miércoles, 28 de junio de 2023

LA PISADA


Quiso tatuarse la pisada que quedó grabada en los lienzos  del lecho. No pudo. El sudor le corría por la piel e iba borrando la tinta. Su mano apretaba la aguja de oro con la que sostenía su túnica y servía, mojándola, en un jugo de limón con carbón en polvo, para herir meticuloso la piel del pecho. Ella había huido de entre sus brazos. Volvió a mirar la puerta por donde ella había desaparecido. La quiso abrir. No pudo.

Olfateó el fuerte olor a humo y cenizas. El volcán bramaba y desparramaba su lava sobre las viviendas, las villas y los mercados. Corría un río de fuego por las calles. Todo fue tapándose y en silencio quedó en el tiempo.

Pasaron siglos hasta que los arqueólogos pudieron llegar hasta ese hogar de la villa antigua. Antaño, era un espacio intocable. Cuando con nuevas tecnologías absorbieron todas las cenizas y escombros, en el mármol de una habitación encontraron el cuerpo de un hombre, hecho piedra, con las manos atrapando un alfiler de oro y una extraña pisada marcada sobre la loza de la que fuera un lecho de amantes olvidados.

UN SUEÑO CUMPLIDO

 


 

            Me llevaron a un pueblito de la costa. Era un verdadero paraíso. El océano con sus azules y verdes, transformaban la costa en una verdadera belleza inolvidable.

            Soñé que estaba parada junto a las vibrantes olas del mar que azotaban las rocas junto a la playa. Pensé en cuántas veces había querido ver ese mismo paisaje en mis ensoñaciones. Pero ese era un pequeño momento antes de dar mi exposición sobre literatura.

            Así me dejé llevar hasta un salón hermoso, con butacones de terciopelo azulado, lámparas llenas de lágrimas de cristal que brillaban con la luz. Allí me presentó un caballero al que poco comprendí por hablar en un idioma del lugar, luego una hermosa joven, de ojos negros y cabellera bellísima, tradujo al hombre.

            Frente a mí se apiñaban un grupo de estudiantes de letras.

            No me amilané, me dije: para eso estás aquí, para eso viajaste tanto… pero me temblaban las piernas. ¡Era muy estremecedor!

Fueron aminorando la brillantez de las luces y quedé envuelta en una suave azul- celeste que me permitió hablar con desenvoltura. Al finalizar mi exposición, la joven comenzó a traducir y yo me puse a observar los rostros inteligentes de los participantes.

            Luego comenzaron a preguntarme con curiosidad. ¿De dónde viene? ¿Desde cuando escribe así? ¿Por qué? Y un sin fin de consultas que me hicieron sentir algo nerviosa. Pero yo sabía que al salir de allí, pediría ir a caminar a la orilla del mar y mi corazón volvería una y otra vez a gozar tanta belleza.

            Me dieron un sabroso té de hierbas dulzonas y suaves. Unas ricas confituras de miel con almendras y nueces. Luego de un aplauso cerrado y unánime me acompañaron al hall central donde una joven mostraba sus hermosas pinturas marinas. Todos hablaban con amabilidad y cuidando no hacer demasiado ruido. Por sobre la charla se oía el chasquido de las bravas olas en las rocas en la orilla del mar. Le pedí a Aziza me acompañara a caminar un rato por ese pasaje entre burgambillas y gaviotas y se me cumplió el sueño de pasear en el mismo paraíso en la tierra.

            Hoy quiero escribir poemas a esas aguas de colores cambiantes con la luz y las sombras de las nubes y el sol que entretejían un tapiz de belleza.

 

 

LA TIERRA GIME

 


Pasa el agua entre el cieno

Abandona el oro

La calma del fulgor se apaga.

Ya no es la misma tierra

Se ha desgarrado

Tiembla la muchedumbre con su vibrato

Muerte. Muerte han gritado.

Se abalanza el barro sobre las calles.

Los pájaros huyeron. Asedian los cuervos

Todo es espanto.

Se ha cobrado venganza por el maltrato.

Tierra no mueras.

 

TODA VICTORIA ENTRAÑA TAMBIÉN UNA DERROTA...

                       

            En realidad me siento cómodo en mi rutina. Como todas las mañanas despierto a la hora en que el sol encresta sobre esa enorme lampalagua perezosa se desliza hacia el océano dorándolo todo. Los viejos edificios cobran tonos desusados de la construcción novísima de cristal del Banco de Courtenay, Diamond & cia. ( verdadera obra que yo pude haber construido en otras épocas), tiene a esa hora esos ojos de vidrios oro y cobre. Me acerco con curiosidad para ver otra lampalagua laberíntica de frenéticos vehículos que discurren por la avenida.  Bajo mis balcones se desparrama un océano verde sobre la calle. ¡ Son extraños mis vecinos de la ciudad !. Nunca elevan sus cabezas para mirar y enamorarse de sus bellezas. Sigo hasta mi alcoba y me arropo de acuerdo a las costumbres del país, gente que escoge los negros, grises. Colores de antaño, de la muerte, teniendo un clima cálido y húmedo; sigo sin entenderlos. En mi anterior cargo en Toronto o en Sudáfrica no me costó tanto adaptarme a la cotidianeidad. Me acerco a la gran mesa del comedor, con esmerado moblaje principesco. Me remonta a viejas experiencias europeas. Mi joven ayudante, de frescura sin igual, silencioso, atento, culto y de una exuberante belleza física, se afana para proveerme de todo cuanto yo acostumbro a comer. En una pequeña bandeja me deja los periódicos que hojeo y me dan una leve visión de lo que acontece en este escalofriante tiempo posmoderno. Sentado sorbo un cálido y oscuro café (si en otros tiempos yo lo hubiera saboreado me...), me sorprenden los titulares y un golpe en mi viejo pecho dormido me retrotrae a lejanas experiencias. Le Monde esgrime una foto por demás locuaz: Salah ed – Din, jefe del gobierno musulmán, proclamando su Guerra Santa a todo el mundo Cristiano en la ciudad Santa de La Meca. Miro acicateado el Herald y una ostentosa frase indica que nuestro pequeño mundo se derrumba.(quien mejor que yo para reconocer la aviesa mente de los seguidores del líder fanático). Alejo, mi secretario y servidor, me observa pero reconociendo mis reacciones, me acerca el pequeño talismán que suelo usar en momentos de inquietud. Sus pálidas manos me tocan sutilmente para infundirme seguridad. No hay palabras. Dejo mi silla y me acerco a la maravilla de este tiempo buscando un e-mail.  Encuentro varios mensajes de mis antiguos consejeros juristas que se han desempeñado en las otras embajadas junto a mí. Algunos, en las tortuosas claves, que yo descifro con suma facilidad. El súbito sonido del celular me regresan, al lugar y al tiempo presente. Alejo, lo tiende. Escucho con incómoda resistencia el llamado urgente  en la representación de Estados Unidos de América.

Tengo que abandonar mi refugio. Prevenido y listo, Roldán, mi chofer, enfila por Libertador hasta el moderno edificio. Un “Mariner” nos acompaña hasta el ascensor. Allí nos espera un coronel uniformado, con cara de mal dormido, que con una agradable sonrisa nos invita a subir a la sala donde nos esperan el embajador y el asesor de asuntos exteriores e interiores.. Me sorprende ver a mister Kevin Mc. Garlinghan y a Brian Foster vestidos con total desprejuicio. Un desmañado equipo de golf en un rincón y sus ropas deportivas,  recién llegan de un largo contrapunto golfístico. Sus amplias sonrisas en los rostros tostados por el sol, sus ojos claros rodeados por intrincada red de arrugas provocadas por eternas caminatas en las canchas, no pregonan los sucesos que acontecen en este mismo momento en el mundo. Junto a mí llega e ingresa don Jaime de Castel - Roussillón, representante del rey de Bélgica, quién apenas me ve se acerca con aflicción y sabia prudencia, sólo toca mi espalda como para expresarme su total pesar. También entra Ilich Virvoskyn jefe de la representación de Rusia y detrás de él, la hierática Fuensanta Contrera y Vega, consejera de la casa española. Reunidos comenzamos a ubicarnos en la generosa mesa frente a la gran pantalla de cuarzo donde se está por proyectar el informe de las Naciones Unidas. Intempestivamente ingresa Uriel Rabioivich con pasos altivos tratando de tomar posición delante de Zair Al Kaleih y con mirada de desprecio y rencor. Como embajadores de Israel y Palestina no pueden faltar a esta cruel reunión. 'Sin embargo extrañamente por su puntualidad reconocida, falta Sir Williams Huoms. Llega tranquilo con su clásica pipa de tabaco chocolatado. Saluda ceremoniosamente y con astutos ojos sagaces observa al grupo. ¿Quién sabe qué siente ese inglés imperturbable?

