jueves, 20 de abril de 2023

DE LA NOVELA TANGO ROJO

 TANGO ROJO

Capitulo 1

 “Para eso quiero la revolución, para desatar gigantes y potencias”  Solicitada Juan Pérez

 

   La hermosa ceremonia no comenzaba hasta que llegara el señor presidente con su comitiva. Siempre ocurría lo mismo, había que esperar. El tan soñado regreso del presidente electo, del destierro sacó a los viejos ocultos que seguían la doctrina. Su sonrisa era inconfundible. Sus manos, con manchas de color oscuro acongojaban a quienes deseaban la inmortalidad.

   Llegó con su nuevo traje en lugar del uniforme que lo hacía ver más imponente, pero los años habían hecho estragos en su salud. Su nueva compañera, varios pasos atrás, apoyada en un hombrecito gris, de aspecto zorruno que observaba con astucia a los presentes, catalogando a los reales adictos y a los hipócritas, sonreía sorprendida por la suma de caras desconocidas a las que literalmente temía. El secretario, como lo llamaban, hablaba al oído de la señora para susurrarle apellidos, grados o cargos que ostentaban algunos personajes que la saludaban.

Muchos habían viajado a la casa en su refugio del exterior para suplicar apoyo, llevar comentarios y como espías, pero siempre hubo un servicio de control para conocer quién era quién, en ese ir y venir de arrivistas. Había que cuidar al anciano jefe. Él, era el hombre.

                 Hacía calor y a pesar de los ventiladores que taladraban con ruidos dispares desde los techos, sólo removían el aire caliente y húmedo. El grupo de representantes del gobierno se apretujaba junto al gran escritorio, donde se firmaría el despacho de los nuevos subtenientes. Un verdadero enjambre de mozos con bandejas, hacían piruetas entre los asistentes para llevar jugos y refrescos, vino y champagne; otros con pequeños bocados deliciosos retrocedían frente a verdaderas emboscadas de manos que arrebataban hambrientas los minúsculos canapés. El murmullo apagaba la música que desde la galería exterior intentaba un grupo de músico serenar los ánimos.

                El plantón era inevitable y todos sabían que tendrían un largo y extraordinario día. La espera valía un millón de esperanzas.

                 Esa mañana, Delfina se había despertado muy temprano, no salía el sol y un suave resplandor movilizaba a los adultos en la casa. Ella y Gabriel, tenían listo el uniforme de gala y el traje, único blanco, que estaba dentro del protocolo que exigía ese acontecimiento para ella. Salieron hacia el Edificio del Comando, cuando asomaba un anillo rojo en el horizonte.

El edecán de turno, estaba sofocado por el grupo de fotógrafos y periodistas, que pujaban por tener la nota más próxima de la firma de los diplomas por el Hombre. Se acercaba el medio día y ya pasado el Te Deum, las fanfarrias, discursos y salutaciones, era imposible no sentir la canícula que no respetaba a nadie. El grupo mostraba un cierto cansancio y mal humor oculto para  aparentar estar felices. ¿Quién iba a ser tan descortés y darse a los ojos de la comunidad tal cual sentían? Hipócritas, mantenían una sonrisa amable y benigna. Eso era lo esperable por las circunstancias.

Atrás, en segundo plano, las esposas de ministros, militares, asesores y los padres del grupo de jóvenes graduados, se movían y murmuraban impresiones. El calor era insoportable. La humedad del día presagiaba una gran tormenta. Entre grupo de señoras, Delfina, parecía una flor marchita. Su hermoso trajecito de hilo blanco parecía un trapo viejo y ajado. Sacó de la cartera un almanaque y se dio aire. Recordó que dejó el abanico sobre el tocador y olvidó que siempre era necesario en esos acontecimientos.

Cada mujer observaba con discreción a las que tenía cerca. Miraban ropa y calzado, alhajas y peinados. Unas por curiosas, otras para copiar y otras por envidia. Hembras al fin, tendrían mucho para chismorrear entre amigas y familiares por unos cuántos días y semanas.

Delfina había dejado los chicos con María Clara, su hermana. Imaginó el ruido en casa, y el derroche de agua en las canillas. Sufrió pensando en los vecinos que sólo en la noche conseguían juntar en los tanques el precioso líquido. Cada año se construyen más viviendas y monobloques en esa zona, pero no agrandan las cañerías y atanores maestros, ni hay más agua potable disponible. Sufría cuando al querer bañar a los niños solo salía un hilo de fluido de los grifos. ¡Los chicos todavía no entienden que deben cuidarla! Pensaba sin oír otro de los discursos que expresaba un embajador de algún país que ella no conocía.

 ¡Pobre María  Clara, con sus veinte años y sin experiencia, los chicos la estarían volviendo loca! La gente aplaudía. Comenzaban a moverse. ¡La empujaron hacia un costado y quedó semi-sepultada entre dos señoras gordas que lloraban! Rezó pidiendo que se terminara rápido todo. Ese día, quería, llevar a los chicos a la quinta de su amiga Cecilia. María Clara y con sus cuatro niños y los seis de Cecilia, tomarían un poco de sol. ¡Pensar en la pileta de la quinta, en la frescura de los árboles y en un poco de tranquilidad, la llenaba de gozo! No exigía mucho la habían preparado para aceptar la vida como se presentase, pero siempre la mujer joven sueña y espera algo mejor.

