pero era casi
imposible. Me quedé dormida o no, mas, sentí la presencia de una mujer que
bajaba por las escaleras y se acercaba descalza hasta mi lecho. Trató de
ahorcarme con manos lívidas de enorme
venas rojizas. Los ojos brillaban
glaucos en las cuencas profundas.
Desperté tras varios días y escuché
la voz de mi madre. Había viajado desde la capital por el llamado de abuela. Me
abrazaba y yo sentí, por primera vez, que estaba a salvo. Tras dos días partimos.
Regresar a casa me curó. ¡No regresaría
jamás!
El otoño siguiente estaba en el estudio
de mamá, sonó el teléfono, contesté el llamado. El abuelo Tomás exigía que
viajáramos al campo. Me estremecí. Yo no quería volver pero el pedido era
estrictamente urgente. Mamá preparó el coche y viajamos esa misma tarde. Llegamos
a la madrugada. La abuela estaba muy enferma y quería vernos, a nosotros en
especial.
Me acerqué sin miedo ya que ella era
la única persona que me quería y yo la amaba. Estaba muy delgada y frágil. Tomó
mis manos y las besó muchas veces. El abuelo, que antes, no hablaba con mamá,
la tomó del hombro y le pidió que lo acompañáramos. La biblioteca estaba oscura,
un aire frío insistía en penetrar por cada resquicio. Se sentó. El sillón de
cuero negro era su refugio. Luego cerró los ojos y meditó lo que iba a decir. Comenzó
murmurando, luego su voz se fue haciendo fuerte y segura: “Señora...usted sabe que la vida ha resultado contraria a mis deseos de
caballero”- carraspeó, se notaba cuanto le costaba decir lo que tenía en su
mente- “Mi hijo, a quien le debo la vida
de María Amor, su hija, me ha dejado un doloroso legado. Relatar la verdadera historia es para mí una
terrible vergüenza”.
Mamá estaba muy nerviosa y bizqueaba
mientras buscaba una palabra para escapar de la situación. Me mantuve atenta
para huir si me trataba de tocar. El comprendió el terror que nos producía. Se
detuvo y por primera vez en mis doce años, lo vi sonreír.
María Amor,
señora Cecilia, no tenga miedo de mí. Voy a relatarles una parte de la historia
de nuestra familia que no conocen. Por las circunstancias que se avecinan deben
conocer. Acá, en esta sala hace exactamente veintitrés años, mi hijo cometió un
asesinato. Tu padre, pequeña, es un mal hijo y peor persona. Mintió a una joven
muchacha a quien enamoró y luego que trajo ella al mundo a una niña tan
desdichada como su madre, buscó la manera de deshacerse de la pobre mujer. Así
una noche de tormenta en que el ensordecedor ruido de truenos y de viento
huracanado, no permitió que alguien oyera o viera su acto, la trajo a la biblioteca y la encerró en esa
parte de la “boisserie” que entonces tenía una puerta escondida, que daba a un
pequeño gabinete en el que se guardaban útiles y herramientas de todo tipo.
Nosotros, mi esposa y yo, habíamos partido para un largo viaje que soñábamos
hacer alrededor del mundo. Tardamos más de ocho meses en regresar. El olor
nauseabundo había penetrado la casa y sólo era percibido por los perros de caza
que cuidaba el viejo jardinero. Él, desoyó los ladridos. Nosotros habíamos
licenciado a todo el personal.
Como había
quedado en venir poco o nada, el hombre, nunca advirtió el problema. Regresamos
inocentes. Apenas entrar y el horror nos aprisionó el alma. En principio
pensamos en él, caído y destrozado en el piso. Pero no vimos a nadie. Buscamos
con urgencia a la policía que tras rebuscar por toda la casa encontró el
cadáver de esa desdichada. Llegó tu padre como si no supiera lo sucedido y con
gran arte evitó las sospechas de los criminalistas. Supo esconder su maldad.
Cerraron el caso como un hecho casual. Creyeron que la joven había entrado a la
casa sola buscando valores para robar, había quedado encerrada allí, muriendo
sola y sin ayuda. Pero yo dudé de la explicación que nos daban. Desde entonces
y luego de tapar herméticamente el cubículo, ella suele en noches de tormenta,
atravesar la pared, romper algo y desaparecer por el mismo sitio. Un día, él,
nuestro monstruo, la trajo a usted
Cecilia y con usted a la niña.
Todos pensamos
que debíamos alejarla de esta casa y que ese ser abyecto que engendré había
cambiado por obra del amor. ¡Fue totalmente falso, pronto comenzó a golpearlas
y a manifestar su ira y crueldad! Mi amada Abigail, la abuela, quiere contarles algo. ¡Subamos!
La anciana reposaba en su lecho,
ya sin mucho tiempo. Tomó nuestras manos y nos dijo: “Cecilia, María Amor, no me animé nunca a decirles que Samanta es tu
hermana, pequeña. Un día bajo el influjo de quién sabe cuál circunstancia, el
espectro la empujó desde la balaustrada y quedó así, tú sabes, con la pierna paralizada.
Te hemos tratado mal para evitar que te pasara algo parecido. Ayer hemos
recibido un cable desde la
Capital, nuestro hijo está muerto. Alguien lo encontró
degollado en un cuartucho de hotel. Yo, a pesar de todo, lo he amado siempre.
Era mi hijo, mi único hijo varón. –un suspiro tibio escapó de su boca- yo lo he amado, les ruego lo perdonen.
Mamá salió y asomándose al pasillo,
señaló una figura que se desplazaba por allí. ¡Era la mujer que yo había visto
aquella noche! Detrás un cuerpo agazapado la trataba de tocar. ¿Era mi padre? Con
dedos agudos intentaba tomarle el cabello y una daga golpeaba y golpeaba el
cuerpo que se hacía añicos. Él era incorpóreo o casi, no puedo explicarlo.
La abuela cerró los ojos y se fue desdibujando en una especie de cordón
dorado que se elevaba con su imagen fluida en el rincón más ligero de la habitación.
El cuerpo yacía con una sonrisa impenetrable unida por el pecho al objeto
luminoso que se alejaba. El ruido de una pieza de porcelana estrellándose en el
pavimento de la biblioteca nos puso en alerta. Otro gato blanco de porcelana de
la dinastía Chí, estrellándose en el piso de mármol azul sin explicación.