Hablar
de don Emeterio Sosa, es hablar de un criancero malagüino, que posee una gran
majada de chivos y de cabras lecheras, de una significativa recua de mulas y
burros y de una tropilla de caballos criollos que hacen las delicias de los
lugareños. Además tiene una linda familia con catorce hijos e hijas, cinco
nietos y seis chicos arrimados, que siendo ahijados, viven con él. Es una
fiesta verlos sentados a la mesa comiendo el pan recién horneado por doña Rosa
y las hijas, el asado de chivito crujiente y los higos de tuna.
Abelito es su
hijo regalón. Alegre y chistoso siempre ayuda en las tareas de pastoreo, y en
otros menesteres propios del campo. Un día llegó a la hacienda una camioneta
desconocida. Era el hijo de Rufino González, que siempre traía en un viejo
carro, tirado por dos caballos, toda clase de cosas. Era un bazar ambulante, y,
tienda, ferretería, farmacia y librería. El hijo llegó modernizado. Traía radio
a transistores, bicicletas y pantalones de denín. Tal fue la algarabía que don
Emeterio le dio permiso a su querido Abel, para que diera la vuelta con Emanuel
González por todos los campos que aún no visitaba.
Así fue que
cada mes buscaba a su ayudante en el campoy partían entre valle y valle,
cruzando ríos secos y huellas con el muchachito, que resultó ser un
experimentado guía. Luego le regalaba un par de zapatillas, un libro o un
juguete, como premio. Ni hablar de los emparedados de jamón y queso, con sabor
a diferente, que comían a orillas del río.
Llegó el otoño
y el frío desalentaba el viaje, pero las necesidades de los puesteros eran
muchas y Emanuel sabía que no podía abandonarlos. Junto al chico, viajaron
entre las ráfagas arrachadas del viento cuando comenzaron las primeras nevadas.
Todo había amanecido blanco y se perdía la huella y el camino. Andando con
dificultad siguieron el viaje para llegar al campo de don Aniceto Lencina.
Se perdieron.
El ruido del viento los asustaba mucho. Abel tenía apenas ocho años y Emanuel
veintidós, no eran muy experimentados en verdad. El miedo creció como la capa
de nieve que cada vez hacía más difícil mover la camioneta...¿ qué hacer? Abel
se colocó el poncho de vicuña que le tejió al telar la abuela Ramona, se puso
un gorro grueso y guantes; y con esfuerzo abrió la puerta del vehículo, bajó al
helado suelo y le dijo a su asustado amigo...- Espérame acá, no te muevas
yo vendré con ayuda._ Y comenzó a caminar por la nieve. Parecía
perdido pero no abandonó su tarea.
Cuando había
caminado varias horas sintió ladridos. Tuvo más miedo, podía ser una jauría de
perros salvajes hambrientos. Sin embargo pronto se acercaron a él y vio que con
sus colas heladas le mostraban un camino. Los siguió, no sin antes pedirle a la Virgen de la Carrodilla que no le
sucediera nada malo. Al poco tiempo de andar, y ya muy fatigado, en medio de la
nieve vio el humo que salía desde una casa de puestero. Llegó casi sin fuerzas,
pero con alegría descubrió que los rústicos perros les habían salvado la vida.
¡ Ah, los bondadosos criollos fueron con mulas a rescatar a Emanuel que había
quedado en la nieve allá lejos! Pasaron unos días increíbles en esa humilde
casa que los recibió con mucha hospitalidad. ¡ Así es el criollo mendocino:
generoso y sacrificado!
Mendoza--10--3--98.
Graciela Elda Vespa para Tintero.
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