 

Alguien la volvió a empujar y quedó junto a dos oficiales de marina, que la miraron con cierta ironía. ¡La próxima vez le diría a Gabriel que ella no lo acompañaba más a esas tediosas ceremonias! ¡Pero cómo no lo iba a acompañar, si él era tan bueno y siempre le daba los gustos!

            Cuando pudo se acercó al grupo de esposas de oficiales que ella conocía. La recibieron con algunas sonrisas y comentarios intrascendentes! Como siempre aburridas y preocupadas por no poder estar cumpliendo con alguna tarea familiar.

            ¡Pensar que ella era una chica culta y preparada! Siempre que se juntaban, terminaban hablando de lo mismo: Embarazos, partos, traslados y mudanzas.

            Cuando tenía trece años, viajó con su madre y hermanas a Europa. De acuerdo a la idea de su padre una joven debía tener una educación acabada y entre esas premisas, era imposible no hablar Inglés y Francés, viajar a Europa y tocar el piano.

                                                              Su estudio de piano, fue un suplicio. Odiaba a la Srta. Clotilde, que le pegaba en la espalda, cuando no se sentaba y ejecutaba bien. ¡Era un pequeño y duro golpe con una varilla de Sauce! Vieja loca y malvada, pensar que por ella no había aprendido nunca. Y ahora escuchaba a Richard Claydermann y moría por imitarlo.

            Le estaban preguntando por sus chicos. ¡Bien, creo, que los dejé bien estoy segura! ¡No sé ahora cómo estarán, son cuatro, alborotan y juegan! No podía soportar, ese calor húmedo y la gente que la apretaba y empujaba. Trató de localizar a Gabriel. Lo vio a lo lejos con otros oficiales de mayor rango. Intentó de acercarse, para decirle que quería irse. Cuando llegó junto a él, le estaban preguntando algo y no le prestó atención.

            Le tomó la mano y le susurró que se iba. Eran las quince treinta y minutos. Él, distraído, le entregó las llaves del coche. Le dio un ligero beso en la frente y siguió hablando con sus “superiores”.Delfina saludó a algunas señoras conocidas y salió al pasillo lateral. Allí había un grupo de soldados, que reían distraídamente. Les preguntó dónde estaba el baño y medio desorientados  le indicaron sin precisión. Siguió por otro pasillo casi desierto. Llegó a un recinto donde había una puerta, que no le dejó dudas. Entró, el baño. Estaba limpio, impecable. ¡Gracias a Dios! Y fresco.

            Orinó. Se quitó la chaqueta del traje y se refrescó. Se retocó el maquillaje y peinó;  Cuando miró la hora, se dio cuenta, que hacía desde las  ocho que estaba de pie. Tomó una aspirina. Eso le calmaría el dolor de pies. Sintió consternada que las sandalias de tacón le apretaban y había anulado con la mente el dolor. Salió al pasillo, y siguió buscando una salida del lugar hacia donde dejaron el coche.

            Cuando estaba en la calle, vio unas cabinas de teléfonos públicos. Buscó en su cartera y encontró fichas. Gracias a Dios, tenía la manía de  tener de todo en la cartera. Siempre se reían de su costumbre de tener cosas insólitas en la cartera pero la sacaban de apuros y ella, no era de las mujeres amigas de pedir ayuda y molestar.

            Educada con rigidez y sobriedad, sabía que tenía que salir sola del paso, en cualquier circunstancia. Marcó el número de teléfono de su casa. En medio de un griterío se escucho la voz de María Clara.

-¡Hola! ¡Chicos silencio que no escucho nada!

-María Clara, soy yo, Delfina, mirá prepará a los chicos que yo espero llegar en media hora y nos iremos a la quinta de Cecilia en el Tigre.

-Delfina, ha venido el mecánico del lavarropas ¿Qué hago?

-Decile que lo arregle, yo voy enseguida y le pago.

-¿Vienen con Gabriel? ¿Comieron algo?

-No, voy sola y no tengo deseo de comer, de todos modos, tomaré algo de jugo de naranja o leche, Cuando llegue. ¡Prepará sándwiches y fruta en una canasta!

-¡Te esperamos! ¿Llegarás alrededor de las dieciséis quince o más tarde?

-No más de las diecisiete. Besos a los chicos y que se porten bien!

El diálogo se cortó e inmediatamente, Delfina salió de allí a buscar el coche entre los autos estacionados. El Peugeot bordó brillaba al sol. Parece un horno. Abrió la puerta y trató de airearlo. Se sacó la chaqueta, pero se dio cuenta que le impediría quemarse con el asiento y se la colocó nuevamente. Puso el auto en marcha y esperó un rato como le indicaron Gabriel y el mecánico.

 Salió con dificultad, de entre ese cúmulo de coches estacionados. Junto con ella salieron otros coches. Enfiló por la amplia avenida. Colocó un cassette de Roberto Carlos. Buscó una calle lateral más fresca y arbolada. Con todas las ventanillas abiertas el coche estará menos caliente. Y se perdió por un enredo de caminos que rodeaban la zona.

No había ningún retén militar pero no le puso atención.

 

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