            La pantalla se ilumina y la madura figura mordaz del prestigioso príncipe Abdul Faisal XI Regente de Arabia Saudita, nos mira y comienza en su impecable inglés de Heton y Oxford, el relato del latrocinio y holocausto. -" Amigos embajadores del mundo libre, que Alá, el Todopoderoso, el Magnánimo, Perfecto, nos ilumine; desde ayer al amanecer de nuestras ciudades, un sin igual suceso ha hecho zozobrar nuestra Paz. Un atentado terrorista lanzó sobre las ciudades: de El Cairo, Damasco, Bagdah, Riyadh y la muy Sagrada  Meca, unos vehículos con cierta sustancia química que ha provocado la muerte de más de veintiocho mil personas. La enfermedad que se ha presentado es semejante a la antigua enfermedad "maldita", la lepra. Con la novedad que lo que en su tiempo prosperaba lentamente en el tiempo y que hasta hace horas era curable; para nuestros científicos es imposible de frenar. Todo hasta este momento es ineficaz. Rogamos a los países amigos un apoyo incondicional. Las aguas de nuestros pozos y los ríos, lagos, diques y fuentes de vida, están altamente contaminadas. Pronto no habrá frontera para la muerte. Israel debe prepararse para esta eventualidad. Igual que Palestina, Chipre, Turquía y todos nuestros vecinos. Desde mi despacho en el palacio del antigüo Rey Omar Baudoin VIII, en Ibn -Ahmar, los bendigo en nombre de Alá el Misericordioso."

            La imagen se desdibuja y un silencio alarmante se produce entre los intelectuales.

            -¡ La política conflictiva de nuestra era nos deja perplejos - dice Fuensanta Contrera y Vega...pero no podemos resolver solos esto, (expresa entre aliviada y quejumbrosa). Yo necesito hablar con su Majestad, el Rey y sus asesores  políticos...!.

            Todas las miradas convergen en mí, al instante. Yo soy un profundo conocedor del problema islámico y tengo reputación en todo el mundo por mis afortunadas intervenciones en los perpetuos conflictos de Medio Oriente. En mi actual condición, debo aceptar conocer mejor que nadie su historia y los acontecimientos de la tortuosa vida religiosa y política de esos pueblos ininteligibles para nuestras memorias latinas y judeo-cristianas. Unánimes son, en pedirme que viaje a la sede de la U.N. en París. De paso podré pasar por mi castillo en la Champaña para reordenar algunas faenas que tengo abandonadas.

            El corto viaje hasta mi piso me llena de estupor...debo volver a la vieja región de mis principios. Tengo un extraño dolor punzante en la espalda y siento un escozor en mis piernas. Lo que me apremia es el temor a volver a vivir ciertas situaciones que me atormentan. Reconozco que he sufrido en extremo. Mi cuerpo hoy, aparentemente ágil, fuerte y viril ha tenido tiempos de decrepitud y martirio. Alejo me espera con temor y furia contenida. Me preparo un pequeño equipaje y busco mis e-mail para saber qué órdenes he recibido de mi gobierno. Apenas puedo probar unos exquisitos bocados que me ha preparado el joven chef Guilhem, cordón rojo en la gran academia de Burdeos. El magnífico "Honda" negro de la representación, me lleva por la autopista a Ezeiza. Allí, un avión de mi gobierno, espera. Abordo, me sorprende una pequeña jovencita que será mi ayudante. Generalmente no son mujeres sino mancebos, los que acompañan nuestros confortables viajes. Me ubico y la observo. Es alta, delicada y el torso flexible como una varilla de bambú, tiene un rostro de tez pálida con profundos ojos grises. Su cabello, que debe ser larguísimo y muy ondeado, escapa del riguroso schignon con pícaras mechitas rebeldes. De excitante color cobrizo con reflejos dorados. Me recuerda a otra mujer. Pero no puedo recordar su nombre ni dónde la conocí. Me sumerjo en la lectura de mis cartas. Me duermo y sueño. Voy volando con unas enormes alas de piel dúctil, suave y levemente aterciopeladas. Frente a mí un ángel, me hace señas amistosas y se asoma peligrosamente por una almena en una torre de un castillo en la Provenza. Me señala a un grupo de cabalgaduras con sus jinetes envueltos que usan armaduras de fieros metales, penachos de plumas de colores iridiscentes, que flamean en el viento y unas capas envolventes y casi mágicas. No puedo ver sus rostros. Llevan estandartes y uno de los caballeros, erguido, ampuloso, concentrado; tiene entre su guantelete una lanza con un raro unicornio. Me despierto sorprendido. Hemos arribado al aeropuerto Charles De Gaulle. París está bajo una capa de nieve y su perpetuo cielo gris me hace estremecer. Adoro el sol de la Provenza, de Burdeos y de la campiña sureña. Un vehículo del gobierno me espera y rápidamente me aleja de allí. Me traslada a una de las construcciones del actual gobierno. El “especial” chofer, agitado, es un oscuro y brillante "martiniqueño", modelo de silencio y de humildad. Me observa por el espejito retrovisor pero no se atreve a hablar. Yo no advierto su sorpresa. Algo dentro de su ancestral origen le hace ver algo en mí, que otros hombres no vislumbran. Yo le sonrío y él, desvía la mirada. (Rumorean en el interior del móvil los zumbidos elitroides de insectos invisibles a nuestros ojos dentro de la contaminación y el gélido clima de París).       

            Llegamos al Palacio Ministerial. Antiguo edificio de un verdadero palacio del Conde Chrétien Meillant que fue devuelto muy destruido por la "chusma parisina" a Napoleón Bonaparte y que éste reconstruyó basándose en viejos cuadros que pertenecieron a la corona del Zar de todas las Rusia. El Gran Guerrero  encontró y tomó a su paso descalabrada por la ofensiva moscovita ( tengo que agregar aquí que los bonapartistas antes de su derrota entraban en los "chateau" y luego de degollar a siervos y señores se apoderaban de tesoros de incalculable valor artístico, que hoy son admirados por el mundo en los museos) . Así, ese maravilloso “chateau” ahora me contempla con rotunda sorpresa.

            Me acompaña un verdadero "efebo", plástico, anguloso, soberbio como un dios griego. Los ataviados pasillos con cortinados en ricas telas adamascadas de seda pesada, los grandilocuentes cuadros de viejos señores, con sus oscuras e incontables historias de pasiones, pecados y osadías; me siguen como a un inmigrante estrafalario que invade un territorio inexpugnable. Al encontrar una puerta de roble tallada por artesanos, un suave golpecito me hace concentrar en el glorioso rostro de mi guía. Un susurro me invita a penetrar al imponente habitáculo.

            De espaldas a mí, un hombre con un traje no convencional, de perfecta  hechura de color bordó, mira por la gran ventana hacia un intangible parque ( acá también debo agregar que los viejos señores se esmeraban en construir parques maravillosos ), con una fina copa de cristal en una mano y una larga cadena de oro en la otra, jugueteando sin mirarme comienza a repetir lo escuchado en Buenos Aires, en la embajada de U.S.A., pero ya hay más de cuarenta mil muertos y como cien mil contagiados de ese mal.

            ¡Cuando se vuelve, clava en mí su mirada y observo lo que ya no creí volver a encontrar nunca más!

             Su rostro glorioso está surcado por dos enigmáticos ojos, uno azul y el otro de un tono dorado con leves reflejos rojizos, su lacio cabello oscuro cae en un mechón sobre su frente y su nariz afilada de bella nobleza, y él con tres dedos afilados recoge en un mohín personalísimo. Deja sobre el escritorio el pequeño objeto de entretenimiento con su larga cadena de oro. Se estremece y siento con horror que un dolor lacerante me doblega entre mis omóplatos como si se me clavara una fina estaca de madera de ébano. También en mi vientre enjuto, y siento un movimiento ondulante, sinuoso como si tuviera escamas de metal, me miro angustiado pero sólo veo mis pies forrados en finísimo calzado de cuero argentino. Me calmo momentáneamente. Me siento en un sillón de terciopelo blanco y observo la estancia, ya que su teléfono vibra constantemente. Cuando se desembaraza del celular, se acerca con una sonrisa deslumbrante y me da su mano con suave signo de seguridad y amistad.

            Vuelve a preguntar cómo ha resultado mi viaje de Sud América y yo le tengo que relatar todo lo acontecido en aquel lejano hemisferio. ¿Su nombre, pregunto como si no supiera lo que voy a escuchar?  Aunque una vez en una gira por las Naciones Unidas, con la gente de Angola, Guatemala, Hong Kong y Nueva Guinea, en nuestro hotel de San Francisco, en U.S.A., tropecé con un hombre de ojos de diferente color, era un cantante de Rock, llamado David Bowy,  eran penetrantes. Color celeste uno y amarillo el otro, me dejó verdaderamente confundido y lacerado el corazón al descubrir que era un hombre con una historia dolorosa, en realidad con una crónica personal digna de un ser del báratro. Me vuelvo hacia mi interlocutor. Me miró obstinadamente con un aire indagador.

