Le
costó un sin fin de tiempo ingresar. Era un mundo oscuro y lleno de
imperfecciones. Sólo a él, se le ocurría penetrar el círculo maligno de los
guardianes. Lavó su bonomía e introdujo un dejo de cinismo en cada frase, en
cada acto concreto de su tarea. Tenía que ganarse a sus compañeros de trabajo,
ahora, también sería un odiado hombre de las mazmorras oscuras del régimen.
Todo había sido una estrategia desde la noticia en el periódico. No recordaba
sino la primera vez. Nunca antes asistió a un lugar así. Su amigo, tímido y
sencillo, le pidió que lo acompañara al teatro. Su enamorada era bailarina y le
pedía que fuera a ver su desempeño. ¡Claro, alquilaron ropa adecuada! Cuando
llegaron y vieron a la gente que se agolpaba frente a las enormes puertas, se
dieron cuenta que todos eran un poco iguales. Ropa anticuada, remiendos,
arreglos para agrandar o achicar lo conseguido en ferias o tiendas del
mercadillo del usado. Sonrientes penetraron el salón lleno de bellísimas arañas
de cristal que colgaban de cordones de seda, brillando como fuegos
artificiales. Cegados con la luz, asombrados por el rico alfombrado y los
decorados en oro, se ubicaron en las butacas que una anciana seca, les indicó.
Allí se sintieron excitados y eufóricos. De pronto la oscuridad y como alas de
mariposas rojas, el gran telón dio paso a la imagen más bella que hubieran
visto.
Un
rayo de luz caía a pleno sobre la frágil figura que envuelta en tules y
transparencias, sobre unos largos pies rosados de seda, apenas movía los brazos
y manos como prolongaciones de un ángel a punto de echar a volar. Un raro
amanecer de pequeñas sílfides se deslizaban apenas por el oscuro fondo. Eran
pájaros, cisnes, ángeles, viento iluminado y blanquecino, eran pétalos de
flores... y la música envolviéndolos hasta dejar a cada uno de los allí
presentes como alucinados. Entró con una fuerza un caprichoso príncipe de
umbroso traje apretado, que con vuelos y saltos de tirano, se aproximaba a
elevar el cuerpo de la ninfa. Quiso ser él, quiso trasmutar con ese hombre que
aventaba a la diosa. Una avalancha de pasiones se cobijó en su espíritu. Estaba
ebrio. Sus pupilas dilatadas seguían azarosas los revuelos mágicos de las
bailarinas. Las pequeñas florecitas que cuajaban la frente del arcángel de
cabellos prietos, las pequeñas alas como élitros de insectos acuáticos que
salían de la espalda le transportaron a un mundo de nigromancia inesperado en
su vida simple. Allí decidió el destino, su futuro.
Los pies sangraban debajo del la suave seda
de las zapatillas de punta. La madera después de horas y horas de ejercicios,
le habían provocado heridas. Su cuerpo estaba desencajado y mustio. ¡Pero era
el gran estreno! Su rostro, siempre pálido, bajo una capa de cosmético
aparentaba serenidad y gozo. Le dolían los brazos y las piernas. El estúpido
Sergio, su partener, con un típico
ataque de histeria, se había enojado porque las luces no eran suficientes para
él. Ella apenas le hablaba. Lo había descubierto hurgando su bolso en varias
oportunidades. Un día le faltó una zapatilla para hacer “Gisselle” y la
reemplazaron por Tatiana. Sergio y se moría de risa. Otro día la dejó caer en
el momento en que debía sostenerla para una de las coreografías. Ahí, lo
sacaron a él y le dieron tres meses de inhabilitación. Su maestro había
observado que lo hizo adrede. Volvió calmado, pero agresión tras agresión, ella
se cansó y pidió que la trasladaran a otro teatro, uno de provincia, más
pequeño y menos importante pero en el que estuviera cómoda. El compañero prometió
no molestarla más y cumplió. Allí con la orquesta a pleno, con el aliento
sostenido de cientos de personas se olvidó de todo y bailó con el amor que
despertaba en su interior la música.
Aniella sintió el doloroso golpe de un afilado tablón
sobre su hombro. Cayó descolgada en su frágil cuerpo. No escuchó ningún sonido.
