MUY MACHO PERO…
Miró
el trapo lleno de sangre que tenía en las manos y de un tirón le quería quitar
el policía. Dio un salto hacia atrás y se alejó. Vomitó. ¡Nunca había pensado
que le pasaría eso a él, el mejor maquinista del ferrocarril del sur de la
provincia de Buenos Aires.
Nació
para ver pasar los trenes, su casa temblaba con el pasó de cada vagón, fuera de
pasajeros o de carga. Amaba el olor del humo y de los aceites que derramaban
las locomotoras. Iba pasando el tiempo y le suplicó a su madre que lo dejara
ir a la escuela Técnica de “Ferroviarios”.
Estudió y salió con una medalla. No era muy inteligente, pero si tenía la
testarudez de un toro. Orgullosos con su título se presentó en la oficina en
Paternal donde le harían unas pruebas. Salió bien pero los acomodados le
ganaron de mano.
Se
“conchabó” como aprendiz de un viejo polaco que armaba camiones y grúas, para
el ejército. Aprendió de ese viejo agrio que escupía cada vez que hablaba en un
idioma trágico de su tierra, un sin fin de estrategias con los metales. Sabía
de todo y atento memorizó mucho de lo que el anciano sabía.
Siempre puteaba por la guerra y se dormía
sentado en un sillón desvencijado que según él, era traído de Polonia. Tenía
más tierra y mugre que todo el vertedero de basura.
El
hombre escuchaba una música linda, pero extraña para el muchacho que amaba el tango.
Igual, un día encontró en la mesa de la cocina una carta que lo llamaba del
Ferrocarril Central para comenzar como maquinista.
Un
sueño cumplido. ¡No fue fácil! Tenía a un montón de tipos envidiosos y vagos
que le hacían la vida imposible. Nunca los delató, hubiera sido peor. Había un
pequeña mafia apadrinada por punteros políticos y del sindicato.
Cumplió
a rajatabla con su tarea, hasta lo premiaron dándole la locomotora más nueva y
la más bella. La limpiaba como a una estatua de mármol o de acero. Brillaba
cuando rauda pasaba por la ruta. Siempre atento a los cambios de luces, si veía
una color naranja, aminoraba caso a diez kilómetros para evitar cualquier
accidente. Si era roja, frenaba y los rieles y las ruedas chirriaban como una
sinfonía de terror. Era verde volaba como los pájaros libres de la pampa.
Ese
día fue un horror. Bajadas las barreras y terminado de subir todo el público,
comenzó a poner la máquina a andar, llevaba a los obreros y mucamas de media
provincia, en la próxima barrera baja, una joven mujer corrió y se tiro bajo
“su” tren. El grito y escándalo fue feroz. La gente gritaba y se tiraban para
tratar de ayudar. Unos varitas y policías echaron a todos. A él, lo tomaron de
atrás para quitarle el trapo que arrancó del cuerpo de la joven mujer. ¡No! Se
deshizo de las duras manos que lo sostenían y le pusieron unas esposas de
acero. No dejó el trapo sangrante. Lo arrastraron hasta un celular que
irradiaba luces azules y rojas como la cabeza que rodó a sus pies, de la pobre
mujer. Sacaron el cuerpo y lo llevaron fuera de su vista. Lloró. Lloró mucho,
nunca pensó que le podía pasar algo así. Para eso no estaba preparado. Cuando
abrió entre sus manos ese trapo sangrante, comprendió que era un delantal de
cocina. Metió la mano en el bolsillo y encontró un sobre, arrugado y sucio. Lo
abrió y había una hoja que con letra temblorosa decía: “Marcos, no soporto más
tus golpes, tus insultos y tus llegadas borracho todos los días. Estoy
embarazada y seguro que no quiero que mi hijo sea como vos” adiós y que Dios te
perdone.
Ese
día Roberto González, dejó de ser maquinista de ferrocarril. El “polaco” y su
madre fueron los únicos que lo fueron a ver en la cárcel de Caseros, hasta que
demostraron que era un suicidio.
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