miércoles, 20 de noviembre de 2019

AQUELLA JOVEN DEL ABRIGO COLOR VIOLETA



            ¡Conocer por el periódico o el noticiero la muerte de una joven de no más de veintisiete años, en medio de un parque, con signos de haber sido duramente golpeada; no es ninguna novedad! Casi se puede decir que es algo corriente.  Atados al alcohol, pelean sin ton ni son.
Unos mueren en accidentes, otros con ingesta de vino o Fernet hasta caer en coma y casi todos entran perdidos por las drogas en las guardias médicas. Los pobres periodistas ya no saben qué agregar para darle un tono diferente y llamativo a la noticia. El locutor más asombroso, fue el que se secó una lágrima en público, diciendo que podía ser su hija. Le respondieron airados, cientos de personas, llenando el Facebook del canal, que eran padres o madres de hijas o hijos muertos, en forma semejante. Por lo que nunca más recurrió a tal artimaña para atraer a la audiencia.
            El tema de la mañana, me pegó un golpe bajo, cuando hicieron un paneo y vi el abrigo color violeta de la infeliz chica. Reconocí el que vendí la semana pasada en la pequeña boutique donde trabajo. Era de buena calidad y tenía un detalle, que inevitablemente, me hizo sentir como parte de la historia.
 Ni loca me presentaría a la policía a contar que, una simple empleada de “Madame Rouge”, sabía el nombre y domicilio de la víctima. ¿Y si la habían matado rufianes a sueldo de la mafia o algún oscuro asesino, de esos que matan en serie? Me iba a ver innecesariamente involucrada y capaz que, por hacerme callar, sería  la próxima víctima.
Cuando vi la foto me sorprendí. No era la mujer a la que le vendí el modelo. La otra era rubia con mechitas color cobre, ojos verdes y nariz súper operada, colágeno en los labios y pechos de cirugía. Altísima, los pies  y manos muy cuidadas. Y un tono de voz indescriptible. La mujer que vi en el periódico era morena, de rostro anguloso, ojos marrones y cabello oscuro.
Pensé que era imposible. Mi jefa jamás hubiera comprado dos abrigos iguales para vender y menos, a ese tipo de muchacha vulgar, que mostraban las fotografías. Guardé la hoja del diario en el bolso, cuando llegué esa mañana al negocio la dueña del local estaba allí. Me sorprendí. ¡Nunca llegaba tan temprano! Se veía ojerosa y muy nerviosa.
Me cambié. Calcé tacones como ella exige, me maquillé más y perfumé con loción Madame Rouge, que tiene mucha canela y vainilla, difícil para mi nariz. No es de mi gusto. Me quedan bien las frescas y cítricas. ¡Pero este trabajo es muy bueno y no lo quiero perder!
            Cuando me acerqué a su escritorio, la vi rodeada por dos hombres más o menos jóvenes. Uno era rudo y con un vozarrón que atravesaba el cerebro. El otro, un poco más joven. Gentil, delicado sin exageración y muy educado. Hablaban a media voz. Al acercarme más, me clavaron la vista. Sentí frío en la espalda y, como si fuera un mono enjaulado, quedé prisionera del momento.
             Me sentaron junto a ellos. El mayor comenzó a interrogarme. Miraba con ojos de metal hiriente derechito a mis pupilas. Que si  conocía a la víctima. Qué si tenía su filiación. Qué si la acompañaba alguien. Y mil interrogantes más. Expresé: “¡Sólo había vendido la prenda al contado, no recogió la factura, que tiré luego de unos días! ¡Que la mujer estaba muy apurada y ni se había probado el abrigo! ¡Ah, y estaba sola¡”. Eso dije. No era verdad.
            El miedo me impide imaginar por qué callé detalles. Le temo a los hombres y más aún si son de investigaciones. A esos les huyo. Sobreviví a uno —mi papá— que me hizo escapar del pueblo donde nací, de la familia y de todo lo que amaba.
            Sara, mi jefa, me observaba sorprendida e inquisitiva, ya que soy amable y graciosa, vivo haciendo chanzas. Estaba seria y en silencio. Sólo me levanté de la silla para atender a una clienta que viene muy seguido, lo que hice rápidamente. Ella, la jefa, escrutaba mi rostro y yo, indiferente, evitaba confrontar con aquellos hombres.