Sí, sufrió al ser arrastrada por el áspero pavimento de madera astillada. Su
piel delicada, blanca y desnuda, se mutó en un alfiletero de morados diversos.
Sangraba. Por los dedos caían gotas de sangre y de su oído un hilo deforme de
color rosa pálido que tornaba a rojo se desparramó indecente por el suelo.
No
veía, cuando despertó, los párpados hinchados le impedían ver. Se acurrucó en
su rincón. Allí olía a humedad, sangre, orín y excremento humano. Su suciedad
pegada al cuerpo le produjo un vómito. Estaba exhausta. Se desmayó, otra vez se
desmayó.
Al trasponer la pesada puerta metálica,
Servando quedó ciego. El habitáculo era el mismo infierno. El hedor lo
envolvió. Un animal enroscado en sí mismo, yacía vuelto hacia la pared de
espaldas a él. No había ni un resquicio de luz. Apenas pudo poner un pie en el
frío pavimento, algo le atrapó el tobillo. Su bota de cuero, impidió que un
ofidio humano le inoculara su ponzoñosa ira. De un salto salió hacia el
pasillo. A gritos llamó pidiendo asistencia a
un compañero. El golpeteo de varios tacos sonó en el pasillo. Un ruido
metálico abofeteó los oídos acostumbrados al silencio.
Iluminaron con un potente
farol la figura exhausta. Allí aferrada a sus piernas una joven desfigurada se
enroscaba en sí misma. Desnuda, pálida y ferozmente agresiva, saltó sobre los
cuerpos indefensos de los hombres. Alcanzó a morder a Servando, turbado
trastabilló y cayó ensangrentado. Entre los labios un trozo de piel colgaba
triunfante. Unos ojos extrávicos incrustaron dementes la felicidad de poder en
el horror de los guardias.
El piano
amasaba el pálido resplandor del fuego en el hogar, donde Chopín adormecía a la
muchacha. Mañana era el gran día. Estrenaban “Sílfides” en el exitoso teatro.
Una muchedumbre se había agolpado en las ventanillas para poder tener el
privilegio de ver bailar a la
Gran Baltilda , la más grande bailarina del siglo. La habían
encontrado en el sismo de 1982, siendo casi un bebé, y sus dotes fueron
emergiendo a la simple mirada de las mujeres rústicas del orfanato público. Un
día la observó un médico que había llegado allí para hacer una investigación y
cargó con la niña. Así como nacen los milagros, nació su magia. Ahora tenía el
apoyo de toda la parafernalia política del sistema.
El
gran salón iluminado con diez mil luces y cristal, repetía la risa y el
desparpajo fiestero de un público exultante y eufórico. Cuando en el gran
plató, luego de silenciarse las luces, apareció el grupo de bailarinas en su
hálito de blanco efímero. Plumas, gasa, tules y etéreos movimientos
adormecieron el espíritu del teatro. Aniella danzaba improvisando un pass de trois y tras de sí, una constelación de bailarinas
la rodeaban y la elevaron hasta sacarla del plató. Bailó como lo que era, una
diosa descomunal. Unica en su género.
Había
llegado a Europa de la mano de Liwchensky, el mejor coreógrafo del balet
soviético. La presentó a un sin fin de grandes maestros y entre los más audaces
apareció un hombre que la envolvió en regalos y palabras de amor. La reclutó
casi sin que ella se diera cuenta para sacar datos desde el país en que vivía,
bajo una mano fuerte del más temido dictador. Y ella loca de amor entregó
cartas y mensajes cifrados. Así un día la sorprendió la la policía secreta del
tirano y...
Las botas
nuevamente arremetían con el frágil cuerpo. El silencio roto por la respiración
del hombre, conspirando para salvar ese ser ahora amorfo, se contrajo en un
enorme esfuerzo. Alzó a la mujer y la sacó del cubículo inmundo. Un aire limpio
y sano acunó el cuerpo de la bailarina. Desnuda, silenciosa y aterida, Aniella
se abrazó a su carcelero y superó las infranqueables puertas de la cárcel.
Vuelto a la libertad, él sabría como
devolverla a un mundo nuevo. Su amor no sería postergado por nadie. Aniella, su
Aniella seguiría siendo su Sílfides para siempre.
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