El grito agónico de Inti dejó la ladera adormilada. Todas las pircas sedientas, las algarrobas y los espinillos gritaron al unísono. Retumbó en los cerros el llanto del crespín y de las aves heridas por el llanto. Pyutik bajó apretando flancos amoratados por el miedo, la cuesta bravía del cerro. Saltó pircas y piedras sueltas. Sangró la piel su desnudez de ursuta y las espinas masajearon sus uñas deshilachadas. La manta de lana de llama, al viento, flagelaba aleteando en su desquite de arriar esperanza.
Con el aliento de
cardo borriqueño llegó hasta la pared de piedra ajustada como tiempo, donde
yacía el Curaca. - Vienen los hombres de
color de ampo y ojos de cielo.- y señalando el oeste se desplomó en atravieso
de sombras en la tierra apisonada de la casa. Silencio. Espera de la sabiduría
de los mayores. La mujer, Paintek Tarot, llegada en cambio desde el sur, por
una carga de hussúes que acorralaron entre los cerros, observó asustada. Ella
conocía dichos de sus mayores que atravesaban las montañas altas para
parlamentar con los araucanos, de cerca del gran río de agua salada. Callada,
con su lezna ajustaba una piel sobada
por la anciana ciega. Hacía días que fabricaba una prenda para el tiempo frío
que se avecinaba. Los pájaros hacían piruetas en el cerro señalando el cambio
de tiempo. Ella había mirado las cenizas y había descifrado los mensajes de
Wanamina, se alzó y trajo chicha para los hombres que hablaban en voz apretada. Pelme Orok la miró desolada. Ya llegaron. El mayor, hizo un ruego con chicha y cortando una rama de ata mizque, exorcizó a los espíritus de los muertos. Oró con su lengua porfiando esperanza. Los otros hombres salmodiaron cánticos antiguos.
La luna se acicaló entre las jarillas, los caldenes y molles. Desenvuelta entre estrellas infinitas, brilló un rato, pero nubes blanquecinas arrebataron su dulzura y cubrieron su dorado corazón. Los pumas se manifestaron con gritos agudos que hicieron achicarse el corazón de las mujeres y de los niños. No eran llamados a aparearse. Eran lamentos.
Nadie durmió esperando la orden de su Curaca. – Debemos irnos. Subiremos la montaña para escapar de los despojadores. Cada familia tomará sus hijos y sus ancianos, cargarán sólo lo que sus espaldas puedan sostener sin perder el ritmo de marcha y escaparemos hacia el norte. –No, así seremos diezmados. Dijo Pyutik. Ellos son muchos y llevan palos con fuego, que destrozan el cuerpo del hombre. El mayor lo amonestó con su mirada pero aceptó su comentario. Cada familia irá para una ladera diferente. Saldremos al amanecer.- y salió caminando soberbio en su temor.
Los telares quedaron abandonados. Los fogones muertos. Los cestos y cananas renunciados por las manos hábiles de las mujeres. Desaliento y humillación para los posibles guerreros que resistirían si tuvieran alguna seguridad de contrincante.
Un ruborizado pañolón de cielo nubloso se cernió sobre la serranía. En cada espalda como grilletes de piel morena un niños o un anciano, floreció desconsuelo. A cada paso se oía el retumbar de los truenos malignos del hombre hoguera, hombre de cabello de fantasma falaz. Eran barbados y engañosos. Así les hablaron los pulares. También los capayanes.
El camino fatigaba piernas. Las espaldas jactanciosas de sangre, cargaban las estólicas y flechas. Los arcos y las jarras con agua y chicha. ¡Inti se atrevía por el este cuando comprendió que no quedarían vivos. Pacha Mama, se avecinó al dios y confabuló con él…!.
Cuando los soldados de Diego de Rojas, llegaron por el paso de los cerros atravesado por valles, sólo se
enfrentaron con unos enormes cactus en silueta de árboles. Cada espina era una
lágrima derramada por los dioses. Cada brazo se elevaba hacia el cielo en busca
del auxilio divino. Cada clan era un fantasma en forma de cardón que florece
aun hoy, para recordarle al hombre que a pesar del dolor,
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