Los habían arrastrado de la zona donde ellos habitualmente cazaban o iban
a pescar. Tenían sólo cerbatanas y arco y flecha. Los hombres unos palos que
echaban fuego como leños hirvientes. Los ataron unos con otros y los llevaron a
la orilla del mar para subirlos, a los azotes, a un enorme barco de madera y
humo. Su mundo derrumbado. No hablaban las mismas lenguas y peor era no
entender lo que decían los blancos de pelo rojo como el monstruo del que les
había hablado el anciano de la tribu en la infancia.
Y el barco se deslizaba entre un mar negro, invadiendo entre una paz fría
y quieta de los seres de su profundidad animal y ellos, ellos contemplando
asombrados al gigante que trataba de hendir su dichosa paz. Así era la nueva barca y un
tumulto de olas que arremetían contra el barco con furia y codicia los sacudía.
Los hombres se apretaban en las hamacas en la profundidad donde se
escondía lo poco que quedaba de agua y comida. Nadie tenía fuerza para
atropellar a los que con un látigo estallaban en sus espaldas dejando marcas
rojas, ira y fuego. Las miradas como carbones crepitaban odio, pero los hierros
a los que estaban amarrados les impedían alzarse. Los negreros comían y fumaban
sus pipas de cerámica sin mirarlos siquiera. ¿Adónde llegarían y cuántos? Si se
iban muriendo lentamente de hambre y frío, de sed y miedo.
Ômorobo sentía asco por estar mezclado con otro infeliz que lo miraba
suplicando piedad. Él, era un rey en su comarca. Tenía esposas que lo cuidaban
y muchos hijos. Los animales que poseía eran compartidos por su gente. Allí, en
cambio, se arrebataban los mendrugos de una comida hecha con fécula de mandioca
y agua y el agua olía a orines. Él, tenía los labios rotos por la sed, pero no
bebía ese líquido ambarino. El que lo hacía comenzaba a vomitar y se deshacía
por los cólicos internos. Al poco tiempo moría envuelto en excrementos. Los
hombres de pies de cuero, los tiraban con fuerza al agua y desaparecían. Los sacaba,
una vez cada tanto y podía respirar, robaba un poco de agua limpia de una bolsa
de cuero que usaba el más viejo de los blancos. Por la ubicación de las
estrellas se daba cuenta que iban hacia el oeste y el sur. Estaba flaco y
débil. Pero el orgullo lo mantenía alerta. Quedaban pocos, menos de la mitad
que iniciaron la travesía. Algunas noches de tormenta los soltaban de los aros
de metal que los ataba a los postes.
Una semana más y negros nubarrones y un viento helado, comenzó a
zarandear el barco de tal manera que no hubo manera de sostenerse. Bajaron y
los soltaron. Pero el maderamen chirriaba con el brusco movimiento de las olas
enormes que los sacudía. Un estruendo enorme destempló la noche y la quilla se
partió en mil pedazos. Volaban fardos, hombres y maderos. Ômorobo se abrazó a
un madero que le permitió flotar. Hábil nadador, logró soportar la tormenta y
se quedó dormido, pensando que moriría en ese mar maldito. Despertó con un
ruido de tambores y se vio rodeado por gente de raro aspecto. No eran los
blancos malditos ni eran los hombres negros de su tierra. Eran diferentes, pero
amables, lo ayudaron con agua y en hojas de palmera le dieron un trozo de carne
que devoró. Luego, su estómago lo devolvió sin vergüenza.
Pasaron unos días. No entendía el idioma de esa gente. ¿Adónde estaba? Un
hombre vestido con una ropa blanca, de larga barba trató de hablarle en varios
idiomas que no entendía hasta que vio que una palabra se la había escuchado a
su anciano abuelo. “No eres esclavo aquí”. Esa palabra… esclavo, le retumbó en
la cabeza. Vio que la gente vivía como en su tierra, en grandes cabañas de
palma y barro, con su hoguera al centro. Había niños que corrían y jugaban con
el hombre de barba. Cuando pudo caminar bien, se acercó a la casa del hombre.
Lo vio rodeado de otros que compartían una calabaza con una bebida que sorbían
con una caña fina. Un perro se acercó y le lamió una herida, lo apartaron y se
reían.
¡Esta gente es pacífica, pensó! Podré vivir con ellos hasta que regrese a
mi tierra. Ômorobo, no sabía que había llegado a América, a un país cerca del
río más largo de la tierra americana y que nunca más podría regresar al África.
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