lunes, 7 de septiembre de 2020

EL MIEDO



                               “El miedo es lo único que se comparte con mayor premura”

            Aníbal nació en el seno de un hogar de padres de edad superior a lo normal. Su mamá cuarenta y su padre cincuenta y dos años. Único hijo y gran heredero. Lo criaron con el cuidado escandaloso de ser mimado, atrapado con celo entre brazos y caprichos.
Lo ayudó ser tan inteligente que pronto aprendió a caminar, comer solo y hasta leer con menos edad que otros chicos.
Sus padres lo inscribieron en el colegio más exigente y de mejor nivel de la ciudad. Allí aprendió que no todos en la vida, tenían lo que él, tenía. El chofer lo dejaba en la puerta y lo buscaba a la hora exacta en la vereda junto a la verja del instituto. Aprendió varios idiomas, y su padre y madre le hablaban indistintamente en inglés, francés, alemán o griego.
            Aníbal creció, lleno de miedos y desconfiando de sus compañeros que le hacían miles de chistes y a veces burlas. No recibía a ningún amigo y los profesores, comentaban que parecía un chico mayor a su edad. La madre le puso un profesor de violín y piano, su habilidad fue fruto de un gran esfuerzo y horas de ensayo y estudio. Su padre en largas charlas lo instruyó en historia y arte.
            A los quince años viajó con su padre por Europa y en medio año, conoció más museos y salas musicales que canchas los muchachos de su edad. Fue un año sabático, que lo hizo catapultar en la facultad de arquitectura. ¡Apasionado por crear edificios y viviendas con una originalidad que premiaron desde diferentes espacios!
            Aníbal con veinte años era un raro ser humano, tímido, sin amigos y lleno de miedos. ¡Los miedos lo paralizaban! Especialmente al contacto humano. ¡Ni hablar a las mujeres! Terror. ¡Por las tremendas diatribas contra el sexo opuesto, le aterrorizaba hablar con sus colegas y profesoras! Ellas lo miraban de reojo con lástima, no bastaba su capacidad y postura masculina. Era un hermoso joven, apuesto y sensible.
            Sus padres le pusieron un estudio en pleno centro de la ciudad, hicieron reuniones con empresas y los mismos profesores le hicieron llover trabajos, que recibían sus secretarios. Un día descubrió una bella muchacha en un concierto. Era algo que nunca había experimentado. Se sorprendió por su poco sentido de la oportunidad, ya que la joven, apenas terminado el concierto desapareció. ¿Quién era esa espléndida mujer? Les solicitó a los secretarios que averiguaran.
Éstos, se morían de risa a sus espaldas. Lo creían gay, y más siendo tan solitario y esquivo. Pero la maratón dio resultado. Se llamaba Indira y era secretaria de una escuela para señoritas en las afueras. ¡Sorpresa para los jóvenes, que no meritaban la realidad, era hermosa, suave e inteligente!
            Aníbal con los datos de su admirada, comenzó ha enviarle todos los viernes rosas blancas. La vieja casa de la muchacha se inundó de rosas. Sin tarjeta ni palabras, la curiosidad la asustaba. Ella también tuvo miedo, mucho miedo. Llamó a la policía quienes investigaron la procedencia de las flores: “Es de un estudio de arquitectos”, y dieron nombre y apellido, teléfono y dirección. ¡No había nada peligroso por el momento! (Ténganos al tanto Por favor, solicitó el comisario) Y bien, una tarde al regresar de su trabajo, se atrevió y llamó al número y pidió hablar con Aníbal.     Este, sorprendido, se disculpó y comenzó una charla interesante. Ella era una chica simpática, solitaria y culta. Gran lectora y viajera. Conocía los mismos lugares que él, así se hizo una rutina la llamada de los viernes, después de la llegada de las rosas.
            Pasaron los años, nunca hubo de parte de ninguno de los dos un deseo de verse en persona. Nunca salieron a comer, ni a un concierto, ni a un paseo. Los miedos de ambos, los hizo envejecer sin estar cerca físicamente; pero eran dos almas gemelas. Él, le decía que la amaba, pero nunca supo de un beso de un abrazo, de una caricia. Pasaron varios secretarios, muchos alumnos y seguían llegando los viernes las flores.
            Un día, los dueños del instituto le sugirieron que se jubilara, Indira se sobresaltó. ¿Qué haría sola en su casa? Esperando los llamados de Aníbal a la noche. Y lloró, por primera vez lloró. Sus miedos le habían impedido una vida normal. Le diría a su amado esa noche. ¡Pero esa noche él, no llamó! Buscó en los periódicos para saber si había habido algún problema, pero no encontró nada. Al siguiente día llamó al estudio. No atendió nadie.
            Nunca supo qué había pasado, pero todos los viernes, sin faltar uno solo, las rosas blancas llegaban a su casa. Indira siguió esperando. Y sigue esperando una respuesta aun en su más solitaria vejez.

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