Mi viejo era un héroe. Viajaba siempre al interior con la chata llena de mercadería que vendía en el campo. Con lluvia y con sol, con viento y con calma el iba por caminos internos, no por las rutas. Las rutas las usan los comerciantes grandes, los que llevan muestras. Él, no, el vendía ollas, juguetes, ropa de campo, zapatos, alpargatas, cuchillos y mil cosas que conseguía en los galpones de la aduana o en garajes escondidos de los grandes comercios.
Dormía en la camioneta o tal vez en
algún cuchitril, de esos que hay por los caminos con luces de colores y flechas
que dicen “Hotel” y son de cuarta. Mi madre lo adoraba. Y nosotros, los cinco
hermanos también.
Un día mi papá llegó fuera de hora.
Mi hermana Carlota no había ido a misa con nosotros y mamá. Él, como no tenía
llave saltó por el balcón a la pieza de arriba y el mundo se vino en catarata
hacia el “carajo”. El Aurelio Marín, nuestro vecino, casado con
Papá no dijo nada, sacó una pistola
que llevaba siempre por las dudas y le pegó un tiro. Tan pero tan mal que en
vez de darle al “tipo” mató a
Vino la policía y se lo llevó a papá
y al Aurelio. ¡Pobre mi papá, nunca supo que la puerta estaba sin llave; porque
de la vergüenza se colgó en la reja de la celda en la comisaría!
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