            Entra el secretario, gracioso muchacho, que espía mi rostro; trae unas finísimas tazas, piezas únicas de valor incalculable como antigüedad, con un perfumado té de hierbas orientales de un color ámbar ebúrneo y sofisticado sabor. La cucharilla taraceada en plata con un grifo esmaltado en rojo hace juego con el color del traje de Yves Saint Laurent y con el ojo rojo-dorado de mi aún desconocido internuncio; tintinea en las frágiles paredes del bello recipiente. Yo permanezco esperando, porque en la íntima profundidad del alma, no deseo aceptar que he regresado a ese abisal meandro que inoportuno me hace, me obliga a revivir una lujuriosa historia. Aventuro mis nostalgias de tiempos idos y no deseo escuchar los sucesos que nos acontecen. Hay aún un dato escondido. Los teléfonos braman y quien debe tener ese importante coloquio, no puede pronunciar ese nombre que porfía entre mis dientes y mi torturada memoria. Un secretario se desplaza con papeles y me mira con intriga.¡ Señor, monsieur...Michel de Parsarden...un secretario del ministro de guerra le envía este billete con órdenes del presidente! Pase y entréguelo usted mismo. Un regordete hombrecillo rubicundo penetra en la regia oficina, me acerca un sobre. Su extravagante traje verde oscuro con su alegre camisa amarilla trae un aleteo vibrante al nostálgico corazón. ¿Puede en un nivel ministerial un técnico prestigioso llegar a tan grande desenfado en su ropa?

¡Pero es portador de nuevas abrumadoras!

              - ¡Arde Medio Oriente en llagas pustulentas y mortíferas! - expresa penosamente mi mensajero. Ya no hay frontera con nuestra vieja madre. Europa también será presa del horror. ¿Acaso el "Cuarto Caballo del Apocalipsis " está cerca de nuestros Elíseos, del Sena...?- la congoja pintada en un rostro en extremo jovial, es un reto al optimismo.

               - Mi nombre, y recién puedo darle la bienvenida como un caballero es Julien Fhilippe de Colporteur Astucieux, en realidad todos me dicen Jul..., pero ahora debemos abocarnos a lo que nos atañe.- y comenzamos a releer los papeles que cubren el buró.

            Una pegajosa desdicha sorprende mi espíritu. Es irracional. Veo entre el joven Julien y su secretario una controvertida afinidad. Yo reconozco en ellos un torbellino de pasiones controladas. No me puedo permitir ensoñaciones. ¿He vuelto a equivocarme? El mundo se desploma. Sólo atino a comprender que he estado intentando encontrar a otro hombre y creo verlo en todos aquellos que guardan algún rasgo significativo. ¡Debo estar muy trastornado o muy viejo!

            De repente un grotesco estallido hace temblar el seguro edificio y todo comienza a ulular. Las campanas de las aristocráticas iglesias repican sin un criterio musical, las alarmas modernas de incendio, de automóviles, del edificio bancario aledaño, descontroladas, suenan. Ese pandemonium se prolonga mientras nos miramos aterrados. Cae junto a nuestros pies parte del glorioso cielorraso pintado en el siglo XV..., los cuadros se desprenden de sus fuertes soportes. ¿ Acaso un atentado terrorista? Alcanzamos a salir de la oficina y como ratas asustadas. Todos los hombres y mujeres huyen por las escaleras. Julien y su secretario se abrazan en una despedida agónica. Sirenas y gritos. Un guardia de seguridad se acerca y me vocifera que ha estallado un coche bomba con una conocida bandera del grupo mesiánico integrista... corro y llego justo para ver la gran humareda que como un hongo macilento, se alza en el lugar.

            Una hermosa mujer de no más de veinte años se aferra desesperada a mi cuello. Su larga cabellera negro azulada se desparrama por doquier, sus manos finas y bien cuidadas están crispadas en mi traje. Está manchada de un tizne verdoso. Tiene sangre en la nariz y en los oídos. Llora y no puedo hablarle por el tremendo ruido que nos rodea. Su clásico vestido se ha desgarrado y sus pequeños senos blancos se ofrecen como duraznos maduros. Me aprieta y no me deja ayudarla. ¡Es indudable que las noticias de los sucesos acontecidos en los países musulmanes han hecho estragos! Ella indudablemente cree que se está muriendo. Me besa con desesperación y su boca fresca y algo amarga pide a gritos "amor", seguridad..., quién sabe si en mí no está besando a su verdadero amante. La separo con suavidad. Entiendo a esa casi adolescente...nadie puede saber como reaccionar en situaciones límites.¡Ni aún yo que he vivido tantas experiencias!

La joven se disculpa con deliciosa inconciencia y desaparece por las calles empedradas y mojadas por la nieve algo derretida.

            Un coche policial me recupera y partimos junto con Julien y su atrevido secretario, (acá tengo que aceptar que el experimentado conocedor de política exterior es un doncel con apetencias sexuales diferentes, cosa que no me toca a mí opinar). París, está deshilachada y sucia. Gente, antes indiferente, se desploma en su tranquilo mundo edificado con paz. Todo el caos camina desenfrenadamente. Llegamos al palacio de gobierno y aquí nos están esperando tanto ujieres como altos jefes y parlamentarios. Observo rostros de espanto y desdén. Me llevan hasta una sala donde me sorprende una esmirriada figura joven, vestida con las típicas ropas de las mujeres musulmanas,( la burka,el thaub y la chilaba), bajo el negro velo una abrumadora mirada de ojos negrísimos, profundos y hostiles se insertan en los míos. Eleva una mano donde gemas estridentes me ciegan, el tintineo de sus joyas despiertan el recuerdo de una dama que supo desterrar mi soledad y descubrir mi cuerpo al amor. Me señala con el índice y proclama que soy el único que puede mediar entre los terroristas, su padre, el Rey, Emires, monarcas y gobernantes democráticos. Luego se desploma en un sillón y queda como un gorrióncito desplumado.

            - ¿La princesa Azelaís se ha desmayado...? - gimotean los estúpidos desconociendo la materia maravillosa de esa mujer. Alguien la levanta y le sirve una bebida para reanimarla. Yo la observo y transito en mi memoria. ¿Cómo haré para acercar una solución al conflicto? Me desplomo en un sofá, que rezonga con mi desparpajo. Un auxiliar se me acerca con una pequeña bandeja de plata. No lo he visto antes pero su presencia me tranquiliza y en el mínimo objeto un papel doblado hay una palabra escrita en tinta negra. Lo reconozco. Me levanto y dirigiéndome a todos les reconforto diciendo:- Voy a tener en unos minutos una reunión con el jefe de la facción terrorista. Me espera en un lugar secreto. Nadie debe venir tras de mí. Ruego mucha prudencia. Adiós y suerte.

             Salgo bajo la conmovida mirada de todos los  que allí se debaten entre la ignorancia y el miedo. La calle con frío invernal me reconforta. Siento, deseos de comer algo...es imposible en estas circunstancias. ¡Hace casi veinte horas que no he probado bocado alguno! Extraño Buenos Aires, su humedad y el ruido despiadado que produce su gente increíble. Ahora ellos estarán en sus casas mirando asombrados en sus televisores lo que acontece en la admirada Europa. Sigo en el moderno automóvil que se aleja hacia Neuilly Sur Seine, por el este, para luego tomar la autopista que nos aparta de París. (Debo evitar nombrar el lugar del encuentro por razones obvias)

            Un " Château" derruido, en un paraje desdibujado por el tiempo, me recibe con una luz pegajosa y opaca. Un grupo apenas visible, me admite con dificultad. Vuelvo a sentir el dolor agudo en mi espalda y siento un espasmo agónico en mi vientre, también tiemblan mis manos. ¡Tengo miedo!... ¡No, terror!  Se me acerca un varón recubierto con una capa y un turbante que me impide verle el rostro. Parece esos viejos enemigos de los Santos Cruzados. Un estremecimiento me oprime. Una nube de libélulas se desparrama por el lugar. Él es el temido terrorista. Se acerca y una luz ilumina el rostro. ¡Es Aiol de Lusignan con Raimondín su antepasado y mi antiguo amante esposo...! En verdad ahora sí veo su ojo azul y su ojo dorado..., su cabello lacio que cae sobre sus mejillas como tapando la vergüenza de lo que está haciendo. (¡Mi amadísimo muchacho!) Han venido de otras luchas a un tiempo desconocido y enfrentan una guerra ininteligible. Aiol con el "Unicornio" y Ramoidín de Lusignan, con un estandarte con las armas de los antepasados guerrero. ¡La locura apocalíptica y mesiánica, me desconcierta ! ¡Es él, Aiol, un verdadero espectro, con el nombre de Salah ed -Din (Saladino, el enemigo del Santo Sepulcro), mi viejo adversario...! ¿El demonio?

