No había viajado nunca en tren. Su abuela le había preparado un bolso con ropa y enrollado un colchón de algodón que ella había armado. Una manta de lana hilada a mano. Andrés, tenía que ir a trabajar en la ciudad. En el campo no había cosecha por el clima malo que arrasó con todo.
Estaba muy tenso y asustado. Era su
primera vez. En la ciudad el tío pancho lo buscaría en la estación de trenes.
El vapor de la locomotora lo
envolvió. Le pareció que entraba en un mundo de fantasmas. Pero cuando se
disipó pudo ver a la abuela que parada secaba con el dorso de la mano una
lágrima que corría en la piel arrugada por os años y el trabajo duro del campo.
El “Rufo” su perro y el “Gringo” el
caballo bufaban en el terraplén despidiéndolo. La abuela regresaría a la chacra
en la volanta. Lentamente comenzó a moverse el monstruo de metal sobre las vías
y el ruido de fierros asustados, llenó junto al silbato del ferrocarril, la
vieja estación del “Algarrobo Ladeado”.
Sonó una campana despidiendo en la
hora justa el convoy. Andrés sacó la cabeza por la ventanilla hasta que se
desdibujó la figura de la abuela. Lloró. Pero no quiso que lo vieran así, por
lo que prendió un cigarrillo y comenzó a fumar echando humo agrio y espeso como
el tren.
El movimiento monótono del cocha lo
adormiló. Se quedó semidormido hasta que un hombre vestido con una chaqueta
verde sucia de grasa y cenizas le pidió el boleto. Se lo mostró y le hizo un
pequeño agujero con un aparato que nunca antes había visto. Ese fue uno de los
primeros objetos que comenzó a conocer.
Al medio día sintió hambre y abrió
una cesta que tenía con unos sánguches que le había puesto ella. Sintió un
dolor seco en el corazón, había dejado solita a la anciana. ¿Ahora quién
velaría por ella?
Al atardecer comenzó a ver que a la
vera de los rieles había menos campo y más casas. Algunas muy humildes y
viejas, y a medida que seguían hacia la ciudad, más y más casas y calles y
rutas que atravesaban el ferrocarril, para lo cual bajaban unas lanzas de metal
o madera pintadas en varios colores y que detenían camiones y autos y en
algunos lugares, bicicletas y motos. Avistó unos edificios altos. Eran lejanos
y parecían montañas de vidrio y metal.
De pronto el coche entró en un
terraplén y un cobertizo de metal. Era la estación mayor. Allí había mucha
gente que esperaba a los que venían en el tren. Miró por la ventanilla y vio a
su tío, que fumaba una pipa y largaba humo azul. A su lado una mujer rubia que
él, no conocía. Cuando el coche se detuvo, sonó un silbato largo y la gente
apurada comenzó a recoger sus maletas y bultos para descender. Él, esperó un
rato y después bajó. El tío lo abrazó y llorando lo beso en la frente.
-Mirá Alicia, este es mi sobrino
Andrés, es un muchacho que nunca salió del campo. Y ella ligera, le dio un beso
húmedo en la mejilla donde dejó una marca de carmín. Luego le retiró el bulto
menos pesado y lo tomó del brazo como si fuera su hijo y Andrés, la miró con el
seño fruncido. – Mirá Pancho, no le gusta la tía.- y largó una carcajada que el
tío aplaudió. Ya te acostumbrarás a mí, dijo y siguió empujando una familia
llena de niños que tenía delante. Cuando salieron a la calle, Andrés
confundido, se quiso volver atrás. Cientos de autos, micros y bicicletas
corrían de un lado a otro por la zona.
Andrés nunca va a olvidar ese viaje.
Porque nunca pudo regresar al campo y porque la abuela, llegó en pocos meses a
la ciudad porque lo extrañaba.
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