lunes, 5 de abril de 2021

PACA LA DE LA MULA

 

            Esto ocurrió en una aldea llamada “Ocho Soles” hace un tiempo. Me lo contó el abuelo Antonio cuando era una niña.

                        Tener mulas en el campo, niños, es un milagro del cielo. Y si son poco mañosas un regalo de Dios. Don Tiago Medina era dueño de tres mulas de alzada. Cargaban leña y trigo en alforjas de cuero por las laderas entre árboles y rocas. Su mujer, las había enjoyados con pompones de color y cascabeles que resonaban en el camino. Hasta un día en que “Rosita” se desbarrancó cayendo por un meandro hacia el abismo. Quedó estampada en el distante cañón descoyuntada, con el morral destruido y su mujer difunta. ¡Lástima de esposa buena! Diez años acompañándolo en la vida y venir a caer sin ton ni son por el barranco abajo. ¡Y sin la mula Rosita, la tan provechosa! Viudo con una hija. Pequeña y mimada por su madre, la Pilar se quedó sola para ayudarle en el campo, la casa y los animales con sólo nueve años. El padre la miraba con tristeza, pero le cargó el lomo como a las mulas.

                        Los días de feria en el pueblo, llenaba las alforjas y talegas con frutas y verduras y por las dudas, no dejaba que la Pilar cabalgase a lomo de mula. Podía perder a su única ayuda, la hija. Allá iban los animales agobiados al paso lento que le daba su dueño y a la pobre marcha que lograba la pequeña. Regresaban cansados y con la bolsa flaca, pero con la esperanza de un día mejor.

                        En una feria, el viudo, conoció a la Paca. De carácter fuerte y limpia como el agua del arroyo. Blancas sus pechugas y ojos oscuros. Algo tiene de mora, se dijo el hombre, pero palabra va, palabra viene, la invitó a la huerta. Cuando la Paca, vio lo que el hombre tenía, no miró a la niña, sólo la tierra, las mulas, los cerdos y gallinas.

                        Se casaron pronto, dos meses apenas después de la última vendimia. Vino con sus trajes, humildes y pulcros. Pucheros de hierro, sartenes de cobre y colchas tejidas por sus propias manos con lana de oveja que ella misma hilaba. Pilar fue su sombra. Su voz resonaba en las piedras: Niña friega el piso. Lava la vajilla. Corre al gallinero, coge una gallina, busca la más vieja, y mátala para el cocido. Tiende nuestro lecho. Límpiate esos vidrios. Nunca descansaba la pobre Pilarica. Era la huérfana y el padre en silencio ni la miraba. De noche llorando llamaba a la madre y nada. Nadie respondía.

                        En la primavera le nació una hermana. Gritona y blanca como su madrastra. Pilar la adoró desde el primer vagido. La bautizaron Rocío. Redobló el trabajo. Pero era feliz con la beba. Le enseñó a caminar, a jugar, a cantar y la mimó hasta hacer de ella su muñeca. Paca, nunca permitió que rocío realizara ninguna tarea; para eso estaba Pilar. Nunca supo fregar, cocinar, hilar, tejer ni siquiera se sabía bañar o peinar. Era una figura de cristal cuidada por todos.

                        Las niñas crecieron. Cuando Pilarica cumplió catorce años, vino el herrero del pueblo y pidió su mano para el hijo mayor. Así la joven partió casada con un muchacho trabajador y bueno. Honesto y muy enamorado en secreto de su mujercita.

                        A los años el dueño de una botica habló con Tiago, para casar a Rocío con su hijo menor. Eran muy jóvenes y el buen boticario sufría al ver que el muchacho era superficial y amigo del “codillo, mus y póker”. Se trataron y alocadamente Rocío se escapó con él al cumplir los trece años. Vivían en la planta alta de la botica con un cachorro y un pájaro charlatán y arisco.

                        Dos años después, Tiago viajando con sus mulas a la feria, tuvo un accidente. Murió la mula “Jonás” y él, quedó en cama con las piernas rotas que no curaban. No hubo médico ni charlatán que no intentara sanar sus dolencias. Un día de otoño, bajo una triste llovizna cerró su pecho al aire fresco del amanecer.  

Quedó a huerta abandonada y gris. Sólo las urracas y los zorzales aparecían para desgranar las frutas que caían maduras sin que nadie las cosechara. La pena punzaba en la sala y la única mula que aún vivía rebuznaba de hambre y soledad en el pequeño potrero. Rocío no llegaba nunca hasta la casa de su madre y Pilar tenía mucho trabajo, como siempre junto a su herrero, quien tenía tareas multiplicadas por docena.

