El castigo será cruel. Piensa que el padre supone que
siempre será el dueño de su vida. Si advierte que ella tiene un secreto se
volverá loco.
Suenan las campanadas del reloj de carillón que preside
el salón. Es una herencia de los abuelos y le temo. La abuela nunca pudo
imaginar que, atraviesa con el sonido cada instante de dolorosa soledad en esa
casa. Otra vez se ha escapado. Se desliza por una breve brecha que se abre
entre la puerta y el cancel de cristales profusos.
Su padre, el que la ha criado, es un hombre cruel,
egoísta y no permite que las “mujeres” de la familia vivan nada sin permiso.
Cosa que nunca da. Ya ha cumplido treinta años y ligera de emociones se permite
una pequeña locura. Simple cosa para sobrevivir al personalismo férreo que
incrusta con todas sus manías. Fóbico e irracional fue viendo nacer canas en el
cabello castaño de la muchacha que adoptara al casarse con Julieta, su madre
viuda.
Ella sin carácter dejó hacer a despecho de crueles
pláticas de amigos y ex compañeros. Su
padre muerto en combate ya no era sino sombras. Ligera de emociones nunca tuvo
la oportunidad de hacer con libertad una vida.
El tiempo puebla su piel y su figura con marcas casi
imperceptibles. La mirada celeste es un lago profundo de nostalgia que se va
cubriendo de tristeza. Inventó tantos sueños como su inteligencia le permitió.
Ha leído en el periódico la existencia de una academia de danza y su
mente cabalga por el precioso valle de la esperanza. Inicia así la aventura de
escaparse a la hora más intensa de la noche. Chirria el piso de madera y su
gato maúlla alborozado cubriendo su pisada. Ella queda paralizada. Nada. Sonríe
agradecida al felino que ronronea sin alarde entre sus piernas. Su padrastro
ronca y el ritmo de los pulmones anuncia la profundidad del sueño. Se desliza
por la alfombra en sombras hasta el pie de la cama. Desabrocha el abrigo y se
desploma sobre las formas femeninas una larga camisa de seda azul que la envuelve
como enorme pétalo de lirio. Sus piernas blancas resaltan el nacarado de la
piel desnuda. Recuerda asombrada y palpitante las palabras de su joven
profesor.
“Abril, la nube azul de tu camisa traba tus lindas piernas que como dos
rosas blancas acarician el suelo” Riéndose siguió dando vueltas y vueltas en el
mármol blanco donde aprendía a deslizarse como una libélula. En su pecho cayó
una lágrima de felicidad. Sintió por primera vez el sabor agridulce de ser
mujer. De ver en los grandes espejos que aun podía palpitar, no con ese hombre
que carecía de masculinidad pero que sí tenía el sentido estético exacerbado.
Ya en su
dormitorio se deja llevar por el recuerdo. Se mira al espejo y éste le devuelve
la imagen de una muchacha que tiene aún una buena figura. Se recoge el cabello
entrecano, y corona su frente con una guía de flores de seda. Cuando alza la
vista siente la cachetada que la tira sobre el piso de la habitación. Un hilo
de sangre comienza a brotar de su labio inferior. El sabor de sangre la empuja.
Toma su abrigo y como puede se incorpora. Camina hacia la puerta de salida. Lo
último que oye es una palabrota de la boca siempre grosera de su padrastro y
sale envuelta en la camisa azul y sangre. Afuera la espera la vida.
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