“El
miedo es lo único que se comparte con mayor premura”
Aníbal
nació en el seno de un hogar de padres de edad superior a lo normal. Su mamá
cuarenta y su padre cincuenta y dos años. Único hijo y gran heredero. Lo
criaron con el cuidado escandaloso de ser mimado, atrapado con celo entre
brazos y caprichos.
Lo ayudó ser tan inteligente que
pronto aprendió a caminar, comer solo y hasta leer con menos edad que otros
chicos.
Sus padres lo inscribieron en el
colegio más exigente y de mejor nivel de la ciudad. Allí aprendió que no todos
en la vida, tenían lo que él, tenía. El chofer lo dejaba en la puerta y lo
buscaba a la hora exacta en la vereda junto a la verja del instituto. Aprendió
varios idiomas, y su padre y madre le hablaban indistintamente en inglés,
francés, alemán o griego.
Aníbal
creció, lleno de miedos y desconfiando de sus compañeros que le hacían miles de
chistes y a veces burlas. No recibía a ningún amigo y los profesores,
comentaban que parecía un chico mayor a su edad. La madre le puso un profesor
de violín y piano, su habilidad fue fruto de un gran esfuerzo y horas de ensayo
y estudio. Su padre en largas charlas lo instruyó en historia y arte.
A
los quince años viajó con su padre por Europa y en medio año, conoció más
museos y salas musicales que canchas los muchachos de su edad. Fue un año
sabático, que lo hizo catapultar en la facultad de arquitectura. ¡Apasionado
por crear edificios y viviendas con una originalidad que premiaron desde
diferentes espacios!
Aníbal
con veinte años era un raro ser humano, tímido, sin amigos y lleno de miedos.
¡Los miedos lo paralizaban! Especialmente al contacto humano. ¡Ni hablar a las
mujeres! Terror. ¡Por las tremendas diatribas contra el sexo opuesto, le
aterrorizaba hablar con sus colegas y profesoras! Ellas lo miraban de reojo con
lástima, no bastaba su capacidad y postura masculina. Era un hermoso joven,
apuesto y sensible.
Sus
padres le pusieron un estudio en pleno centro de la ciudad, hicieron reuniones
con empresas y los mismos profesores le hicieron llover trabajos, que recibían
sus secretarios. Un día descubrió una bella muchacha en un concierto. Era algo
que nunca había experimentado. Se sorprendió por su poco sentido de la
oportunidad, ya que la joven, apenas terminado el concierto desapareció. ¿Quién
era esa espléndida mujer? Les solicitó a los secretarios que averiguaran.
Éstos, se morían de risa a sus
espaldas. Lo creían gay, y más siendo tan solitario y esquivo. Pero la maratón
dio resultado. Se llamaba Indira y era secretaria de una escuela para señoritas
en las afueras. ¡Sorpresa para los jóvenes, que no meritaban la realidad, era
hermosa, suave e inteligente!
Aníbal
con los datos de su admirada, comenzó ha enviarle todos los viernes rosas
blancas. La vieja casa de la muchacha se inundó de rosas. Sin tarjeta ni
palabras, la curiosidad la asustaba. Ella también tuvo miedo, mucho miedo.
Llamó a la policía quienes investigaron la procedencia de las flores: “Es de un
estudio de arquitectos”, y dieron nombre y apellido, teléfono y dirección. ¡No
había nada peligroso por el momento! (Ténganos al tanto Por favor, solicitó el
comisario) Y bien, una tarde al regresar de su trabajo, se atrevió y llamó al
número y pidió hablar con Aníbal. Este,
sorprendido, se disculpó y comenzó una charla interesante. Ella era una chica
simpática, solitaria y culta. Gran lectora y viajera. Conocía los mismos
lugares que él, así se hizo una rutina la llamada de los viernes, después de la
llegada de las rosas.
Pasaron
los años, nunca hubo de parte de ninguno de los dos un deseo de verse en
persona. Nunca salieron a comer, ni a un concierto, ni a un paseo. Los miedos
de ambos, los hizo envejecer sin estar cerca físicamente; pero eran dos almas
gemelas. Él, le decía que la amaba, pero nunca supo de un beso de un abrazo, de
una caricia. Pasaron varios secretarios, muchos alumnos y seguían llegando los
viernes las flores.
Un
día, los dueños del instituto le sugirieron que se jubilara, Indira se
sobresaltó. ¿Qué haría sola en su casa? Esperando los llamados de Aníbal a la
noche. Y lloró, por primera vez lloró. Sus miedos le habían impedido una vida
normal. Le diría a su amado esa noche. ¡Pero esa noche él, no llamó! Buscó en
los periódicos para saber si había habido algún problema, pero no encontró
nada. Al siguiente día llamó al estudio. No atendió nadie.
Nunca
supo qué había pasado, pero todos los viernes, sin faltar uno solo, las rosas
blancas llegaban a su casa. Indira siguió esperando. Y sigue esperando una
respuesta aun en su más solitaria vejez.
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