jueves, 5 de noviembre de 2020

HUYENDO


            Buscó desesperada un teléfono público en el barrio. Miraba por tras su hombro esperando que él, la vendría a buscar y la arrastraría a la casa. Nadie caminaba a esa hora por allí, pero se sentía perseguida, observada y esperaba otro castigo.

            Se casó enamorada y como joven sin experiencia, ciega a los pequeños tic que le había mostrado él. No hables con las vecinas. No quiero ver a tu familia cerca. Esas taradas de amigotas que tenés ni que se acerquen.

            Se casó con el vestido blanco de su madre que lloraba intuyendo cómo era ese hombre. La llevó a vivir en una casa de campo. Solitaria y a los nueve meses tuvo el primer niño. No permitió que la atendiera un médico y su familia sólo la pudo ver una vez. Al año tuvo a la niña. Todo era igual o peor. Un día que la encontró hablando con la hermana, le arrancó el teléfono y le dio un golpe que la derribó. Desde ese día arreciaban los golpes, los puntapiés y los insultos. Luego venía con flores y chocolates. Pedía perdón llorando y ella, incrédula aceptaba que él, era así.

            Llegó el tercer hijo y él le dijo basta, ahora no tendrás más chicos. Y usó cuanto método conocía para evitar un nuevo embarazo. Pero, seguían los porrazos y peleas sin fin. Los chicos crecieron viendo a su madre con los ojos morados, hinchada la cara o un hueso entablillado.

            Cuando tuvieron edad, él, los llevaba a la escuela del pueblo. Los dejaba y los retiraba, las maestras no entendían cómo nunca aparecía la madre. Limpios, bien arreglados y educados, no había nada reprochable.

            Ella exploró cómo podía ir al pueblo cuando él, no estaba. Logró caminar atravesando un pastizal y llegar a una placita. Allí vio que había un almacén, una estación de venta de gasolina y una tienda. Observó cuidadosamente para ver si había una cabina de teléfono. La vio de lejos. Corrió y llegó a tiempo para que no se diera cuenta que había salido.

            Esperó pacientemente el día. Armó en una mochila un pequeño bulto con los documentos de los chicos y los suyos. Algo de ropa. Poca para que no se notara que faltaban prendas. Cocinó huevos frescos de gallina y los guardó envueltos en una pequeña toalla húmeda. Esperó hasta cierta hora y salió corriendo por el pastizal hasta la estación de gasolina y pudo hablar por teléfono con su padre: “Papá por favor vení a las once en punto a buscarme a la puerta de la iglesia del pueblo; es de vida o muerte” y colgó. Corrió hasta la casa. A las diez de la mañana salió rumbo a la iglesia del pueblo, siempre caminando rápido. Vio el coche de su padre parado en la esquina. Buscó a los chicos, que asombradas las docentes, le entregaron de inmediato cuando ella les suplicó: “No le digan nada al padre por ahora” y como las maestras vieron los moretones se dieron cuenta que era una mujer maltratada. Además la niña había contado llorando a su maestra cómo le pegaba el papá a su mamá. Salió corriendo, subió al coche y raudos escaparon del lugar.

            Al día siguiente llegó la policía buscando a su familia el esposo. Ella con sus padres ya habían pasado por el juzgado, demostrando frente a un médico judicial, el maltrato.

            Ahora la dulce madre con sus niños viven a cientos de kilómetros de ese hombre que no supo amar a su esposa e hijos.

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