lunes, 2 de noviembre de 2020

UNOS PANES SOBRE LA MESA


FULBIO

Si caminaba un trecho más, encontraría la cornisa de piedras que rodeaba el límite del redil. Sus pies doloridos y mal equipados arrastraban con pena su menester como labriego. La casa grande parecía dormir a esa hora. Los perros no se acercaron para torearlo por pereza y decencia. No hacía frío, pero un vientecillo áspero tremolaba en la fértil parcela de trigo que comenzaba a dorarse en su madurez.

Seguido por su caballo, llegó al pesebre perfumado a pasto fresco. Lo dejó envuelto en una manta decolorada de lana rústica. Cerca de la puerta se lavó con agua fresca de la fuente que manaba descontrolada hacia la vega. Su brazo sostenía el rifle y del hombro colgaban dos liebres que cazara para la cena. Ingresó en la cocina. El perfume a romero y cebollas invadió su alegría. Hogar. Él, era un simple labriego asalariado pero sentía pertenecer.

Nació allí, en la casa, como un duende inevitable de los dueños; se paseó por las habitaciones siendo niño, pero llegando a la adolescencia ya fue ubicado en la zona de servicio. Amaba a esa gente. Eran su familia. El dueño, un astuto comerciante, postrado en una silla de ruedas por efecto de la guerra. La señora, una dama dulce y misteriosa que caminaba como un pajarillo sobre las alfombras, siempre lista para sus hijos que llegaban como gazapos a la mesa, hambrientos y ruidosos.

Nunca le pegaron, ni lo maltrataron. Tal vez, porque era muy parecido al mayor de los niños de la casa. Su madre, era la doncella de la señora. La cuidaba y parecían amigas.

Un día uno de los muchachos se burló de su madre y el señor, encolerizado le dio un azote con la fusta del caballo que montaba cuando recorría el campo. El chico lloró a mandíbula loca, sus gritos se escuchaban desde el gallinero donde Fulbio, se escondió. No quería ser la causa de los golpes. ¡Pero su mamá se metió en la cocina y lloró mucho! No entendía el motivo.

Al día siguiente tuvo que llevar la comida a la habitación del muchacho y este le gritó que lo odiaba. ¿Por qué sería? El chico le descargó su enojo contándole que su padre era el mismo que el de él. ¿Cómo? Sí, mi padre es tu padre, pero tú, eres hijo de la doncella y no de mamá. Salió corriendo. Se escondió en el establo. Lo vino a buscar la cocinera. Debía irse al monasterio por una orden del señor. Eso fue lo que hizo. Partió.

Al tiempo, lo fueron a buscar, tenía que trabajar en el campo. Ya los muchachos habían crecido y no había quien cuidara de la vega. Aró, sembró y cuidó a cada animal de la casa. Ya tenía como veinte años. No le permitieron ser cura, como le proponían en la abadía sus maestros. Manso, volvió y siguió siendo el labrador de la tierra.

Su madre, ya anciana, le explicó, que su futuro era mantener el bienestar de la familia. Eso la incluía a ella. Supo que cada año, sembraría, cosecharía para tener granos, porque tenía que transformar el trigo en pan para los habitantes de la casa. Su casa. Su familia y su vida.

 

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