lunes, 7 de septiembre de 2020

DE SIETE CUENTOS DE AMOR


LA SOMBRERERÍA DE LA ALAMEDA.
                        En la tienda de Israel Blisman se colocó un cartelito que decía: “Se necesita sombrerera”. Pronto fue necesario sacarlo. Llegó hasta allí, una muchacha frágil, de nombre María de la Consolación Fernández, quien fue contratada de inmediato. Se sentó frente a una mesa de roble lustroso, para armar sombreros todos los días, con el mismo entusiasmo de quien crea una obra de arte. El cabello oscuro y sedoso, los ojitos marrones como ratoncito asustado le daban un aire de muñeca de trapo; pero, día a día se fue haciendo imprescindible para el viejo Israel. Cada mañana cuando arribaba, se sacaba unos horrorosos guantes verde brillante, colocaba su sombrerito de topé negro y su abrigo de pésima confección, en un enorme perchero. Poniéndose un delantal de griseta. comenzaba la tarea. Al ángelus se persignaba y rezaba, pues, educada en la “Misericordia”, sus oraciones eran impostergables.
                        Una tarde sonó la campanilla del cancel y asomó la enorme nariz un joven. Era Moisés Swoulesk, sobrino del dueño de casa. Los enormes ojos azules de Moisés, penetraron los dos puntitos marrones de la muchacha y se desplazaron airosos en su alma. La carraspera furibunda de Israel, interrumpió el descascarado contacto de miradas. Moisés comenzó a saludar mientras se sacaba la kipá y se acomodaba los peiots entre las orejas, que llenas de sabañones, parecían dos floreros. María de la Consolación siguió cosiendo las cintas de seda en los sombreros. Observaba asombrada el cuerpo masculino de recién llegado. Los fuertes hombros indicaban una gran personalidad. Moisés ingresó en la trastienda donde comenzó un diálogo con la tía,  en el idioma de los viejos, incomprensible para la muchacha. La conversación subía de tono y llegaron a gritar. Ellos hacía años habían huido de Polonia y se habían instalado en ese barrio conspicuo de Mendoza. Cuando salió saludó amablemente deteniendo su mano en el hombro de la joven, pero la mirada torva de Israel, ya se sabe, el tío, lo hizo que la retirara rápido. Salió apresurado, haciendo caer un maniquí con un sombrero de plumas azules.
                        A las ocho y media de la tarde, la sombrerera se colocó el suyo, el abrigo y se envolvió las manos en los guantes verdes. Sacando de su bolsillo unas monedas salió, saludó brevemente y cruzó la calle. La parada del tranvía estaba casi en el frente de la vidriera del negocio. Se apostó al lado de la gente, que como ella, esperaba. Subió saludando al boletero, conocido ya, que le dijo un piropo. Junto a ella, casi inadvertido, ascendió Moisés, quien a empujones, buscó sentarse junto a ella. La sorpresa fue mayúscula para María de la Consolación. Quedó muda. Él, comenzó a charlar. “Buena y mansa como fruta madura”, era la mujer que soñé. Pero cuando llegaron a la parada del tranway, que estaba a tres cuadras de la casa donde vivía con sus padres, los nervios la traicionaron. ¿Qué diría el padre tan exigente y celoso? Llegaba con un joven extraño, con rulos que caían sobre los hombros y con un sombrero negro que le oscurecía el rostro.
                        Caminaron hasta la verja y él, abrió la portezuela dando paso a su esperanza. Ella, trémula, puso la llave en la cerradura y sintió que dentro de su casa, se crearía un escándalo. Su padre leía “La Libertad”, el vespertino, sentado en el sillón junto a la única estufa que poseían, y su madre, en la cocina, manipulaba platos caseros. Un perfume de lentejas con panceta y chorizos colorados, les propinó un golpe bajo. Sabía que a los ortodoxos judíos, les está prohibido comer alimentos con cerdo. Don Israel, se lo había contado. Por lo que esgrimiendo una excusa le pidió que se fuera. Él, le besó la mano a la madre, le dio una palmada al padre y se demoró en la piel del los dedos lívidos de la niña. Un guante, sacado con apuro había rodado sobre la pequeña alfombra y él, lo había tomado. La kipá se había deslizado de la cabeza y ella en un intento de evitar comentarios la alzó. Salió Moisés apurado. En la manito de la sombrerera quedó aquel símbolo de su enamoramiento.  Antes de partir, en la verja, Moisés le tomó el rostro y la besó, con ternura y pasión, diciéndole palabras de amor.
                        Cuando llegó al negocio, al día siguiente, el patrón la miró esquivo y no esperó comentarios. Moisés no volvió nunca. Ella esperó. La señora Rebeca le contó el secreto; le dijo, que después de aquel día, a él, lo habían obligado a viajar a Buenos Aires. Se había casado con una muchacha de Villa Crespo, heredera de una gran fábrica a la que lo obligaron a desposar.
                        Los años para ambos fueron atravesando sus historias personales. Interesantes para él. Apenas relatables para ella. Un sin fin negocios y vivencias diferenciaron sus vidas. Él, creó un pequeño imperio económico. Una familia obediente y llena de viajes por el mundo, que llenaban de alegría el rostro del hombre padre. Su bella casa en donde se festejaban los recuerdos, Bart Mitz Bat y Años Nuevos; brillaba con el color de una familia con esperanzas en la inteligencia de los hijos que llegaron a completar las expectativas de los ancianos abuelos.
                        María de la Consolación, siguió en su ensoñación dando todo de sí. Cuidando a sus padres y los siete sobrinos que alegraban el pequeño hogar obrero en la tierra de los sismos. Callada y simple como un pajarito de campo cantaba en su mesa de trabajo, sin cambiar su peinado ni su figura delgada y pálida.
Cuando Moisés camina por la calle Canning o cierra algún negocio difícil, saca y acaricia un pequeño y horroroso guante de lana verde brillante. Recuerda a la bella cristiana que iluminó su juventud y el sueño de un amor verdadero.
Ella en el corpiño tiene una pequeña kipá con una dorada estrella descolorida. Y cubre sus canas con el viejo sombrerito negro de topé, que él le sacó una noche, antes de darle el único beso de amor, que recibió de un hombre.
                       


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