martes, 24 de noviembre de 2020

EL TRAPECISTA

             Anatol se escapó de su dacha una siesta de verano. Corrió por la vereda empedrada hasta la calle donde viera una enorme carpa desplegada en el descampado que dejara la guerra. Allí del mil colores una enorme construcción, para él, maravillosa, se abría a la curiosidad de la gente. Se escondió entre unos carromatos y esperó.

            Al atardecer, comenzó a llegar gente que se detenía en una casilla donde un pintoresco payaso abría una boca grande y por ahí, pasaban un papel y la gente dejaba un rublo.

            Se deslizó por debajo de una tela rústica y pesada. Entró como un invasor. Desprevenidos sus padres que regresaban del campo no advirtieron su ausencia. Comieron sopa de col, como todos los días e imaginaron que Anatol, andaría vagando por el campo buscando nidos y huevos. Él, estaba dentro del circo.

            Cada cosa que sucedía allí, lo dejaba extasiado. Abría los ojos y la boca sin emitir sonidos, escondido debajo de un banco de madera. Allí quedó quieto. Un atronador tambor llamó a silencio al escaso público. Una luz se elevó al centro de la carpa; ahí suspendido como un ave estaba un joven de figura atlética haciendo piruetas y movimientos elásticos que lo hacían volar por los aires.

            Anatol, vio que debajo había una red, pero no le puso mucha atención, ya que quería ver las volteretas y formas que creaba el muchacho. ¡Eso haré yo cuando crezca! Y soñó.

 

            Pasaron diez años y Anatol se fue. La gran ciudad lo recibió como recibe a los inocentes. Se lo tragó. Tenía apenas quince años y muchos sueños. Buscó trabajo en una fábrica y comenzó a indagar dónde había una escuela de trapecistas. Y en ese momento encontró una que estaba en un centro comunal del partido. Se inscribió y al comienzo fue duro el entrenamiento, pero más tenaz que hábil, logró llamar la atención de un profesor que lo tomó bajo su mano.

            Luchó para ser el mejor. Así llegó pasando de etapa en etapa hasta llegar a ser el mejor trapecista del instituto. Él, no sabía de política ni de poder, sólo de sacrificio y esmero.

            Una mañana lo visitó el comisario del partido y le propuso representar a su país en una olimpiada en Alemania. Pero el soñaba con ir al circo. No tuvo alternativa y por primera vez, viajó en avión, representó con excelencia la bandera de su país. Ganó una medalla de oro. Lo llenaron de honores cuando regresó a su país. Cuando un periodista le preguntó cuál era su sueño, él, dijo ser trapecista del circo. ¡Entonces, lo llevaron como el soñaba y realizó unas largas temporadas de país en país, de pueblo en pueblo.          Un día llegó a su pueblo. Buscó a sus padres…ya no vivían ahí. Cuando estaba en lo alto del trapecio; vio a su madre y a su padre que lo miraban asombrados sin reconocer a su hijo perdido. Se distrajo y cayó. ¡Gracias a Dios había una red debajo que contuvo su cuerpo! El grito fue enorme. Su madre lo había reconocido y corrió a abrazarlo entre los hilos de soga que sostuvieron su cuerpo. Un beso infinito lo envolvió y lágrimas de ternura cubrieron el cuerpo del trapecista más afamado del país. Anatol, no quiso seguir en el circo porque sus padres ya estaban muy ancianos y lo necesitaban.

 

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