UNA FAMILIA PERFECTA
Escuche sobresaltada la historia en boca de la anciana. Vivía debajo del alero de una antigua edificación semi demolida rodeada de cartones y cobijas hilachentas. Un perro de la calle y la dama escondida entre trebejos, acicalada y altiva.
Fue en una tarde de lluvia, la invité a mi café favorito en la esquina de Maipú y Sáenz, allí me miraron mal, se acercó el dueño y me pidió que me retirar o que se fuera la señora y me puse firme y le dije que era mi invitada. Como soy habitué se quedó tranquilo y aceptó a Guillermina.
Mientras devoraba un sándwich de jamón y queso con un suculento café con leche, comenzó a contarme su vida.
Señora, yo nací en lo que se dice cuna de oro. Éramos una familia muy conocida, vivíamos en esa casa de allí, ve, la de entrada para autos y jardines. Mi padre era contador de una empresa extranjera, mi madre era una refinada señora educada en colegio inglés, y éramos cinco hijos. Cuatro mujeres y un varón. Yo la menor. Renata tenía el privilegio de ser la que dominaba a todas nosotras junto a una institutriz. Juliana la del medio era solitaria y triste, siempre dedicada a los libros. Silvina era alegre y juguetona y mi hermano era vivaz y perezoso. Se llama Leopoldo por mi abuelo paterno. Era el preferido de mi padre.
Fuimos lo que vulgarmente se llama una familia “perfecta”. Crecimos mimadas y con buena educación. Papá se encerraba en el escritorio con mi hermano y hablaban sobre negocios, deportes y mil cosas, pero a las cuatro mujeres nos estaba prohibido participar, incluso mi madre, pobre, nunca pudo intervenir en las conversaciones de ellos. Mamá no sabía si en casa había dinero o negocios que la involucraran a ella. Fíjese que su familia le había dotado de dos estancias y un edificio de cuatro pisos con ocho departamentos en pleno centro, que mi padre alquilaba a terceros y mamá nunca vio un centavo de sus haberes. Siempre le retaceaba un billete si necesitaba para algo. Le decía deja esos temas para los hombres, no son cosas para mujeres y menos para ti, que nunca en tu vida tuviste que luchar en la calle.
Eso la hizo envejecer hasta que la consumió un cáncer. Falleció a los cuarenta y nueve años. Nos quedamos solas, si muy solas, mi hermana Renata nos ayudaba y trataba de remplazar a mamá, pero ellos, mi padre y hermano, cada vez nos trataban peor. Echaron al personal, a la institutriz y sólo quedó el jardinero y el chofer, que ya ancianos fueron falleciendo. Cuando Renata cumplió dieciocho años la casaron con un abogado de Chaco y se fue llorando a mares y nunca supimos de ella. Hace unos años, me contaron que cada carta o llamado telefónico era interceptado por papá y Leopoldo.
Juliana entró a las Carmelitas descalzas y no la vimos más ya que papá pidió que la llevaran al extranjero. Silvina se escapó a Uruguay donde se casó con un muchacho bueno que supe la había hecho muy feliz, tiene cinco chicos hermosos.
Cuando quedé sola en casa, supe lo que iba a ser mi vida. Fui cocinera, mucama y hasta hice de jardinero. Limpiaba los pisos y ventanas, lavaba y planchaba para los hombres de la casa que estaban impecables, ya que si hacía algo que no les gustaba me golpeaban con la fusta de un caballo que usaba mi hermano en los campos de mamá.
Una mañana muy temprano entré para limpiar el escritorio y encontré a mi padre en el suelo. Corrí a pedir ayuda en la calle y enseguida llegó una ambulancia y la policía. Mi hermano había ido a una de las estancias, era época de venta de ganado y cosecha de trigo.
Él, había caído muerto por un ataque al corazón. Me vi sola y con mil tareas que tuve que afrontar.
-¿La canso con mi relato?- dijo… puedo parar acá. ¿Me convidaría con otro café?- pedí dos cafés y ella continuó a un pedido mío.
Cuando Leopoldo se enteró regresó ofuscado y rugiente. Me maldijo diciendo que yo lo había matado. ¡Gracias a Dios, el dueño de la funeraria le dijo cosas que lo dejaron callado! La verdad era bien clara, yo no tenía la culpa de nada.
Pocos días después llegó un abogado con dos ayudantes. Allí me enteré la cantidad de propiedades que había comprado mi padre, los caballos de raza que tenía en las estancias, ganado vacuno del mejor y mucho dinero, dijo, que estaba en la caja de dos bancos de la ciudad. Todo eso tenía que repartirse entre las hermanas y el varón. Los hijos todo por igual recibiríamos como herencia esa cantidad de fortuna. Yo no podía creerlo. El abogado, muy amigo de mi padre, me dijo que llevaría a mi hermana a Chaco lo que le correspondía y a Uruguay a mi otra hermana. Las monjas no necesitaban recibir nada porque eran de una congregación de pobres mendicantes, y yo, ya se vería que me daban. Olía a cuento.
Y bueno fue así. Cuando con el secretario y Leopoldo fuimos a las cajas de los bancos, éstas estaban vacías. Y nunca pude hablar con mis hermanas.
Hace más o menos tres años, me encontré por casualidad con el empleado del banco que me contó que Leopoldo antes de ir conmigo, había quitado miles de fajos de dinero de las cajas, ya que tenía la clave y la llave, que papá le diera en vida. Luego que le dije a mi hermano eso, me echó de la casa con lo puesto. Por eso vivo aquí, frente a su puerta, para que cuando sale con su chofer y su familia me vean buscar comida en la basura. Él, da vuelta la cara. Bueno, no tiene cara.
El abogado me confió que mi querido hermano nunca les dio nada a mis otras hermanas. La familia de Leopoldo Lochan sale en los diarios, en las revistas de moda y cuando puedo, me pongo de poncho esos diarios y paseo despacio caminando por el frente de la que fue mi casa. ¿No le parece una historia fascinante?
Se irguió, saludo cortésmente y colocándose una foto de su hermano de una revista de moda y muy conocida como
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