La siesta caía como un poncho de metal caliente sobre la tierra. Solo se oía el pasar sostenido del agua por el canal que rodeaba la finca. El rumor de las hojas de los álamos y sauces, que crecían en esa vereda angosta desde donde se podía distraer agua para regar. A las perdidas se escuchaba un ladrido o algún trueno lejano.
Filomena pedía a los gritos ayuda, que logró pronto. ¡El Tobías se cayó al zanjón! Salió el Braulio con una zapa buscando el próximo tapón de derivación del agua. Pero allí no lo encontró. ¡Pendejo malcriado! Siguió buscando hasta bien pasada la tarde y nada.
Ya estaban los vecinos de los alrededores meta buscar y buscar. Salió la luna, que iluminaba poco, pero que daba cierta esperanza. Cuando se escuchó el motor ruidoso de un vehículo. Venía con Tobías hecho un guiñapo de barro, sangre y mocos. ¡Lo encontré en la toma de don Atencio! ¡Estaba medio ahogado!
A partir de
ese día en las siestas,
No hablaba ni jugaba como antes. Tenía pesadillas y de repente comenzó a no querer andar por entre los árboles o las hileras de viñas. Caminaba con cuidado, apenas pisaba la tierra y se detenía ante la mínima dificultad del sendero. De la caída le había quedado una suave renguera y una cicatriz en el brazo, a causa de una rama o lata que enfrentó en esa carrera desastrosa.
Llegó el invierno, entonces Braulio lo llevó a la escuela cercana. Entró con él, de la mano, casi arrastrándolo. ¡Tengo miedo, no quiero estar acá! Usted se queda, le guste o no, tenga miedo o no, de aquí sale como todos los “guachos” y yo lo vengo a buscar.
Otros chicos como él, se apiñaban en un patio de tierra regada y apisonada. Bajo un árbol, unos más avispados, jugaban a algo. Después conoció las canicas o bolitas de vidrio con lo que se entretenían los pibes. Una señora gorda y alegre, los miraba desde la puerta de una cocina. De allí siempre salía un exquisito olor a café con leche o yerbiado, y de vez en cuando aparecían una sopaipillas doradas y crujientes.
Tobías, se arrepintió de su protesta cuando lo dejó el Braulio. Allí estaba bien, más que bien. Pero… siempre hay un pero. Los de sexto, lo comenzaron a molestar…
¡Eh, “mojarrita” que tal estaba el agua del zanjón? ¿Tuviste miedo? Ahogado, muerto vivo, aparecido, fantasma… y se enojó. Se enojó tanto que traía arañas y hormigas rojas y se las ponía en la ropa o en el pupitre.
¡Este chico
es muy malo! Ya no son travesuras, ha comenzado a hacer maldades. La directora
quiere hablar con la madre. Y llegó
Al año siguiente, no tuvo banco, no le permitieron entrar. Eso fue peor. Una madrugada, se escapó y llenó de barro el frente del colegio. Esperó a los compañeros y les tiraba bosta del chiquero. Hasta que llamaron a un especialista en pedagogía y sicólogo escolar. El muchacho tiene un profundo enojo. ¿Algo ha pasado en su vida que lo ha trastornado? Y se cayó al zanjón y casi se muere ahogado. Desde ahí cambió mucho.
Tobías no se atrevía a decir las cosas que le decían los compañeros. Y se fue a la finca medicado. Dormía casi todo el día. Así creció. Ya no era un niño era un adolescente enojado. Ayudaba en la finca pero con tanta soledad hablaba cada día menos.
Una mañana llegó a la finca una señora muy joven, en su pequeño auto. Bajó y golpeó las manos. Salió Filomena y escuchó con la boca abierta que Tobías había sido elegido para ingresar en un colegio muy bueno que auspiciaba a chicos de campo. Detrás de un portón escuchó el muchacho y recordó los buenos años en la escuela, las sopaipillas calientes y el maestro de fútbol, será un desquite, pensó. Salió y saludó. La mujer lo miró con afecto. Vio al joven que la miraba y en sus ojos vio un brillo especial.
La vida de Tobías cambió. Llegó a un colegio donde cada chico podía leer cuando quería, el silencio les permitía incluso sentarse a escuchar a los ancianos profesores que con sabiduría les iba dando un abanico de propuestas culturales amplias.
Cuando regresó a su casa en vacaciones, era el Tobías de antes de caer al agua. Y ahora se atrevió a contar todo lo que él, sentía, lo que había sufrido y lo feliz que estaba ahora. Tenía dos amigos. Los maestros lo estimaban y le daban inspiración para ser creativo. Descubrió lo cansada que estaba su madre. Filomena, había cumplido apenas cuarenta y cinco años, pero parecía tener el doble.
¡Madre, ya
termine de trabajar en la finca! Venda y venga cerca de donde yo estudio. La
madre lo miró y le dijo: “No, hijo, es inminente que yo te deje solo”. Me han
detectado un tumor en la columna y sabe Dios si puedan curarme. Lloraron
abrazados. Yo la voy a curar. Esa noche quiso dormir junto a la cama de su
madre. Miró la luna y recordó la noche en que lo encontraron en
Pasaron meses. Sus instructores acopiaron notas y libros, asistieron a simposium y charlas. Ellos traían novedades que acrecentaban la posibilidad de salvar a Filomena.
Pero la vida es dura y la enfermedad indómita. Ella los abandonó. Su cuerpo sirvió para que otros afortunados aprendieran sobre ese mal. Y Tobías, es hoy un afamado especialista en tumores de columna. Y de noche sueña que va con su madre por las aguas claras de un canal alrededor de la finca.
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