VIAJERO
Cabalgaba
con el brío de su fuerte espíritu
atravesando la verde pradera. El sol golpeteaba su rostro y pequeñas briznas de
pasto se hincaban en su piel como ínfimos alfileres vegetales. Ingresó al
bosque que frente a él, lo invitaba a apurar el galope. Evitaba las ramas que
sobresalían de los árboles y brezos, algunas pegaban en su frente cuando no
podía evitar su roce. El gozo le hacía cerrar los ojos y minimizar el calor y
el sudor le corría por la piel. Siguió apretando las riendas y gritando de puro
placer, logró ver a la distancia el antiguo castillo abandonado, luego saltaron
la valla y entraron en el campo prohibido de los añejos monjes cartujos. Aún se
olía el penetrante olor del humo cuando fue incendiado por las hordas de vagabundos
contrarios a los clérigos. A la
distancia escuchaba el ruido de las caballerías de los señores que defendían al
rey. Atravesó un pueblo y la gente le gritó toda clase de insultos al romper
sus toldos en el mercado, desparramar los animales expuestos para la venta y
molestar a los parroquianos que bebían sus jarras de “ale” y manoteaban sus
menguadas pitanzas domingueras. ¡Qué enorme placer! Sentía el aire sobre su
cuerpo como el alegre murmullo de un aleteo de aves en vuelo.
-¡Vamos
Jonathan, tenemos que continuar con nuestro trabajo!- La voz despertó su furia.
Las fuertes
manos y brazos de su ayo, lo levantaron del antiguo caballo de madera y lo
sentó en la silla de ruedas para alejarlo hacia el ventanal de la biblioteca.
Se esfumó
el sueño y la alegría. Tomó otro de los libros de un estante y comenzó a leer
mientras una impertinente profusión de lágrimas, empapaban su ropa.
El viejo
caballo de madera, sintió un profundo dolor en el corazón. Él, soñaba junto al
muchacho con una vida de verdad y esperaba ansioso cada viernes por la mañana
que viniera el amigo a prestarle los sueños de mágicas historias de caballería.
Se apagaron las luces y el silencio ocupó el salón. Jonathan, sabía cómo
palpitaba el corazón del animal porque como el suyo, era idéntico.
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