Paca, tuvo un sueño. Tiago la invitaba a enjaezar la mula, acopiar todo lo que tenía en la alacena y buscar a su hija para vivir con ella. Así fue que juntó los jamones, la panceta, los frijoles secos, orejones y pasas de uva, cargó todo en “Sol” y comenzó un descenso hacia el pueblo en encuentro de su amada Rocío.

Cuando iba llegando escuchó gritos y calló frente a ella por la ventana, un calderillo con sopa quemada. La puerta de la casa permanecía abierta y subió los escalones lentamente pisando camisas sucias, un corsé, el gato que dio un brinco y corrió buscando la salida y el perro flaco, que merodeaba por una olla de barro con algo que parecía comida, aunque estropeada y maloliente.

La muchacha yacía despeinada, con una bata sucia y rota, maldecía a su marido que borracho y desgarbado, permanecía tendido en un sillón despanzurrado. Los gritos de ira retumbaban entre las paredes de piedra como martillazos contra los tímpanos. Rocío se quedó muda. Ver ahí parada a su madre la dejó boquiabierta. Sólo atinó a preguntar por Sol, la mula. Está abajo, en la calle. El muchacho intentó pararse pero estaba tan ebrio que volvió sobre su cuerpo cayó rotundo en el piso. Impávida, acomodándose el cabello invitó a su madre a entrar. Trató de ayudar al marido y lo arrastró un poco hasta subirlo a la cama que parecía un nido de ratas.

La madre no supo que decir. Me quedaré con la hija que viva mejor…pero tendré mucho que trabajar aquí. Rocío vive mal. Yo no merezco terminar mis días así.  La mujercita, desesperada la invitó a tomar té. Lavó como pudo un pocillo y calentó agua con la poca leña que le quedaba. Su madre observaba la torpeza de las manos juveniles. Fue a buscar hasta una de las alforjas de Sol, la mula, y trajo pan, jamón serrano, nueces y huevos frescos. Charló un rato y se despidió prometiendo pronta visita. Si Tiago viera a su hija vuelve a morir de un susto, esta vez, claro. Mejor veré como vive Pilar, mi hijastra. ¡Ella tal vez no me quiera recibir, la hice trabajar tanto!  

Atravesó el pueblo. El herrero vivía en las afueras del otro lado del arroyo. La mula la llevó sin pausa ni prisa. Ya cerca de la casa, Paca vio un jardín lleno de rosas, margaritas y caléndulas. Junto al taller donde se oía el martillo y el silbido   del fuelle, vio un perro que gozoso dormía sobre una alfombrilla de hilos de algodón rústico. Los brazos fuertes y el rostro rubicundo del yerno se abrieron en una enorme sonrisa. ¡Sorprendido, llamó a Pilar, quien abrió la boca y comenzó a reír! Pase. Pase, dijo alegremente mientras se secaba las manos en su delantal. ¡Qué linda sorpresa! Sacó las riendas de “Sol” y la descargó para darle agua y sentarla bajo los árboles. ¿Dónde dejo la carga? Deja un jamón, pan y almendras, ya veré qué hago. Esto es una casa donde quiero vivir, pero no puedo quedarme si no me invitan.

Cuando ingresó a la cocina, todo brillaba. El olor a comida casera, la mesa con mantel impecable, los platos dispuestos al que Pilar agregó uno más con sus cubiertos y el vaso, le daba el sabor de hogar. Siéntese y descanse, debe estar muy fatigada. Buscó agua fresca del pozo y le sirvió mientras aligeraba sus pies en una palangana con hierbas y sal.

Pilar ¿has visto a tu hermana? La he visto, es más, voy una vez por semana y limpio, lavo su ropa y la de él, le dejo pucheros y quesos que hago yo acá… pero cada vez la veo peor.  ¡En qué me equivoqué? ¿En que nos equivocamos con tu padre? ¿Acaso fue en casarla con tan poca edad y con ese muchacho? Dime. Madre… no se.

Creo que en no enseñarle, en cuidarla tanto, en mimarla. La hemos perjudicado tanto que no se cómo hacer para socorrerla y eso que no tiene hijos. Si tuviera los seis que yo tengo… no sabría qué hacer. Acá tenemos trabajo, los niños estudian y juegan, salen por el campo y retozan. Yo hago lo mismo que hacía en casa con ustedes y no siento que es mucho. Es todo lo mismo.

Pilar, ¿puedes perdonarme? Fui mala contigo. No, me enseñó que la vida es difícil y ahora disfruto lo aprendido. Tal vez Rocío la necesite más que nadie. ¿Pero sabes lo que sufriré? He trajinado tanto y ya la mula es vieja, tu padre se ha ido y la huerta está lejos y no quiero regresar allá. ¿Qué crees que puedo hacer? Quedarse con nosotros y juntas veremos cómo ayudar a mi hermana.

Afuera las pájaros llamaban para que Pilar les diera de comer.  

           

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