La fiesta había cumplido con todos los augurios esperados y soñados. Sólo faltaba eso, la magia del rabel con su sonido ensoñador y triste.
Ese día, las mujeres más bellas, brillantes y sensuales, se habían trajeado y embellecido para despertar ardores inquietantes entre los varones esquivos.
El menú, preparado por las manos mágicas de un chef inigualable, había saciado el estómago más exquisito del condado. Bebieron el mejor vino de la cava más admirada y prestigiosa de la región. No había faltado nada. La noche se alejaba y el amanecer quiso entrometerse en el momento más huidizo de la plenitud selenita.
El hombre quiso cerrar la ventana pero un viento helado se interpuso. El marco dorado se movía imperceptiblemente sobre la pared del salón. La silueta de Sinali, la diosa del rabel, se había desprendido y yacía lujuriosa en la alfombra.
Sólo faltaba el fantasma del caballero armado para completar la escena. Pronto se desprendió de la vieja tela, orgulloso y febril, tomó a Sinali por la cintura, arrebatándole el rabel, se metió en el cuadro sin darse cuenta que la muchacha había envejecido ciento de años en un instante.
El temido espacio sibilino entre la vida y la muerte no respetaba la fantasía de una noche refinada y astral para los escorzos impresos en el antiguo óleo del gran salón de fiestas. La fealdad había incluido al caballero armado que ahora era un simple esqueleto con guadaña en lugar de la filosa espada reluciente.
El hombre se durmió esperando el sol para aclarar los mensajes nocturnos que borrosos en la penumbra no podía comprender.
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