Apoyó la mano
firme sobre la baranda fría de metal y logró quedarse quieta. Sentía mareos por
el vaivén del barco. Sacó la máquina y comenzó a filmar la puesta de sol más electrizarte
de todo el viaje. El mar embravecido, agitaba el buque; tenía el color negro y
aciago del destino de su amor prohibido. El oleaje bello e inescrutable, lo penetraba
todo y sólo el rojo fantástico del sol poniente, como caprichoso farol, ocupaba
el horizonte, a estribor. Cuando no quedó sino el chasquido del agua contra las
enormes murallas metálicas del barco, caminó lentamente, buscando el refugio obsceno
de su camarote donde la ansiedad del amante la esperaba.
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