            Un ángel penetra por un ventanal y me trae junto a varias hadas, mi antiguo "Cuerno de Óberon". Veo entrar a mi madre, el hada "Presina" que con privilegio real, me devuelve mis perdidos dones momentáneamente. ¡Es verdad que me crecen mis lindas y suaves alas, mi cola de escamas azules y plateadas...pero logro arrancarle a los dislocados fantasmas el "Unicornio " y con las palabras mágicas redimo entre inciensos y cánticos el maldito desorden creado por Aiol y su grotesco guía! La tierra, esa intrincada, blasfema y majestuosa maravilla, volverá a ser un caos de aviones, automóviles y gente común, que se ama. Quieta un instante, luego vuelo y beso los fríos labios de Aiol, que me hacen estremecer de pasión, (recuerdo  a Julien y a su secretario), más... me despido nuevamente de mi cuerpo humano y salgo volando rumbo al infinito.

             ¡Tal vez, tal vez vuelva a Buenos Aires y me siente sobre el tejado de ese magnífico edificio de la embajada, como un adorno añoso, como una gárgola de alabastro o peltre; a contemplar el río y aprenda a tararear un tango...! ¡Total he vuelto a ser inmortal!

                        ¡Ah, antes de partir...mi nombre es Melusina...!

 

                                                                       Homenaje a Manuel Mujica Laínez y su cuento: “El Unicornio”

 

lunes, 26 de junio de 2023

INTRIGA DEL MÁS ALLÁ


         Las piedras del estrecho camino malgastan las suelas de los zapatones de Jeshua. Un olor acre a sudor mezclado con excremento humano y orín, cachetea el buen humor del joven arqueólogo. Su buen gusto y educación refinada lo deja pávido. ¿Eso será todo el tiempo? Ha llegado a Tel Aviv, el jueves. No quiso esperar el sabash, para conocer la sinagoga más famosa entre los conocedores de arte de París. Cuando ingresó, lo afrentaron los enormes bitreaux de Marx Chagal. ¿Qué maravilla! Quedó un rato largo disfrutando el ingreso del sol en los cristales multicolor. Pensó en la gente de África y recordó sus disputas con ciertos clérigos católicos. Sonrió. Un rabí se acercó y lo invitó a salir. La sorpresa lo dejó en silencio. ¿No estaba siempre abierta la gran sinagoga? No. Hay atentados, dijo el rabí y suavemente lo empujó cerrando la enorme puerta. Tras él, quedaron sus contradicciones.

         Ya en la calle buscó un taxi e hizo que lo trasladara a la Terminal de micros. Allí buscó el transporte que lo condujo a la zona de Haifa. Se durmió un trecho. Despertó en dos oportunidades en que soldados armados detuvieron el bus para observar la documentación de quienes viajaban. Sus armas, ametralladoras modernísimas,  los hacían desplazarse con cierta dificultad. Sus rostros desencajados, lamentables, miraban con asombro a los viajeros extranjeros. Cargaban granadas. ¡Tan jóvenes! Piensa. Esos muchachos crédulos. ¡Cretinos! ¿Quiénes? ¿Los  jóvenes muchachos que van a la muerte o a matar o los que detentan el poder? ¡Políticos inútiles enquistados en sus bancas sin lograr una paz entre los beligerantes! Desciende y se ve rodeado de un gentío promiscuo. Árabes, monjes cristianos, turistas del mundo, palestinos, más monjes cristianos, mercaderes, orientales cargando electrónica que atrapa o pretende atrapar la historia… idiotas. ¡Todos idiotas! Todos.

         Camina sin detenerse. Allí el olor es diferente. El vientecillo alarga el perfume del mar lejano. Sonríe. No es muy diferente del metro de París. El tufo humano, ahora que se ha poblado de gente extranjera: árabes, africanos; esta población es idéntica a la parisién. Reconozco que los parisinos no somos muy amigos de gastar agua en duchas largas como los americanos, pero toda Europa tiene poco agua y el mundo estará en guerra por el agua en los próximos siglos…Recuerda su beca en New York. Allí no era un lujo bañarse. Sigue transpirando para mimetizarse con el gentío. Su meta es la tumba que ha encontrado debajo de un antiguo muro Rudolf, apenas una semana antes. “Es del siglo I, y está intacta” – ese fue el e mail que recibió. -“Ven urgente” - y para allí partió en cuanto tuvo su visa aceptada. Convocatoria y solicitud que emanaba de un equipo multidisciplinario, que si bien estaba diseminado por otros territorios, se juntaba en 48 horas tan pronto se comunicaban.

         Primero llegó Celso Mucci, especialista en excavaciones; luego Damaris Hainzhë, doctora en desconocidas lenguas muertas; a Chakravarty Dattha, joven indi, investigador de las interrelaciones religiosas de oriente y occidente, costó recuperarlo, ya que estaba prisionero de los talibanes y se tuvo que recurrir a una fuerte presión de príncipes sauditas. Su liberación fue aplaudida por el mundo entero. Julios Patershonn llegó tras él. Geólogo e ingeniero avezado en capas tectónicas, era imprescindible para este trabajo y estaba en la zona de Nazca. Los demás eran colegas de Israel. Conocen su suelo, sus costumbres y nos facilitarán el movimiento. Pensó y comunicó al equipo ávido de comenzar.

 

LA PLANCHADORA


 

 Planchadora buena, sí, la Adelaida, y excelente almidonando. Sus labios gruesos merodean los azulados dedos que chasquean de saliva la plancha negra y pesada. Una palma rosada anida besos que rebotan en las puntillas hechas a mano para su niña. La cadera gruesa y firme ayuda empujando en la empinada calle con su cesta llena, sobre la cabeza. Lleva ropa blanca que lava y plancha, sobre un rosquete de lino. Los ojos mirones atrapan su sombra en la calle que destierra esperanza. Silban otros labios mestizos y fuertes con aliento de ajo. Ella sigue opulenta hasta el mismo núcleo de casas donde el poder esconde ambiciones y odios, ella es una reina sin poder ni trono.

            En una puerta enorme toca. Sale un hombre moreno con sonrisa alegre. Ella casi sin mirarlo empuja y le pasa la cesta. Entre sus blancas polleras se abraza una niña de rostros de ángel. Es su niña linda, es su mimosa que le trae su mascota en brazos. Besa las manitos que se pierden en sus senos rebosantes de leche y medio sentada en el pórtico le entrega su bebida santa.

            Desde la escalera la observa la madre de la niña. Con una sonrisa cómplice le hace una seña y luego que la niña abandona su pecho, se acerca y le deja en la mano monedas de plata.

            Adelaida se agacha, abraza a su muñeca de cabellos rubios y recibe la cesta con ropita nueva. Mañana regresará con sus dos bondades.

jueves, 22 de junio de 2023

DE CACERÍA

 

            Lucio, Marcos, Leonardo y Jorge, decidieron hacer un viaje al sur de la Pampa para hacer un fin de semana cazando. ¿Por primera vez las esposas aceptaban que fueran juntos en la casa rodante de Marcos! Ellos no sabían que ellas tenían planes propios. Usarían ese fin de semana sin esposos para ir  de compras, a la peluquería y comer en algún restaurante de moda. Todos ganaban, ellos no tener que despertarse temprano para ir a sus trabajos y ellas hacer esas cosas de “mujeres” que ciertamente molestaban  a los maridos.

            En la camioneta se acomodaron con tantas cosas que parecía que iban a dar la vuelta al mundo. Rosita, les había preparado sus codiciadas tortitas con chicharrón y las puso en una caja de galletas, que cuando quisieron acordar quedaba la mitad. ¿Eran tan ricas! Partieron bien temprano al llegar a Desaguadero, no advirtieron que en la otra cabina venían los “nuevos” esos que había invitado Leonardo y que no conocían de antes de esa expedición. Lucas pidió que lo cambiaran con el otro grupo para ir chequeando qué tal eran.

            Charló un rato y cuando andaban ya por el campo traviesa, por una de esas rutas de pura tierra, uno de los que viajaban sacó un revolver y disparó a una liebre que corría como libre, no más. ¿Buen susto y bronca se llevó Lucas, tenían por costumbre no llevar armas con balas en la cabina! Puramente por precaución.

            “Las armas las carga el Demonio y la descargan los tontos” decían en cada cacería.

