lunes, 24 de abril de 2017

CUENTOS PARA CHICOS Y NO TAN CHICOS

 EL HIJO DE LA VEJEZ.

                                      Leyenda mendocina. Cuento infantil.

Los viejos habían subido hasta el corazón mismo del cerro. El frío dejaba azuladas y secas sus manos apenas cubiertas por piel de mará. Los golpeaba el viento. Pero el sacerdote - brujo, les había exigido eso. Ya Mismiya cumpliría ese verano treinta años. Ya era casi imposible tener un hijo. Los dioses se lo negaban y las ofrendas año tras año eran más difíciles. Caminaron en círculo alrededor de un nido abandonado de cóndor. El gran Padre de las Montañas. Luego derramaron aloja y chicha. Armaron altares de piedra que adornaron con hojas de coca y churqui. Acomodaron entre las piedras una ofrenda con la imagen de un niño con vestidos hechos con lana de alpaca. ¡Su pariente había viajado catorce jornadas hacia el norte buscando la lana tan codiciada por los dioses ¡  
            Cantaron a voz en cuello los cánticos antiguos. Lloraron sobre el nido y dejaron sus trenzas en él. Pasaron cada día y cada noche con la esperanza de regresar y concebir al hijo.
                        El retorno fue duro. La rocas afiladas rompían el cuero de sus ojotas. Sus pies sangraban e iban marcando un pequeño camino entre los pajonales. Eran Huarpes. Su grupo estaba muy separado de los grandes centros habitados por la gente Mapuche y Arauca. Tenían su pequeña tierra trabajada en terrazas con maíz y papas. Un corral con diez guanacos servían para trasquilar lana y tener leche. La carne era muy valiosa y la charqueaban para los largos inviernos del Cuyun. Llegaron a su casa de piedra y paja. El techo había volado y debieron `acoyararse´,  entre unos algarrobos hasta la mañana siguiente.  Kiskpe trajo de los cerros unas marás que se apretaban en una talega de fibras vegetales. Las ubicó en una hoya de piedra para que no escaparan. Tendrían comida por un tiempo. La primavera llegó y Mismiya supo que los dioses se habían apiadado de ellos. Estaba embarazada. La vida fue un canto de cajas y yaravíes. De música interior y amor.
                        El pequeño Mijotenok llegó en otoño. Era un niño moreno con cabello fuerte y ojos oscuros como la noche. Lloró como sus padres a pulmón. Pero sus progenitores lloraban de felicidad. Él lloraba para comer, para llamar la atención y para todo. En la pequeña casa nadie podía dormir. Cada día uno de sus papás debía dedicarse sólo a cuidarlo. El temor que los demonios entraran y se los arrebatara era increíble. Los vecinos reían al ver su desesperación ante el menor signo de dolor. Así fue creciendo...caprichoso, egoísta y remolón. Nadie sospechaba que tendría un extraño destino.

                        Las estrellas de su nacimiento estaban marcadas en un cuero de chinchillón, que Kiskpe, su adorador incondicional, había trabajado con sus muelas hasta dejar finito como un ala de mariposa. Pero ninguno advirtió tampoco que el día que había sido concebido la diosa Luna había tapado al dios Sol. Inti, la madre Tierra seguro pudo evitar ese maleficio, pero los dioses necesitan cumplir sus mandatos superiores.
 ¡ Así, con ese futuro siguió creciendo !
                        Pasaron varios años. Mijotenok, era travieso y hasta malicioso. Gustaba de mortificar animales y personas. Los niños evitaban jugar con él. Sus padres sentían que era por la belleza de su hijo. No entendían que el muchacho hacía cosas perversas. El amor les impedía aceptar el consejo de los ancianos. Ellos advertían la mala intención de los juegos y tareas del jovencito. Un día que su madre no le hizo una comida de su gusto tomó un palo y le golpeó la espalda. La mujer lloró pero se inculpó frente al padre. Éste callado miró con pena pero no se animó a castigar al hijo. Nunca quiso ayudar en la tarea de plantar y cosechar. Tampoco quería servir a su padre en labores de pesca o caza; ni en la recolección de semilla de algarroba, ni de miel.
                        Salía a vagabundear solitario rompiendo nidos y madrigueras. Matando pájaros o pequeñas bestias. Disfrutaba ver desangrada a las ranas y lagartijas.
                        Los padres, ya ancianos, veían que su Mijotenok era un ser despreciable a los ojos de la tribu. Nadie lo quería y todos lo evitaban. Arreciaban los palos con la fragilidad del padre y la madre, que ya no servían como antes al hombre. Astuto y maligno, los dejaba pasar frío, sed y hambre. Así, primero partió Mismiya, una tarde de frío invierno. Como pudo Kiskpe la llevó envuelta en la mejor manta de pelo de llama que aún tenía. La cubrió de piedras como era su costumbre y al regresar encontró su casa abandonada y revuelta. Mijotenok había sacado lo poco de valor que tenían y se había marchado. Muy pronto los dioses se acordaron de Kiskpe. Un grupito de vecinos lo envolvió y lo dejó junto a su buena compañera. Un paño de dolor y silencio envolvió al grupo. Nadie preguntó por el hijo.
                        En verano regresó Mijotenok, y encontró la casa vacía y desprovista. Comenzó a golpear a los hombres y mujeres que se cruzaban silenciosos por su camino. Borracho, la chicha lo había convertido en un demonio. Gritaba y maldecía. Nadie respondía a su grosería. Así entre borrachera y borrachera, su cuerpo débil, comenzó a sufrir alucinaciones. Veía a sus padres por todos lados. Corría por las veredas de los cerros vociferando. Trataba de alejar las visiones. Solo, estaba muy solo. Una mañana de primavera cayó en un precipicio a la vista de algunos hombres del caserío. De su cuerpo yerto salió como despegándose de entre sus brazos una enorme ave negra.
Así nació en estas tierras el "jote", ave de rapiña que sólo come carroña.


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