Prácticamente se tiró del tranvía. El aire arremolinó
el faldón del sobretodo en el que brillaban gotas de lluvia. Un chubasco
pasajero había llenado de sombra la ciudad. Densos nubarrones complicaban el
cielo y los pocos transeúntes que intentaban llegar a la estación de tren, se
empujaban para atravesar las calles anegadas.
Fikret, no escapaba del resto de los hombres, que
cansados y hambrientos, esperaban el vagón que los llevaría a su pueblo. Había
cumplido treinta años. Había cumplido también, con el honor de hacer el
servicio militar como guardia al padre de la Patria. Pensó en Atartuk ese
genio que había consagrado su vida al pueblo turco. ¡Bendito sea ese hombre!,
pensó. Llegó el tren y trepó. Se fue acercando hasta el asiento por donde vería
a la muchacha que subía todos los jueves a la misma hora. Siempre vestida de
color granate con la cabeza cubierta con una hermosa manto de seda negra.
Era turca, seguro, como él. Lástima que no era un
hombre religioso. Ella se notaba que lo era. ¡Bueno, como todas las mujeres
decentes! Se abrió una brecha y la vio sentada en un asiento con un niño en
brazos. El corazón se le estrujó. La mirada profunda de sus ojos tristes, se
abrocharon a sus ojos claros. Desvió la vista. No quería que lo viera llorar.
Se alejó hacia otro vagón. Encontró a Asam, su vecino.
¿Cómo está tu padre? Menos mal que podía distraerse hablando de la vieja hernia
del anciano. ¿Operarse, nunca, sabes? Viene la cosecha y la viña es vieja,
tiene que cuidarla más que nunca. Se distrae. Mira el andén y la ve, a ella, de
la mano del niño. Camina vestida de negro. No es extraño. Las mujeres
musulmanas siempre visten de negro. ¡Qué ganas de hablarle!
El niño cae en un
charco, ella lo alza en brazos y desaparece. El tren vuelve a moverse. El
pueblo está cerca. Doce kilómetros apenas, es bueno y normal que viajen en
busca de un sueldo fijo los vecinos. La tierra ya está muy gastada. Asam lo
saluda y se despide, dándole saludos para Emel, su esposa. Ella cuida la casa.
Los niños juegan sin saber la pasión que siente su corazón por la otra
muchacha. Emel, tampoco sabe. Sólo ha notado que Fikret ya no canta, come poco
y está siempre distraído. Sus padres observan en silencio el humor del hijo.
Preguntarán a Zarife, su hija menor si ha pasado algo que ellos no comprenden.
El anciano
solicita que el hombre le ayude en la faena de la pequeña heredad. Ha plantado
zapallo y ha vendido la semilla a un proveedor de Ankara. No alcanza lo cobrado
hasta la vendimia. Y ahora esa lluvia provocará que se enferme con hongos el
mínimo lote de vid.
Fikret ha buscado en la ciudad un especialista para
indagar sobre otra manera de cultivar las viñas. El vino que hacen es agrio y
nadie quiere vino agrio. Sabe que en Grecia o en Italia el vino es dulce y
suave. Quiere que el padre cambie, pero éste se aferra a lo aprendido en el
tiempo de su padre. ¡No quiere cambiar. Seguro que discutirá si va con el viejo
al viñedo. Pero igual lo acompaña.
El anciano no le
habla de viña ni de uva. Le pregunta qué sucede con Emel. ¿Por qué no duerme
más en su lecho?. ¿Cuántos niños no tendrán si él no la abraza en las noches
nostálgicas de amor? Pregunta tras pregunta insiste el padre y él, mudo escapa,
diciendo que es por el cansancio que produce la ciudad y el trabajo en el
museo.
Las canas le
hablan y sabe qué le pasa a su hijo. Ha conocido otra mujer. Lo presiente,
porque cuando él era joven, conoció a una extranjera, que enloqueció su mundo
sencillo de campesino. Era una francesa que llegó al pueblo, alquiló una casa y
vivió con la libertad que nunca viera en su mujer.
Mientras tanto Emel
llora en los rincones. Los niños ya no juegan como antes. Y Fikret piensa
en la muchacha del tren. Las piernas se
ablandan sobre la tierra húmeda cuando recuerda la mirada profunda y tierna de
la mujer.
La ciudad lo
atraviesa con su ruido. Corre a tomar el convoy ese jueves distinto. Sube Asam
junto a Okan, el hijo mayor quien le cuenta una historia. Apenas oye las
palabras del vecino. Está contento porque el padre aceptó operarse de la
antigua dolencia que impedía el trabajo. Debe viajar a Ankara o Estambul le
cuenta el vecino en el traqueteo de los vagones. De pronto el tren se detiene.
Una mujer se ha tirado bajo el vagón en la estación de Topkapi.
Fikret apoya la frente en el cristal para ver mejor y
se desliza cayendo despacito al frío metal del suelo. Sus piernas no lo
sostienen. Bajo el vagón sobresale el vestido color granate y una cabellera
envuelta en el velo negro está tinta en sangre. Baja como un endemoniado, se
acerca al inocente, aprieta la mano del pequeño niño que llora
desconsoladamente junto al cuerpo. Corren los policías y empleados. Arrebatan
de su mano a la criatura.
Asam también
desciende del vagón y se acerca. Ayuda a levantarse al vecino. No entiende
porqué este hombre llora desesperadamente. ¡Qué sensible es Fikret, piensa!
Desenganchan el vagón y los hacen salir. Unen el otro armatoste a la máquina
que comienza lenta a moverse hacia el pueblo próximo. Allí en medio de las vías
se ha quedado su amor desconocido. Alguien lo empuja y pierde la última visión
de la mujer soñada.
Llega a la casa y
aunque su madre lo reprocha toma una botella de vino y bebe. Bebe como hacía
mucho tiempo no ha bebido. El padre lo consiente. Su hijo ha regresado.
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