CANALLADA

 

            Le dolía la espalda. Su mirada se perdía en los vericuetos del callejón donde juntaba cartones, bolsas, metales y objetos que le pudieran servir para vender. Su carromato, especie de nave espacial y carretilla, era un colorido muestrario de cachivaches. Lo empujaba entre las veredas y calles atestadas de automóviles, motocicletas y transeúntes. Las tiendas no diferían de su carretón. La diferencia estaba en los dueños. Hombres con impolutos vestidos de blanco o negro, siempre limpios y con sus cabellos aceitados. Sandalias de cuero y  bolsa bien rellena de monedas y billetes. La sonrisa, marcada con un carbón invisible. Estáticos, inquisidores y soberbios. A él, le mataba la espalda todo el día. Arrastraba sus tesoros como un mago sus secretos. Las manos endurecidas y callosas, tantas veces heridas por vidrios y metales… que ya no sentía ese dolor punzante de su niñez sombría. ¡Ahora siendo hombre, se miraba en los cristales como a un maniquí de cera y cerda!

            Sintió caliente sus pies, un hilo de sangre abrazaba su tobillo. Se sentó un minuto, rompió un pedazo de tela y se enrolló el tobillo. De inmediato apareció un hombre que sin decir palabra lo golpeó y lo echó del frente de su tienda. Una dama pasaba y le alcanzó un pañuelo impecable. Agradecido besó el orillo del  sari. Ella no habló. Él, tampoco. Sobraban las palabras. Siguió en su errante tarea de acumular riquezas. Encontró un cartel roto y lo sumó a la pila que llevaba. No sabía leer. Entonces, vio que se acercaban varios muchachotes con palos y dejó su carga y corrió, corrió para salvar su vida. Los truhanes, venderían el trabajo de todo ese día.

            Llegó a su barrio en los suburbios y se tiró en la estera donde dormía. Cada noche le dolía más la espalda. Tosió. Un rastro de sangre se mezcló con su saliva. Estaba hambriento. Sintió un ruido extraño. Entró silenciosa su mujer. Lo cubrió con una vieja manta y le alcanzó una sopa de vegetales que había conseguido en el mercado. Apenas pudo abrir los ojos, agradecido besó el hilachento sari de su esposa niña. Ella se agachó y le dio calor con su cuerpo tembloroso. Al oído le contó cómo había vivido ese día sin él. Una pequeña lágrima escapó por las mejillas. Sintió el movimiento del niño en el vientre abultado de la mujer y se volteó para contarle. No pudo. Ella, tenía una gran herida en el rostro, su madre, esa mañana, le había golpeado exigiéndole un dinero que no tenía. Él, sacó de entre sus ropas unos pocos billetes que había logrado guardar. ¡Ve y dale a tu madre! No quiero que te vuelva a pegar.

            Apagaron el candil y se abrazaron, el niño se movía en la panza. Ella comenzó una canción muy dulce. Se dormía. Él, tenía un dolor muy agudo en la espalda y el costado. Su alma, rota, había perdido el mañana. Sabía que vivir era difícil, pero ahora lo era mucho más. Acarició al niño y a su niña mujer. Un rayo de luz de luna, entró por el ventanuco del albergue. Y una estrella fugaz, cruzó por el oscuro cuadrado de la puerta. ¡Tal vez mañana, recuperara su carromato en donde compraban los maravillosos objetos que encontraba y le pudiera comprar un lecho a su pequeño! No perdió la esperanza. ¡Por el niño y por ella! Tenía que seguir arrastrando por las calles de Bombay sus tesoros perdidos.   

 

 

¡CUÁNTA ENVIDIA!


 

Se casaron muy jóvenes, Consuelo diecisiete y Plácido veinte. Recién salido de la mili, con un enorme amor de besos y caricias. Él, comenzó a trabajar en una empresa metalúrgica alemana, ella aprendió a coser con la abuela Filomena. De sus manos comenzaron a salir hermosos trajes, vestidos y blusas, que las clientas adoraban.

Vivieron unos meses en casa de los padres de Plácido, pero su hermano Miguel, pidió autorización para casarse también y vivir allí.

Así comenzaron los embrollos. Belinda, la novia de Miguel, venía de otro pueblo. Ciudad más grande e importante, su idea era ser patrona y dueña. El novio, soñaba con tener un sitio propio, pero recién empezando en una oficina del estado, pocas posibilidades le quedaban. La muchacha, Belinda, era un par de años mayor, y de fuerte carácter, comenzó su vida de esposa dándole órdenes a su suegra. ¡Esto se ubica acá, y esto otro es tan feo que se va! Así, Consuelo y Plácido salieron escapando de ese lío.

La abuela sacó sus ahorros de toda la vida y puso en manos de los muchachos las pesetas para dar entrega en un pequeño departamento, junto a las vías del tren de Valencia.

Trabajaron duro, ambos juntaban cuotas tras cuotas para pagar la hipoteca. Decidieron no tener niños por un tiempo, hasta estar desahogados. Llovían pedidos de trajes de novia, de abrigos y toda clase de ropa que complacía a las señoras principales del pueblo. El placer de Consuelo eran las plantas y las flores. Crecían en el pequeño balcón de su vivienda. ¡Es un primor, decían la abuela y la madre de Plácido! Y Belinda se mordía. Esa bruja hace todo bien y yo no valgo un duro para esta gente vulgar que me rodea.

Pasaron unos meses, unos años y los niños no venían. ¡Claro, era una nueva era, la de la píldora! Y los mayores hablaban soto voche, indirecta aquí e indirecta allá. Pero esquivos trataban de evitar dar una fuerte respuesta. Belinda dio su opinión. Consuelo  debe ser estéril. ¿Qué? ¿Tú como lo sabes? Y discutieron en casa de sus suegros, hasta que el anciano, se enojó. Un manotazo en la mesa, hizo caer las copas y platos al piso, haciendo un ruido atroz. ¡Silencio! Cada uno hace de su vida lo que quiere y puede. No se hable más del asunto. ¿Y Tú, mujer, acaso no puedes tú tener hijos? Que tanto te preocupan tus cuñados. El silencio desparramó preguntas sin respuestas.

Cuando ya la hipoteca se había reducido, Plácido llegó del banco con la novedad que podían pasar a vivir en un lugar más grande, cómodo y cercano al centro. Allá fueron y el departamento era precioso. Consuelo con sus manos de hadas, hizo cortinas hermosas y colchas exquisitas. Las plantas se veían gloriosas. Para inaugurar el nuevo hogar invitaron a toda la familia. ¡Oh, sorpresa, Belinda llegó hecha una furia! Quién sabe con qué dinero han logrado esta casa. Dejó una duda dolorosa en el corazón de los padres.

Al los dos meses, Consuelo supo que venía un niño. La alegría de su gente fue de fiesta. Engordaba su vientre y engrosaban sus piernas con el movimiento de la máquina de coser. Pero llegó la cuñada con una noticia: ¡Estoy embarazada! Nacerían los críos casi al mismo tiempo.

Y nacieron dos niñas y otra vez discusiones. Le pondremos Pamela, no Pamela será la mía. Entonces Irene, no como mi tía, dijo Belinda. Y busca que te busca, pensaron no decir nada y ponerle Abigail. Y al bautizarla, la cuñada mostró la hilacha… ¿Nombre extranjero ese? ¿Una antigua novia de Plácido tal vez?

Consuelo y Plácido la echaron. Sal de nuestras vidas y quédate con tu envidia, que si pudieras, le pondrías el mismo nombre. Así y gracias a la buena disposición de ambos, hoy tienen una vida feliz lejos de Belinda y de vez en cuando, Miguel viene en escondidas a comer paella con sus hermanos y sobrina.

YAZNA


 

Llegó con una carreta de parvas de pasto, parecía un pájaro escondido. Su frente despejada apenas sudaba con el sol que caliente, despertaba en la piel enrojecida lágrimas saladas de sudor. Saltó del carro, se acomodó la ropa. Su ropa desgastada y grande, le daba el toque de fantoche que los ojos sedientos de granujas, buscaban para reír de alguien. Ella era ahora la elegida. Sus botines viejos y su mirada triste, dejó perplejo al carretero, que levantando la mano gritó: ¡Adiós pequeña Yazda, que tengas suerte!

Caminó asombrada. Era una sobreviviente de la tierra árida y dormida. Su suerte estuvo echada el día que se murió el último animal en la granja. Faltaba la pastura y el agua. Y su viejo abuelo, le rogó que fuera en busca de ayuda al pueblo. Allí, detuvo la mirada en los enormes carteles de las tiendas. Buscó entre sus bolsillos el papel que le diera el anciano y caminó un trecho. Vio el dibujo que le había hecho el anciano. ¡Es aquí, dijo! Y se encaminó a una escalera de madera que roncaba como un fuelle con cada pisada de la niña.

