EL
VIAJE EN TREN.
El vapor helado desgajaba en los labios
morados un tiritar descontrolado en Uladislao.
Su
gruesa barba roja se deslucía entre los rojos amoratados de la piel. Los ojos
pequeñitos escondían el terror de su huída. Temblaba con el clima infernal. No
hablaba para no mostrar el rostro y para no morder las palabras en los labios
duros. La pipa parecía un estricto faro en el amanecer azulado. Pequeñito el
fuego transmitía el olor rústico del tabaco negro. Las manos trajinaban en los
bolsillos muertos del largo abrigo negro. Apenas unos rublos representaban su
esperanza. El futuro era oscuro. En el lejano horizonte el sol anaranjado
sostenía al día. Miró a los bultos que se apretaban junto a sus fardos
malolientes. Eran hombres y mujeres apilados en una montaña de mentiras. Allí
no había un sólo espacio para la esperanza. Se irguió un cuerpo acercándosele
con la mano estirada. Murmuró en sórdido ruso un pedido,dame tabaco. Escupió en
el grasiento entablonado pestilente. El
escupetajo cayó entre las viejas botas. No atrevió a negarse. Sacó de su vieja
caja de ámbar una porción de tabaco. Le quedaba poco. Sabía el valor de lo que
estaba entregando. Nada podía hacer. El sombrío campesino le tocó el hombro con
unas manos atroces. Era la manera de comunicarle su alegría. Un rugido agudo
atravesó el espacio. La largas lenguas de tierra nevada postergaban el paso del
tren. La dificultad era abrirse camino entre la pesada carga de nieve sobre el
hierro fatigado. Los rieles eran lo único visible en el campo. Una mujer
arregló su pañoleta y mostró una herida aún sangrante. Era otra desplazada por
el régimen. La guerra irreverente la despojaba de su vida.
De pronto en medio del bramido de los
frenos el coche se detuvo. La gente chocaba con las maderas hasta crujir los
huesos. Un silenció apretó las gargantas agrias. Uladislao apretó la mandíbula.
Sonaron sus nudillos anunciando pelea. Ascendió un soldado desarrapado. Famélico
comenzó a pedir comida y tabaco. La mirada torva amenazaba...pero el frío le
daba una imagen cómica. Una matriosca le pasó algo de pan y queso agrio. Un
viejo le alcanzó una botella de vodka ordinaria. Él le puso una pizca de tabaco
en un papel y con manos trémulas se lo acercó. Satisfecho el muchacho,
agradeció sin pedir papeles. Se detuvieron como una hora. El sol insuficiente
atravesó la esperanza de recuperar calor. La soledad envolvía al puñado de gente
atormentada. El tren no se movía. El frío cada vez más intenso comenzaba a
transformar los cuerpos en tallas de piedra. Comenzó a nevar. Uladislao se
asomó por una tabla rota de la puerta. Los soldados ayudaban a los maquinistas
a sacar de las vías cuerpos congelados de campesinos. Saltó a la tierra helada
y comenzó a arrastrar cadáveres. La sangre negra señalaba el lugar exacto de la
herida. Huellas de color granate marcaban el camino al exilio de las víctimas.
De pronto un ruido atronador trepó en su mente.
Despertó en el vagón aterciopelado del
" Transiberiano". El viejo coche había dejado de moverse en la
campiña. Miró el reloj de oro que colgaba de su chaleco. Eran las doce del
medio día. Algo extraño estaba ocurriendo en el convoy. Era el tiempo de los
cambios en la nueva Rusia. Se acercó un joven ayudante de mirada atenta. Con el
uniforme desgastado. Limpio. Pidió disculpas. El ferrocarril estaba detenido
porque en la nueva organización, el estado, no había pagado la deuda de energía
y habían cortado el flujo eléctrico. Deberían esperar muchas horas. El opulento
empresario, Uladislao Spietovky, salió por los pasillos hasta el coche comedor
buscando alguien con quién compartir su buen tabaco americano y una charla
entretenida.
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