Miró hacia la montaña y reconoció que la tormenta se avecinaba, perturbada tomó su poncho mapuche, ese que la acompañaba desde que Horacio había partido la primera vez hacia la frontera. Negros nubarrones cargados de nieve pesaban en las laderas. Bajaban los grises sobre los riscos.
Comió un buen trozo de pastel, un trago de
“chicha” y se enfundó la mochila a modo de refuerzo, llena de jamón, queso de
cabra y agua, para llevarle apoyo al hombre. Él, la esperaría en el viejo puente
junto a los abrevaderos. Las llamas y las guanacas estaban en tiempo de
parición y no podían dejarlas solas. El comprador europeo, llegaría en verano
para pasada la esquila, llevarse los vellones de mejor calidad a Milán.
El año anterior, habían sacado un
muy buen precio y las colecciones de moda en Italia, se regocijaban con la
novedad de esa lana fina y natural americana. La tormenta, con sus ráfagas de
viento helado, la tiraba sobre la agresiva senda. Siguió un trecho pero un
tapiz de nieve se iba acumulando. El frío le impedía continuar. Decidió
regresar a la cabaña. Horacio la estaría esperando ansioso. Era imprescindible
que se abrigara. El calor de la chimenea era una fuerte tentación. Pero...
debía volver a salir hacia ese destino previsto.
Ella era tan perseverante, que a
pesar del peligro, se calzó las botas largas, una vez más. Seguro que en el
refugio, aunque lejos, su hombre otearía el paisaje en la espera. Nunca lo
dejaría solo allí. En la nieve las huellas le advirtieron la presencia de un
puma, pero siguió hasta que avistó el humo de la chimenea. Los perros ladraban
con regocijo, el corazón le golpeaba el pecho como un tambor de carnaval.
Pero cuando llegó alrededor de la
cabaña, no encontró a Horacio. Tendría que esperar. ¡Adónde estaría el
hombre? El aullido de un lobo la
despertó, se había quedado dormida y ahí de pie Horacio la contemplaba con la
pipa en la mano, que entinta en sangre le advirtió que había tenido una pelea
con la fiera. Pasarían otro invierno más.
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