Yazda no sabe leer. Nunca pisó una escuela. Como mujer le estaba vedado ir a los lugares donde se aprendían las palabras de ese idioma de arabescos y puntos que usaban los hombres. Ingresó en un pequeño habitáculo oloroso a sopa de guisantes y col. Apareció un hombre de larga barba negra que la miró asombrado. ¿Cuántos años tienes? ¿Por qué no usas velo?

Yazna, asustada se tocó la cabeza. Rápida como un gato se subió un chal y se cubrió sin pausa. Tengo trece años y vivo con mi abuelo. El hombre gruñó. ¿De donde vienes? ¿De quién eres nieta? Mi abuelo se llama Walazy Al Mahmud y vivo lejos. Murió el último animal en el campo, no hay agua y él, me pidió que le entregue esto.

Le entregó un atado, hecho con una seda desteñida y vieja. Eso quiere que usted o quien sea, le busque una solución a sus problemas. ¿Y usted puede ayudarle? Acaso sabe lo que está pasando allá arriba en las montañas. ¡Siéntate allí y cierra esa bocota! Niña tonta. Llamaré al jefe.

Un hombre de barba blanca y encorvado, entró sin mirarla. Se acomodó en una silla y con la cola de un camello se echaba aire. Abrió lentamente el bulto. Un pequeño libro apareció en su interior. ¡Ajá! Veamos. Leía con una especie de cristal engrosado que agrandaba su ojo. Parecía un monstruo de los cuentos que de niña le relataba el abuelo. ¡Bueno, espera acá! El anciano ingresó a un salón alejado, arrastraba sus piernas y su ánimo. Cerró una puerta y se hizo un silencio que le pareció eterno a Yazna.

Mientras esperaba, miró ávida todas las imágenes que había en las paredes. Muchas estaban escritas con las letras que ella no sabía interpretar; otras eran antiguas fotos o láminas con caras de hombres barbudos, siempre mirando con profunda oscuridad. ¿Serían los famosos jefes tribales de los que relataba su abuelo? Sintió ruidos de pisadas y arrastrarse un par de sandalias. Se abrió la puerta y apareció el anciano con un hombre joven que traía un bulto.

¡Niña, ven, acércate! Llévale esto a tu abuelo. Cuida que no se te caiga o pierda. No se lo entregues a nadie. Y recuerda, ya no eres pequeña y tienes que cubrirte el cabello, como corresponde. Dio la media vuelta y desapareció en otra oficina.

Yazna, se acomodó bien el chal y salió despacio. El bulto pesaba y ella estaba muy débil por la poca comida que había tomado esos meses. Buscó con la mirada si estaba el carrero que la trajo. A lo lejos vio el burro y la carreta sin pasto. Ahora tenía varios barriles con algún líquido. Caminó entre la risotada de unos muchachones que no hacían nada. Solo estaban ahí, como unos torpes muñecos de feria.

Se acercó al hombre que la había traído. ¿Puede llevarme a mi casa? Mi abuelo me espera. El sol parecía una hoguera en el mediodía. Sentía sed. Hambre y sueño, pero quería regresar pronto. ¿Cuánto me pagarás? Le dijo el hombre... ¡Ah, eso lo arregla con mi anciano abuelo! Ven a buscarme más tarde, como a la hora en que comienza a bajar el sol.

Yazna, se quedó sentada junto a la mula sobre un tronco de palmera. Esperaré acá. Y se quedó dormida abrazada al bulto que le diera el otro hombre en la oficina. Despertó cuando ya bajaba el sol. El carretero estaba arreglando los aperos de su mula. Ella, se dio cuenta que le faltaba el bulto. ¿Qué pasó cono lo que traía de allí? Señaló la oficina. ¡No se, ni idea, si tu no cuidas tus cosas, te duermes...! ¿Qué puedo saber yo?

La niña lloraba. ¿Ahora qué voy a hacer? El hombre la miró con picardía... ven que yo lo alcé y lo guardé junto a mis barricas. Ella, se limpió la cara y saltó al pescante.

El camino de regreso se hizo corto, la figura de su anciano abuelo se recortaba en el poniente. La esperaba ansioso y cuando llegó, la abrazó con afecto. ¿Estás bien mi niña? ¿Te trataron bien, qué traes? El conductor de la carreta le entregó el bulto. ¡Eh, el viaje sale... tres monedas de cobre! Cayeron las monedas en manos del cochero. Y te doy dos más por cuidarme a la nieta.

Entró apurado con el bulto. Yazna detrás lo seguía llena de curiosidad. Acá está el valor de la venta de esta tierra. Sólo he dejado la casa para ti y un terreno para cuando llueva y puedas tener una majada de ovejas y cabras. La pequeña lo abrazó y besó sus manos, que se agitaban en el aire.

Al día siguiente... comenzó a llover.

LA FLECHA ESCONDIDA


 

Comienzo relatando una historia familiar. Nunca supimos si era verdad o una suerte de leyenda. La abuela Catarina la contaba en tardes de calor y a veces cuando llovía y estábamos aburridos.

Cuando llegaron de su patria, en Europa, traían baúles con un sin fin de ropa, herramientas y utensilios que creían iban a necesitar en esta tierra que para ellos era desconocida y desértica. El tren que los trajo desde el puerto, los dejó en medio de un paisaje selvático con árboles gigantes, helechos enormes y plantas de todo tipo y color.

En las noches escuchaban ruidos lejanos de tambores y animales. Vivían asustados y siempre dejaban un fuego prendido por si se acercaban “fieras salvajes”. En realidad nunca vieron a dichas fieras. De  vez en cuando un monito les robaba una fruta o una ropa que la abuela tendía en un cordel de árbol en árbol, para que se secara. El sol al medio día era igual, según ella, al de su país. No soportaba la humedad, venían de un clima seco y agobiante. Mediterráneo, lejos del mar y más aun, cerca de las montañas. Allí no las había por lo que soñaban con regresar a su patria. ¡Pero no tenían dinero!

El abuelo que tenía veintiún años comenzó a trabajar en un establecimiento maderero, aprendió lentamente el idioma y se pudo defender un poco con sus compañeros de tareas.

¡Siempre renegaba de su condición de extranjero! Le daba a mi abuela, que tenía diecisiete años, unos billetes que le pagaban de jornal y le recomendaba que los escondiera muy bien.

¡Un día los vio! Eran unos nativos. Semidesnudos, con la cara pintada de color negro y collares. En una bolsa llevaban flechas y un arco. La abuela se hizo pis del susto. Ellos la miraron sorprendidos. Seguro. Era la primera vez que veían a una mujer con cabello rojo y pecas; ojos celestes y ropas que la cubrían tanto. Salieron corriendo y se perdieron entre los árboles y helechos. A uno de los pequeños se le cayó una flecha y siguió sin darse vuelta hasta desaparecer de la vista de esa “bruja de pelo rojo”.

La abuela se encerró en la habitación que había construido mi abuelo. Cerró todo lo que pudo con un amontonamiento de arcón, mesa y aparador.

¿No creo que ella tuviera menos miedo que los pobres nativos? Cuando llegó el abuelo y encontró en el espacio que servía de patio, la flecha, la recogió y luego de gritar que le abriera, entró y la dejó sobre la rústica mesa. La miraron con temor, pero el abuelo dijo que tenían que esconderla para que no la vinieran a buscar.

Con el tiempo, en el lugar donde el abuelo trabajaba, conoció a varios nativos y supo que eran buenos, tranquilos y que usaban el arco y las flechas para cazar y comer.

Igual, en mi familia, tenemos como un trofeo la famosa flecha que ya no está escondida, sino que adorna la chimenea del salón como la señal de lo que fue la lucha de ellos para adaptarse a nuestro país.

 

EN LOS ESCOMBROS


 

Caían uno a uno los ladrillos seculares. Un polvo agrio atrapaba la poca saliva que quedaba en la triste garganta cerrada del obrero. Era uno de esos inmigrantes atormentados por el hambre. Era un hombre solo. Pobre. Hombre sin esperanza, casi. Soltó el pico y acomodó un ridículo sombrero en su cabeza. Amoratadas manos duras sobaron el pescuezo secando el sudor. Se escupió esas manos embarrándolas. O no. Se refregó y continuó con su obra. Pensaba en el tiempo que le quedaba para el crepúsculo. A esa hora, las diecisiete u dieciocho, regresaba a su habitación compartida con otros parias como él. Una línea más de ladrillos y llegaría hasta el piso. Había sido hermosa esa vivienda añeja. ¿Por qué la demolían? ¿Aun sirve, pensó? Yo no tengo casa y ellos destruyen ésta tan hermosa. Su boca siempre cerrada no admitía una réplica. Había visto poco al arquitecto. Lo contrató apurado. Estaba siempre apurado. Por las rendijas de puertas viejas, despintadas, lo espiaban ojos invisibles. Él sabía. A veces se entreabría una celosía gastada y percibía  una presencia humana. Nunca vio a nadie en realidad. El calor era sofocante. El polvo penetraba en sus más íntimos orificios. Estaba solo. Siguió mecánicamente con el pico, rompe que te rompe. Su mente se fue como ave migratoria a un territorio ajeno. Se fue lejos. Sólo quería que el sol se disparara hacia el poniente.

