viernes, 27 de noviembre de 2020

EL REGALO DE ABRIL

            Llegó una tarde corriendo por el pasillo de la casa. Estaba eufórico, había hecho tres goles con sus zapatillas nuevas. Los otros chicos lo habían rodeado alabando su buen juego en la cancha de la plaza. Bueno, de lo que quedaba de la plaza. Comenzaba el frío y el sol ya no alentaba a salir en las tardes y los ruidos de las metrallas tampoco. La ciudad de Alepo estaba cerca y la guerra se avecinaba, por eso su abuelo le había comprado zapatillas nuevas por si tenían que huir. Esa noche sintieron las orugas de los tanques, los gritos y no pudieron encender luces ni siquiera para orar.

            Un pequeño atado de ropa y su libro de rezos era todo lo que se podía llevar. El abuelo le acariciaba la cabeza y le abrigaba el cuerpo que ya mostraba un poco desnutrido por falta de alimentos. ¡Así es la discordia que amenazaba su país! Su padre se había ido con los del ejército regular y no sabían nada de él. Su madre lloraba, pero se las ingeniaba para hacerles la vida agradable. El techo estaba roto y caían algunas cañas hacia el suelo, pero aun había ese hermoso perfume a hogar.

            Rachid abrazó sus pocas pertenencias y se acercó al anciano. Su madre alzó a Mussi, la pequeña de seis años y salieron despacio por la parte de atrás de la casa. Llevaban muy pocas cosas. Las pocas joyas de la boda de Maymuna las escondió entre sus ropas que ya no tenían ese color negro noche de antaño. El velo le ocultaba el rostro y sus bellos ojos no se veían. Pero una mirada enrojecida abrazaba los párpados. El abuelo iba adelante como indicando por donde debían pasar. El niño se acordó de su pelota y quiso regresar pero una mano fuerte se lo impidió. Era de su tía Alifa. Allí también estaban sus primos. ¡Qué mala suerte, eran estúpidos y siempre discutían por todo! Pero estaban pálidos y callados. Terror. Eso los mantenía callados y serios.

            Un estruendo y prácticamente desapareció la casa. El fuego como mordedura de serpiente había consumido las paredes de barro y caña. Estaba desatada la contienda en el pueblo.

            Caminaron entre escombros en silencio. Las manos apretadas por los mayores y el aire irrespirable. Les dolía la garganta por el polvo y el humo que envolvía todo.

            Al amanecer se escondieron en una granja abandonada. Habían caminado un siglo para los niños agotados. El miedo acorralaba. A lo lejos se veían columnas de humos. Al regresar la oscuridad, caminaron nuevamente hacia el oeste, tenían que llegar a Turquía. Aunque ya el anciano estaba muy débil y los niños llorisqueaban.

            Maymuna, les repartió unos trozos de pita con queso de cabra, un trago de agua que se iba acabando fue lo que los animó un poco. Vieron que otras familias también escapaban por el campo. Algunos trataban de llevar sus ovejas o cabras. Pero se hacía muy difícil. Ellos iban ligeros de trastos. Los dejaban atrás muy pronto.

            Fueron días largos y dolorosos. Dejaron al abuelo que siguiera con su fuerza debilitada. Acompasaron el paso a su paso lento. Una mañana avistaron una colina donde se veía la frontera, la libertad estaba cerca. Sin embargo en silencio observaron a los mayores que miraban con mucha desconfianza la muralla de piedra que separaba su tierra con Turquía. Allí seguro habían puesto trampas.

            Esperó el abuelo las sombras y se fue acercando lentamente entre las hierbas y los matorrales. Vio a unos hombres que colgaban de un poste, otros estaban en la tierra sembrados como semillas sangrientas. Se detuvo y esperó. Unas mujeres que se acercaron al paredón lograron trepar y desaparecieron. Con su bastón les hizo una seña. Avanzaron y llegaron junto a la pared de piedra. Primero emergió el anciano, ya estaba jugado, si le herían era su destino. Luego subió a los niños uno a uno y finalmente las dos mujeres. Unos soldados que no hablaban su idioma les recibieron los pequeños bultos. Y les hablaron serios sobre algo que no entendían. Maymuna entregó dos cadenas de oro por los niños y un brazalete por ella y el anciano. Su cuñada hizo algo parecido. Los soldados las subieron a un camión y despacharon hacia el valle donde estaban los refugiados. Allí fueron acogidos por unas mujeres que no llevaban chador y se cubrían el cabello con pañuelos. Sonó la hora de oración y todos se tendieron para rezar. ¡Alá, misericordioso los había llevado a un buen lugar!

            Esa fue la primera noche que durmieron bien. A la mañana, a Rachid le indicaron que tenía que seguir al maestro. Llevó su Corán y entró en una carpa acondicionada para los muchachos. Las niñas estaban separadas.

            Pasaron días y meses. En abril, una bella señora le regaló un lindo gatito. Le pidió que lo cuidara y así la ayudaba con su tarea diaria. Cuando llegó a la carpa su madre lo regañó. ¿Cómo harás con la comida? El niño no había pensado en eso. ¡Mamá este animalito será un buen musulmán y comerá lo que consiga! La persona que se atrevió a darte este animal, no pensó en nuestras necesidades. Rachid, suspiró y regresó a buscar a la dama. Era una médica que sabía que los niños necesitan tener una mascota cuando pierden tantas cosas lindas en la niñez. Le prometió que le daría una ración para el felino, y lo acarició con ternura. Era una bella doctora extranjera. Rachid, corrió feliz por el pasillo entre las carpas del refugio con su gato que ronroneaba con gusto entre sus delgados brazos infantiles.

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