Planchadora buena, sí, la Adelaida , y excelente
almidonando. Sus labios gruesos merodean los azulados dedos que chasquean de
saliva la plancha negra y pesada. Una palma rosada anida besos que rebotan en
las puntillas hechas a mano para su niña. La cadera gruesa y firme ayuda
empujando en la empinada calle con su cesta llena, sobre la cabeza. Lleva ropa
blanca que lava y plancha, sobre un rosquete de lino. Los ojos mirones atrapan
su sombra en la calle que destierra esperanza. Silban otros labios mestizos y
fuertes con aliento de ajo. Ella sigue opulenta hasta el mismo núcleo de casas
donde el poder esconde ambiciones y odios, ella es una reina sin poder ni
trono.
En una puerta enorme toca. Sale un
hombre moreno con sonrisa alegre. Ella casi sin mirarlo empuja y le pasa la
cesta. Entre sus blancas polleras se abraza una niña de rostros de ángel. Es su
niña linda, es su mimosa que le trae su mascota en brazos. Besa las manitos que
se pierden en sus senos rebosantes de leche y medio sentada en el pórtico le
entrega su bebida santa.
Desde la escalera la observa la
madre de la niña. Con una sonrisa cómplice le hace una seña y luego que la niña
abandona su pecho, se acerca y le deja en la mano monedas de plata.
Adelaida se agacha, abraza a su muñeca
de cabellos rubios y recibe la cesta con ropita nueva. Mañana regresará con sus
dos bondades.
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