El automóvil se desplazó con urgencia sobre el
pavimento caliente. Desde la butaca se veía hacia el frente un lago brillante
que devenía en gris concreto, a pesar del sueño irreal que se proyectaba
adelante. Era la temperatura sofocante del verano. Todo se transformó en un
fantasma que jugueteaba en el páramo, con el sol que caía a plomo. ¿Así sería
el desierto? Imaginó ser abandonado en el yermo más seco del mundo. En Atacama.
Recordó un programa de National Geographic Channel, que había visto hacía un
año en televisión. Algo extraordinario ocurrió en aquella época. Llovió. Llovió
sobre el desierto, abundante agua, y el Atacama en pocas horas, como un milagro
esperado, se cubrió de flores y plantas que emergieron rotundas de la tierra
arisca. También habían salido a la superficie sapos, ranas y lagartijas, que
rápidamente se aparearon para perpetuar las especies; insectos que llenaron las
inusitadas corolas para polemizar los vegetales despiertos por el breve tiempo
húmedo. Mucho polen y rocío se esparció por el aire. Toda clase de animalitos
se dedicarían a multiplicarse; a transformar, en pocas horas, ese desierto
inhóspito en un paisaje inusitado. Su mente dejó de vagar por aquel recuerdo
inútil, ya que él, regresaba a un lugar habitado Cerró los ojos y pensó que así
encontraría su pueblo. Dormitó. El calor se mitigó cuando Daniel, mientras
manejaba, elevó el cristal de la ventanilla y comenzó a funcionar el aire
acondicionado. El chofer murmuró un ininteligible insulto. Su afición al tabaco
lo torturaba desde siempre y ese viaje era una más de las torturas que debía
soportar.
Rogó que lloviera como en aquel programa de su recuerdo. Una densa lluvia
calmaría el disgusto de su compañero y su ansiedad.
Si cambiara ese paisaje
espantoso, el viaje no sería lo que era. Algo penoso. Se secó el sudor con un
pañuelo de papel. Quería arribar. En realidad no. Prefería no volver a su
pueblo. Recordó cuando salió de Casas Viejas. Casi huyó. Era sofocante el
recuerdo de esa pequeña aldea donde quien respiraba, debía hacerlo al ritmo de
las otras 789 personas que lo habitaban. Se había apasionado con un amor
prohibido. Una mujer que no podía responder a su pasión. Era casada. Nadie
debía sospechar que era el único horizonte de su locura. No podía exponerla y
exponerse al oprobio. Muerte social. Huyó en un tren de un ferrocarril que ya
no existía. Así huyó.
De regreso ahora, el
corazón escapaba por las venas que palpitaban como potros salvajes. El llamado
urgente de tía Lourdes, no le permitió excusas. Allí iba muerto de angustia.
Lleno de ira.
Había triunfado en la
selva de la gran ciudad. Su música logró penetrar en un público inestable y
cambiante. Vendiendo cientos de discos y teniendo muchos contratos firmados. No
podía desprenderse de ellos.
Observó a la vera del
camino un caserón que no recordaba. No existía cuando vivió allí. Era un
desperdicio una casa estilo francés, con unos jardines, que se destacaban entre
el enrejado, parecido a los de Versalles. Era un objeto exótico, que distraía
el entorno. Innecesario. No, no estaba cuando huyó de Casas Viejas. La
curiosidad lo hizo despertar. Se ubicó en el asiento atento al paisaje. Nada
nuevo hubo desde allí en adelante, pero el aguijón de la duda lo espoleó. Al
fin arribaron. La casa estaba igual. Descascarada la fachada, la puerta
crujiente como siempre, roto el llamador de bronce y el jardín recordaba épocas
de humedad y cuidado.
Tía Lourdes, con paso
cansado, los recibió con gesto adusto.
-Mira tu padre murió
ayer y lo cremamos esta mañana. Relató detalles como si fuese el final de un
partido de fútbol, sin emoción.
-También murió Juvenal,
¿te acuerdas a quién me refiero? Fue un accidente inverosímil, que se vivió en
este pueblo tan pequeño como una osadía del destino. Dejó dos familias rotas.
Se quedó en silencio, mitigado por alguna lágrima que
se deslizó por la memoria de la anciana. También pensó en las vidas rotas, la
del sobrino y la de la mujer.
-La tuya y la de ella se
descalabraron. Ahora vive en una maravillosa casa en las afueras. Dicen, que
Juvenal, el difunto esposo, compró parte por parte, de la casa, en Francia. ¿No
la vieron al pasar?
Había soslayado
el tema escabroso. Nombró a la única, como si todos conocían el pasado
escondido.
- Ahora, dijo carraspeando, puedes ir a darle las
condolencias Es la viuda más joven, hermosa, rica y codiciada de Casas Viejas.
Corre antes que alguien se te adelante.
Agitada,
parloteó con Daniel un rato. Lourdes señalaba la calle por donde tuvo deseos de
correr. Necesitaba que se quedara callada. Quiso gritar. Ese día o el anterior,
su padre se había despedido de la vida. Como siempre sin dejar huella. Huyó
como él, pero al otro mundo.
Se instalaron con
Daniel, amigo y chofer de confianza. Trataron de amoldarse a las rutinas de la
tía solterona, que ya contaba setenta y ocho almanaques. Los siete gatos
merodeaban por todos lados y tres perros, les ladraban ante el más mínimo
movimiento, eran los únicos habitantes visibles de la casa.
Se durmieron agotados.
La noche fue una dolorosa danza de silencio que les dio un relámpago de paz. Al
amanecer, con el bullicio de los pájaros, despertaron. Debía terminar con los
trámites burocráticos. Era el único heredero y no podía dejar sola a su tía.
Salieron con la esperanza de acabar rápido y
poder regresar a la capital. Atravesar las calles fue un suplicio. Le llegaban
abrazos de dudosa condolencia, pedidos de autógrafos y amigos que no conocía,
que le hacían mil invitaciones. Debía mostrarse triste y compungido. Hasta
llegar a la oficina del municipio, la tortura se fue incrementando.
Indudablemente era un personaje exitoso y todos querían tener contacto con él.
Cuando ingresaron al
pequeño recinto, el corazón le dio un salto. Allí con un jean y una remera
negra escotada, estaba ella. El cabello suelto sobre la espalda cubría parte de
su cintura. Estaba más delgada. La mujer se volvió para mirarlo y recorrió su
piel, con la minuciosa libertad de una muchacha a la que le sobraba tiempo. Se
acercó resuelta, y dándole un sonoro beso en la mejilla, se abrazó llorando
sobre su pecho varonil. Nunca sabría si por Juvenal recién muerto, por la
muerte de su padre o por el amor que habían vivido en secreto. Daniel, se
evaporó. Los oficinistas salieron del lugar dejándolos solos. Sin pudor Analía, le suplicó que la sacara del
pueblo. Quería irse con él. Con asombro, Gastón, sintió que ya no la amaba y
separándola de su pecho la contempló un instante y la alejó de sí, sin decir
palabras. Ella, llorando, salió y corrió
por la calle perdiéndose a la mirada de los transeúntes. El, continuó llenando
los papeles que se movían jugueteando sobre el escritorio con el aire de un
viejo ventilador de techo que rezongaba desde temprano en la sala.
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