Estamos solos. Nada responde a nuestro llamado de auxilio. Quietos en la serena ensenada de la isla que nos prometiera tantos éxtasis. El transparente cielo permanentemente de color turquesa. Es irreal como todo lo que nos sucede. Un reloj marca perfecto las veinte horas. El sol se escabulló tras la costa. Un perfil apenas perceptible e inalcanzable. Somos unos ciegos habitantes fantasmales en la niebla del mar quieto. Se recorta nuestra barca como una gaviota nívea en el celeste inmenso. Silencio. Soledad. Una azotaina rítmica golpetea a estribor ya o tan pronto a babor. La madera cruje y se resiste al latido rumoroso de cada movimiento agónico del agua. Nos acechan las gaviotas para tomar su parte. El calor agobiante nos permite alucinar. Sombras desflecadas a lo lejos. Siento con horror que ya nadie me habla. Ni siquiera el hombre que abrazaba mi cuerpo amalgamando su piel ardiente a mi piel apasionada. Ya no se mueve ni alza su dorado cuerpo húmedo amurallando mi cintura apetecible de besos. Sigue el reloj marcando las veinte horas, disimulando el movimiento del territorio irrefutable de la tierra. ¿Existe un lugar en el planeta donde sea realidad la vida?
Mi cuerpo distante del insondable rectángulo del lecho.
Me levanto casi de un salto y me aproximo al timón que brilla despojado de
manos conductoras. Veo un pie descansando entre las tablas del compartimiento
de máquinas. Me agazapo y casi me deslizo por la breve escalera que me acerca
al cuerpo. Casi caigo como una carga inesperada sobre el desordenado despojo
inanimado. Siento náuseas nuevamente y me mareo. Veo tres, cuatro, ¡no!; un cuerpo caído... trato de estar cerca y
tocarlo. Está febril. Inerte. Mojo con mi camisa en un cubo que contiene agua
de mar, le aplico en la cabeza que babea. Los ojos dan vueltas, como las
gaviotas en el cielo, mostrando líneas rojas. Trato de pensar. Una imagen se
acerca y se aleja en mi mente ardiente.
Es una mesa meticulosa, limpia y ceremonial. Mantel a
cuadros azul y blanco , cubiertos de plata, copas brillantes de cristal, flores
en ramillete. Un hombre se acerca con una fuente de belleza indescriptible.
Colores: salmón, verde, amarillo, naranja, perfumes exquisitos, sabor a mar en
la langosta aliñada. El champaña que burbujea entre las sonrisas excitadas de
mi enamorado. Yo estoy sobre el mantel y me deslizo por el suelo con el vientre
aguijoneado por un dolor agudo.
De repente
comprendo. ¡Estoy envenenada! ¡La muerte acecha! El reloj marca las veinte.
Silencio. Soledad. Debo llegar a la cabina y pedir auxilio. Una mano me impide
el movimiento. El cuerpo hercúleo de mi amado me obstaculiza salir de ese lugar
sofocante. Sonríe. Me mira alucinado. Me acaricia la garganta con vaivenes
suaves de un cuchillo con movimientos sensuales. En mi obnubilación veo que
goza y se excita. Ríe. Las ruidosas carcajadas alejan los pájaros gritones que
acechan en los palos de la vela mayor. El calor me asfixia. Quiero gritar, no
puedo. El terror me paraliza. Miro el reloj, está muerto. Yo también.
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