El hierro dio un golpe agudo. Chispeó en una losa de granito. Se detuvo. Se alejó un instante y se prendió a la botella de agua. Estaba tibia. Gorgoteó en su garganta reseca. Sintió alivio. También asco. Estaba muy caliente su agua. Quizá en otra región la gente fuera más solidaria. Allí eran de arena, escurridizos, secos, muertos. Se sentó bajo un árbol que daba una sombra enorme. El verde era un paraíso de frescor impensado. Ya hacía tiempo no sentía dolor en sus músculos agarrotados. Cerró los ojos un minuto. Sintió un perfume a madera de nogal. No supo de dónde provenía. Se quedó quieto, allí, sin siquiera atinar un suspiro. Cuando se incorporó necesitó un esfuerzo inusual para volver al pico.

La losa estaba allí, con una inscripción, apenas perceptible. Tal vez no debía tocarla. Pensó en esperar al patrón. Y dejó ese rincón para luego.

Sintió que mil ojos invisibles lo observaban. Se sentían los metales herrumbrados mordiendo en las fallebas de ventanas y puertas. No vio a nadie. Ellos estaban, seguro ellos estaban, aunque no se mostraban nunca. Buscó otro ángulo de la vieja casa. Comenzó a demoler la chimenea. Era bella, recubierta de mayólicas pintadas. Un magnífico escudo labrado en bronce; y pintado. No alcanzaba a leer lo que decía.  Tomó la decisión de no romper las bellas piezas. Con una pequeña azuela comenzó a hurgar en el pegamento que las incrustaba en la chimenea. El tizne saltaba entre los colores frescos y caía como lluvia imperceptible. Era sorprendente con la facilidad que podía desprender los pequeños cuadraditos. Fue haciendo un atadillo y los escondió entre los montones de escombros. Sintió que a medida que se desprendían iba apareciendo una madera noble de color claro. Alguien, en algún momento de su historia, había escondido en ese lugar algún secreto.

Raspó y descubrió un agujero. Estaba realmente alterado. Eran ya dos cosas extrañas para un solo día. Se quedó quieto. Apoyó el pico y la azuela contra la losa de granito y automáticamente comenzó a su alrededor un raro movimiento. Se deslizaban haciendo un mágico ruido sordo. Hipnotizado comenzó a mirar el hoyo profundo. Al abrirse totalmente, se vio un muñeco hecho en paño de lana, crines, ojos de cristal y de apariencia humana varonil. Tenía un afilado estilete de acero toledano atravesando el frágil cuerpo. Parecía la imagen de un enano. Pero con forzada dificultad lo tomó sacándolo del insólito escondrijo. Lo acomodaba en un rincón cuando comenzó a ver que gente de todas las edades comenzaba a caminar por pórticos, aceras y calle. Como autómatas todos convergían en el amplio habitáculo. ¿Eran espectros o curiosos? Él, no entendía nada. Era muy ignorante. Además el terror lo petrificaba.

La tarde se estaba acostando sobre la construcción desmantelada. El jornalero sudoroso se afanaba entre ese sin fin de ojos acuosos. Buscaba un lugar por dónde huir. Ya no hacía el calor sofocante de la tarde, pero sintió igual la fiebre que le secaba la garganta agostada. Salió disparado.

La noche cubrió el edificio. Una figura fantasmagórica atravesó el portal derruido y se agachó en el frío pavimento antiguo. Se deslizó por el oscuro agujero y desapareció en las sombras. Un helado viento comenzó a mover las hojas del árbol y algunas ramas débiles comenzaron a quebrarse en una danza sutil. Nada hacía prever los sucesos que luego acontecieron.

Al regresar el día y aportar la canícula  lujuriosa de enero, el obrero destapó su miserable rectángulo personal en la demolición. No encontró nada. No estaban las tejuelas, ni las mayólicas, ni el pico, ni la azuela. Nadie aparecía en el desmedrado edificio desmantelado. Se acercó a la cavidad pétrea y allí hecho un ovillo encontró al arquitecto con un estilete atravesado en la garganta. Su mirada extraviada en un punto alejado. La mano en un gesto infantil de pánico. Ni una gota de sangre. Ni un grito en la noche. Nada. Su traje de estricto corte inglés, su reloj de oro, su blanca camisa de seda y sus zapatos impecables. En la mano que estaba bajo su cuerpo, una moneda antigua con el noble emblema de la familia. En el augusto escudo un lema en latín: Verum moritura sumus.

El hombrecillo atrapó desconfiado sus ínfimas posesiones y salió corriendo en la calle empedrada y se perdió en la villa.. 

    

LAGO HERMOSO

 

Al fin, todos la habían visto menos ella. Era la casa más antigua de Lago Hermoso. Tenía un parque de más de mil metros, que según decían fue hecho por un famoso paisajista inglés a principios del siglo veinte. Los mármoles eran italianos y la herrería española. Un estanque formado el arroyo que atravesaba un sector del jardín, estaba lleno de aves acuáticas y plantas con flores. Leticia caminó sorprendida por el alto pasadizo de árboles gigantes. Cada rincón de la casa le atraía por su color a tiempo desgastado. El musgo había marcado cada piedra, cada estatua, cada columna con una pátina inusual. Luego, entre el alto matorral, se sorprendió y gritó. Nadie le había hablado de ese extraño personaje que encontró frente a sí. El hombre, era un ser verdaderamente feo, desagradable. Por su rostro una enorme cicatriz atravesaba su mejilla izquierda y su párpado casi oculto tras una larga melena rojiza mostraba la falta de un ojo. Su paso casi imperceptible la había dejado paralizada. De los labios desdentados apenas salió un agudo chistido y con sus manos agudas mostró un mastín que ferozmente le hacía frente. Leticia, cerró los ojos y dio media vuelta para regresar a la casa. Un dedo afilado y mugriento se lo impidió. Su camisa entre esas manos horrorosas, parecía un mantillón de fiesta. Se detuvo y observó la figura. Apenas gesticulaba. ¿Era eso una sonrisa? Soltó el hombre a Leticia y le dio un ramillete de violetas y juncos en señal de amistad. Ella sonrió levemente. Ya sin tanto temor le preguntó quién era. El infeliz, comprobó, no podía hablar.

                        Él partió sin antes hacerle una inusitada reverencia. El dogo salió tras el hombre sin siquiera gruñir. Se perdió tras una alta pared de piedra cubierta de enredaderas y zarzamora. Un griterío de pájaros y aves silvestres cubrieron el paso sobre los adoquines que tapizaban parte del camino. Al divisar la fachada de la casa suspiró. En la balaustrada vio la figura varonil de Ezequiel que esperaba que los ayudantes terminaran de acomodar los muebles. El camión que los había traído ya estaba casi vacío. La tarde se imponía con sus cálidos colores morados y sus ruidos. Verlo le tradujo el miedo en alegría. Se acercó casi corriendo en el último tramo. Las risas claras de Romina y Tatiana le ampararon la nostalgia de ese cambio de hogar. La pobreza había terminado y por fin la vida recobraba el orden natural. Recuperar la casa era el principio.

                        Todos, esa noche se sentaron a comer sabiendo que nunca volverían a ser los mismos después de tanto sufrimiento. Que ya no regresarían ni el primo Jeremías ni Mario. Ellos serían una presencia en el recuerdo. La charla igual se hizo amena. Había mucho por hacer y decir sobre esa casa y Leticia contó el inesperado encuentro en el bosquecito de castaños.

                        Ezequiel quedó perplejo. No conocía ni tenía noticias que por los alrededores vivieran hombre alguno; lo que lo llevó a tomar medidas de precaución con respecto a puertas y ventanales exteriores. No obstante nunca supieron que en forma permanente fueron observados por aquel desconocido.

                        Transcurrido algunas semanas nadie volvió a hablar de ese episodio. Romina continuó su rutina con el piano. Su Chopin y Schubert mejoraban día a día. Tatiana iba y venía de la ciudad con sus telas adamascadas y terciopelos con los que fabricaba capas y ropa para damas que comenzaban a hacer vida social. Leticia consiguió que un posadero de la ciudad le comprara todos sus pasteles y dulces. Así la casa era una permanente fábrica casera. Había que recuperar lo perdido en la “quiebra” del abuelo. Ezequiel tenía el deber de trabajar los campos y hacer rendir los establos.

