jueves, 20 de abril de 2023

UN HOMBRE EDIFICA DOS SUEÑOS, UN RELOJ Y TRABAJAR HASTA LA HORA SIN REGRESO.

 


Ya no hay relojeros. Se puede decir que la industria ha terminado con los artesanos, los buenos artistas y orfebres. Caminé cuadras y cuadras buscando un relojero. Todos respondían que se habían ido, muerto o habían dejado de trabajar porque ya nadie usaba reloj. ¿Cómo pueden estar sin relojes? Yo tengo uno en cada habitación de mi hogar. Hasta tengo el antiguo reloj de mis abuelos que cada hora o media hora suena con su carillón avisando que el tiempo pasa.

Tampoco encuentro personas que arreglen artefactos. Compre, use y si se descompone, tire. Alguien lo reciclará, me dicen... para eso están los que en las sombras revuelven la basura y se llevan lo que pueden vender... ¡No me gusta! Esta forma moderna de desechar los objetos me duele. Cada cosa que he heredado tiene una historia, un recuerdo, una vida. Y pienso en mi vida.

¿Cuando esté cerca la "parca", me dejarán en un contenedor hospitalario para ver qué puede servir de este cuerpo que hoy palpita, sueña y ama?

Un hombre en un kiosco cerca de la catedral me dijo: "Conozco un relojero por la calle Belgrano, cerca de San Telmo, que todavía arregla y fabrica piezas de reloj". Casi le beso las manos. Me dirigí a esa zona, pregunté y una señora me miró con curiosidad y me indicó en dónde lo podía encontrar.

Seguí las indicaciones y llegué a una casa antigua, con una pátina de color ceniciento y rosa, la verja enredada con un jazmín de flores perfumadas. ¡Bello! Golpeé y al rato apareció un anciano. Alto, casi transparente, de ojos azules y mirada hermosa. ¿Es usted el relojero? Me miró con curiosidad. Sí, soy yo. ¿Qué necesita?

Arreglar el reloj que era de mi abuelo. Lo compró en mil novecientos apenas ingresó al país. Venía de Italia, anduvo perfecto hasta un mes atrás y no conseguía un relojero, dije. Abrió con desconfianza la reja. ¿A ver, qué trae?

Le mostré la pieza. Se quedó extasiado. ¡Es una joya, pase!

Cuando ingresé al taller, vi un mundo de relojes que estaban vivos, cada uno en hora, con sus piezas intactas. Parecía un museo. Me miró y señalando los relojes dijo: ¡Ya nadie los quiere! Se me corrieron las lágrimas por la cara sin vergüenza. Yo los amo, dije.

Me tomó el reloj y se colocó una lupa en un ojo y lo abrió. ¿Sabe, se ha metido una pequeña mota de polvo y pelusa? Pero no es grave. Este reloj tiene... 123 años, y está impecable. ¿Quiere venderlo? Yo sentí una puñalada en mi alma. No, lo amo. Era de mi abuelo.

Bueno lléveselo, alguien lo venderá cuando usted se muera. ¡Fue duro! Pero tenía razón. ¿Quién lo querría como yo en la poca familia que me sigue? Tal vez alguna de mis nietas soñadoras o el hijo de un primo que colecciona cosas antiguas... Por lo demás, ahí estará sobre mi cómoda y me acompañará hasta que cierren la casa con mi partida.

¿Qué será de nosotros cuando pase el tiempo y de aquellos objetos que nos acompañaron desde la niñez? Y los relojes siguen andando y el tiempo inexorablemente sigue su curso y cada día, cada año, nos vamos alejando de nuestra propia historia, junto a nuestros amigos que serán recuerdos en alguna vidriera o en un museo.

 

 

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