            Salieron del negocio dejándonos un papel con los teléfonos anotados por si recordábamos algo. Ni loca les llamaría. Imaginé ser perseguida por una horda de delincuentes capaces de asesinarme. Los que matan en serie como en el cine.
            Traté de evitar a la señora Sara, inútilmente. Se sentó con su consabida taza de café con un chorrito de gin, encendió su pipa — fuma en pipa— y comenzó a indagarme.
            Intenté no abrir la boca. Sabía muy poco de mi vida y odio andar por ahí contando mi dura existencia. Pero fue imposible. Hablé de un solo tirón. Me explayé. Exigí, eso sí, que me guardara el secreto.
Le mostré la factura con el nombre de quien compró el “abrigo violeta”, su dirección y teléfono. Le aseguré que no era la misma persona. Esa que mostraba la tele. Quedó sorprendida y molesta. Conmigo no, sino que para ella había algo raro, como decía mi mamá: “Gato encerrado”.
Tomó el teléfono y marcó el número que había en la factura. Atendió una voz femenina, con el mismo timbre que yo le oyera en el probador, cuando vino a la boutique. Sara le pidió, si podía venir a la tienda porque había encontrado una falla en la prenda de ese modisto. “Le encargo que traiga la que le vendí”, aclaró. La mujer, muy ofuscada, dijo que se le había perdido. Que alguien se lo arrebató en el playón del supermercado y que no tenía tiempo, viajaba esa misma tarde a Miami. Cortó la comunicación. Eso molestó mucho, intrigó a la señora y se tentó de avisar a los investigadores.
Sucedió, igual, algo inesperado. A minutos de esa llamada, llegaron dos encapuchados. Armados hasta los dientes. Rompieron todo el negocio buscando lo que tenía escondido en el lugar menos accesible de la boutique. Ni pienso decir donde oculté el talonario con las facturas y datos de los clientes. Golpearon a Sara, a mí no porque sé escabullirme, no por cualquier cosa salí del pueblo.
Luego de romper todo, a uno de ellos se le deslizó algo, inadvertidamente levitó detrás del maniquí. Me moví como un gusano cubriéndolo con el cuerpo. La energía negativa de esos tipos me alteró mucho. Quedamos deshechas, pero vivas. ¡Era una advertencia, si hablábamos nos matarían! ¿Así son esos malvados?
Cuando pude erguirme, atrapé lo que se le cayó al tipo, vi que era una foto. Era la mujer rubia, la del abrigo violeta, pero estaba tal cual debe ser en realidad… ¡Un travestido en sus ropas de entre casa! Ahí pude comprender lo que había pasado por alto. Yo había atendido a un hombre y probablemente era quien mató a la mujer morena. ¿Sería mujer u otro travestido?
Mejor fue que, tanto Sara como yo, nos metiéramos la idea de ser justicieras, en un cajón de la boutique. Y a los policías no decirles un ápice. ¡Tal vez, ellos estuvieran involucrados! Rompí los papeles que había guardado,  uno por uno, y los tiré por el desagüe del baño.
            Me mudé a otra ciudad y la señora Sara se fue a vivir a Miami. A veces recibo una llamada suya para consolarme. Nos enterábamos por Internet de los pasos que seguían a los grupos activistas que trataban de imponer un límite a la muerte de travestis y gay en la gran ciudad. ¡Nada lograban!
Un día, en el metro, me enfrenté al personaje del abrigo violeta de la vieja historia. Me miró asombrado. Pretendió detenerme tomándome del brazo, aplicando una fuerza brutal en mi muñeca. Aún no recuerdo cómo logré zafar y desaparecí entre la multitud en la estación. Pero huí al oeste en busca de otra oportunidad. 
            Estoy cansada de evadirme de este grotesco infierno de violencia gratuita que me rodea. Mi infancia fue un mundo de mentiras y maldad que oculté. ¡Apariencias!. Mi juventud que recién comienza y a la que tengo derecho es el futuro. ¡Por eso me dispongo a otro cambio más! Quiero ser libre.

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