                        De vez en cuando aparecían hombres pidiendo trabajo o acilo y ellos le proveían de algún apoyo pensando en sus parientes en “paro”. Una tarde de invierno cuando ya estaban junto a la chimenea, Ezequiel sintió ruidos en la leñera. Tomó su rifle y salió. Allí se enfrentó con un personaje atroz. Éste, al verlo, se quedó sorprendido. Lo encontró con unos leños entre sus brazos. El hombre parecía un mendigo. Tal vez era un forastero hambriento, pensó, y recordó que Leticia le había hablado de un encuentro semejante. Interrogó, pues, al hombre y éste tratando de zafarse, dejó caer la madera e intentó salir. No se lo permitió. Cuando quiso prenderlo del brazo para introducirlo en los cobertizos, el viejo mastín atacó. Salvó la mano gracias a la gruesa capa de fieltro. El menesteroso, tomó al animal con fuerza y evitó un accidente. Agradecido, Ezequiel lo invitó a pasar y el hombre entró por su voluntad a la cocina. La sorpresa de Tatiana y Romina no se hizo esperar. Cada una soltó una palabra de desagrado. El pobre infeliz se acurrucó junto al hogar, se despojó de un viejo abrigo sucio y calentó sus manos contrahechas en el calor. Al entrar allí la cocinera se persignó. Miró al muchacho y les comenzó a relatar su historia. Ese mozo, no tenía aun treinta años, había sido hijo del patrón con una muchacha de servicio. Lo había abandonado de pequeño. El muchacho, siempre se dedicó a cuidar animales y un funesto día cayó un rayo en su cabaña. Se produjo un incendio,  lo atrapó una viga, lo encontraron medio muerto. Se había quemado la cara y roto la mandíbula, perdió parte de la lengua..., en fin un desgraciado accidente. La mujer le proporcionó un cubo con agua caliente, se bañó  y Ezequiel le dio ropa de Jeremías que habían quedado en el desván. Así descubrieron un muchacho joven, fuerte y con un enorme potencial para las innumerables tareas de la casa. A la mañana siguiente el muchacho había desaparecido.

                        ¿Cómo harían para recuperar su confianza? Tal vez con el tiempo aceptara a todos en la casa y regresara.

 

 

Accidente desde un camillero y una vecina

 


Aunque tardamos apenas diez minutos o menos, cuando llegamos no sabíamos cómo sacar a esa gente de debajo de las latas retorcidas. Un vecino nos ayudó con un matafuego y unas herramientas. Sacamos primero a la chica. Era joven, respiraba todavía y el doctor le hizo respiración, traqueotomía y se la llevaron. Estará en terapia. Yo me quedé ayudado por los bomberos que llegaron rápido. La lluvia era un impedimento más. Sobre el guardarrail, encontré un brazo y lo metí en hielo. Tal vez si salvábamos al chico se le podía reimplantar. El doctor Méndez hizo hace poco eso con otro pibe. Sentimos en un momento quejidos y así descubrimos en la banquina un  chico herido. Así comprendimos la causa del accidente. El muchacho de la banquina iba en bicicleta. Sí, seguro que por no atropellarlo embistieron pisaron el cordón de cemento. Había sangre por todos lados. Sacamos al de la bicicleta y vimos que tenía un tremendo golpe en la cabeza. Cuando extrajeron del coche al pobre muchacho comprendí que en vano había guardado el brazo en hielo.

 

Yo vivo acá casi sobre la avenida. Por casualidad vi todo. Salí a poner la basura en el canasto y sentí el chirrido de las gomas y el ruido al estrellarse el auto. Venían muy rápido y la ambulancia que llamé yo desde mi casa tardó como media hora. ¿Cómo se iban a salvar? Si el chico de la bici no se hace a un lado se caían junto con él a mi jardín. Deben haber tomado. Sacaron a una mujer que le faltaba un brazo, la sangre saltaba por todos lados y el enfermero lo único que hizo fue guardar el brazo en una bolsa con hielo. Los bomberos no tenían herramientas, si mi marido no les presta algunas no se cómo iban a trabajar. Es una vergüenza. Le aseguro que siempre ocurre lo mismo. Al chico de la bicicleta casi no lo asistieron por sacar al pibe muerto. Esto es un desastre. Debe ser que no les pagan bien. Mañana voy a llamar a la radio para pedir más seguridad.

 

Testigo impersonal:  Desde un Tren:

            El coche iba lentamente atravesando la zona este cuando se detuvo en el cruce de Ituzaingo. Había un accidente. Un coche quiso evitar a un ciclista y se tragó un cordón de cemento. Hubo un muerto, una joven herida que fue internada en terapia del hospital y un muchacho con traumatismo de cráneo. Los bomberos y el Sem llegaron muy rápido. Actuaron rápido pero no pudieron salvar al conductor. La lluvia impedía ver los detalles y cuando despejaron el lugar el tren prosiguió la marcha. Seguro mañana saldrá en los noticieros o diarios.

DESDE TODO EL PUEBLO:

Señor periodista lo hemos llamado para que escuche el clamor popular. Estamos cansados de accidentes en este lugar. Necesitamos que las autoridades conozcan nuestras necesidades.

_ Señor yo vivo junto al cruce de la avenida y veo un accidente cada dos o tres días. Estoy cansada de ver heridos y muertos.

_ Mire si yo no tuviera un taller con herramientas de todo tipo morirían muchos más que los que se mueren. A veces los médicos que vienen no tienen con qué sacar los heridos.

_ También hay gente que cruza las vías aunque estén las mini barreras bajas.

_ Eso cuando no están rotas y no funcionan. Ayer mismo cuando se cruzó el pibe en bicicleta y se mató el otro, yo creo que no funcionaban por eso se detuvo el tren media hora. Eso perjudica a la gente que trabaja. Yo llego tarde al trabajo por eso. Nadie me lo cree.

_ Señor periodista usted debe decirles que necesitamos que pongan luces, señales y que el servicio de ambulancia sea más efectivo. La chica casi se muere por el tiempo que tardaron. Al pibe le robaron la bicicleta. La lluvia no permitió ver quién se la llevó.

_ Mire señor usted que tiene el poder de llamar la atención de las autoridades, tiene que hacer que se enseñe a dejar el paso a las ambulancias y a los bomberos. Se ha perdido todo. Hasta la conciencia que le puede pasar a ellos también.

Y así quedan hablando sin llegar a un final porque lo que en realidad necesitan es poder cambiar la cultura social.

lunes, 19 de junio de 2023

LA PAREJA


 

                Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un mes. Con los brazos afrentándose las piernas encogidas, sobre la alfombra algo gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al 7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia de Medizza, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la doctora del 8º A, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki sobre su padrino. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor, el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi fantasmal. Volvió sobre sus pies, se agachó y encaró al joven. ¿Qué pasaba que no ingresaba en el departamento de su amigo? Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la bondad del viejo bribón, eso se lo guardó para sí. El desventurado con sollozos le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba puesta por dentro y nadie respondía.  No tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o ¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la policía y esperó.

     Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos. El infeliz sopillaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez  lograron ingresar en el vetusto departamento 7º A, mas... ¡Oh sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del edificio.  Ese ruido era el que molestaba a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un objeto fuera de lugar.

     Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o tres personas. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki, vestido como hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y comenzaron a desentrañar algunas historias.  La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del desaparecido.

Dueño de varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado. Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era desafortunado.

Una mañana, Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. ¿Quién pudo matar al desaparecido? ¿Había desaparecido y estaba fuera del país? La oficina se pobló de intrincados peritajes y fotos del padrino de Kiki. Los medios no hacían otra cosa que hablar del caso.

Apareció un abogado con papeles muy importantes. Había una fortuna en juego y la dudosa necesidad de abrir el testamento. ¿A quién había dejado semejante legado?

De repente comenzaron a aparecer parientes que hasta poco tiempo antes ni lo aceptaban como tal. El único que seguía llorando su desaparición era Kiki o mejor dicho Daniel Hernández. ¿Sería él, quién lo heredaría o tal vez fue quien lo mató?  

Nadie encontraba el cuerpo y sin cuerpo, no había un caso.

EN LA REGIÓN DE MIS SUEÑOS

 


En la región de mis sueños hay una mariposa transparente

que juega con mi alegría.

Tiene alas de seda y perlas.

Y una sonrisa de crepúsculo y de estrella.

Vuelo cabalgando en el fuego esmeralda de la vida,

soy la amiga de la aurora.

Mariposa celeste que me llevas a la región planetaria de los sueños

esquiva ese dragón de papel y oro,

que  impide que te siga,

que  impide que me crezcan alas  para que vuele  al cielo,

al mar, a la campiña.

Que merodee en el jardín de jazmines y peonías

que  juegue con las hadas, mis amigas

Mariposa no te acerques a mi luz que  perderás el brillo de los sueños.

Volvemos al infinito, a la región donde habito.-