Un hombre edifica dos sueños, un reloj y un jardín, para lograrlo trabaja hasta la hora sin regreso.
Don Rufino había llegado de su terruño lejano en un barco que transportaba mercaderías del oriente. Abarrotado de cajones, bultos y fardos inciertos; se tenía que acurrucar en los espacios mínimos de la panza de la nave. El olor nauseabundo que latigaba los infiernos oscuros adormecía su vientre que mareado se deshacía en las barandas del puente. El baño era un retrete transgresor de las buenas costumbres. Había ratas y chinches que se pavoneaban entre los barriles, y la mugre que merodeaba cada rincón del paquebote.
Su compañero era Oscar, quien en el pueblo había cometido dos actos inenarrables por osados y malignos. Él escapaba de la comandancia que lo había buscado con afán, sin saber que ya estaba encerrado entre los montones de materiales que llevaba el barco. Arribaban a los puertos que rodean el mar del Japón, pero no se atrevían a descender. No tenían buenos papeles que los defendieran y esperaban llegar a un puerto de esos que esconden “piratas y “apátridas”. Muchos lugares estaban poblados por irregulares de las fuerzas armadas de países que fueron beligerantes y que no querían regresar a sus tierras por fechorías cometidas y deudas múltiples con la sociedad.
En una tormenta borrascosa y triste, Rufino, comenzó a soñar. Sentía que su vida iba a cobrar sentido cuando creara una familia, una casa con ventanas amplias por donde ingresara el aire puro y sano del mundo, suelo habitable y generoso en donde pudiera hacer posible la actividad que más amaba: trabajar.
Oscar tomó la decisión de abandonarlos en una isla pequeña, donde un truhán más, no se notaría. Y el compañero de la aventura, sintió que se elevaba el ancla de su destino. Lo saludo con un abrazo, le regaló unas monedas de plata que traía y lo despidió sin demostrar lo feliz que se sentía. Ancho el corazón y la esperanza ancha.
Llegaron a un puerto donde el olor a sal y algas, profetizaba una vida. Y bajó su ancla. Con su bulto al hombro y su mano adelantada, saludó a sus compañeros de travesía. Despedida sin mayores ruidos. Rufino, amagó al puesto del sereno guardia y entró como forastero hambriento. Pidió asilo. La mirada penetrante del vigía, descubrió al hombre, cuyo interior no escondía maldad, sino una enorme pena.
Le tendió un papel con varios sellos y lo dejó pasar. Un aroma de calles habitadas, con sabor a guisos y pucheros, despertó su asombro. ¡La tierra prometía!
Caminó con esperanza silbando una canción en la memoria de los ancestros dejados atrás, y se mezcló con parroquianos que laboriosos, iban y venían con sacos llenos de frutos de la tierra. Entró en una fonda y pidió un trozo de pan. Lo miraron asombrados cuando puso una moneda de plata sobre la madera desnuda del boliche. Vino un mozo con una hogaza del más perfumado pan que sintiera en meses. Un tazón de carne y alubias en brebaje celestial, para su hambre. Comió en silencio,
Pronto preguntó por un albergue, ya que hotel era muy caro, pensó. Le indicaron uno a pocas calles. Era una casa antigua y amable. Y pasó la mejor noche que soñara. Durmió con el corazón puesto en la ventana desde donde se podía ver el pueblo. era un lugar hermoso.
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