En realidad me siento
cómodo en mi rutina. Como todas las mañanas despierto a la hora en que el sol encresta
sobre esa enorme lampalagua perezosa se desliza hacia el océano dorándolo todo.
Los viejos edificios cobran tonos desusados de la construcción novísima de
cristal del Banco de Courtenay, Diamond & cia. ( verdadera obra que yo pude
haber construido en otras épocas), tiene a esa hora esos ojos de vidrios oro y
cobre. Me acerco con curiosidad para ver otra lampalagua laberíntica de
frenéticos vehículos que discurren por la avenida. Bajo mis balcones se desparrama un océano
verde sobre la calle. ¡ Son extraños mis vecinos de la ciudad !. Nunca elevan
sus cabezas para mirar y enamorarse de sus bellezas. Sigo hasta mi alcoba y me arropo
de acuerdo a las costumbres del país, gente que escoge los negros, grises. Colores
de antaño, de la muerte, teniendo un clima cálido y húmedo; sigo sin
entenderlos. En mi anterior cargo en Toronto o en Sudáfrica no me costó tanto
adaptarme a la cotidianeidad. Me acerco a la gran mesa del comedor, con
esmerado moblaje principesco. Me remonta a viejas experiencias europeas. Mi
joven ayudante, de frescura sin igual, silencioso, atento, culto y de una
exuberante belleza física, se afana para proveerme de todo cuanto yo acostumbro
a comer. En una pequeña bandeja me deja los periódicos que hojeo y me dan una
leve visión de lo que acontece en este escalofriante tiempo posmoderno. Sentado
sorbo un cálido y oscuro café (si en otros tiempos yo lo hubiera saboreado
me...), me sorprenden los titulares y un golpe en mi viejo pecho dormido me
retrotrae a lejanas experiencias. Le Monde esgrime una foto por demás locuaz:
Salah ed – Din, jefe del gobierno musulmán, proclamando su Guerra Santa a todo
el mundo Cristiano en la ciudad Santa de La
Meca. Miro acicateado el Herald y una
ostentosa frase indica que nuestro pequeño mundo se derrumba.(quien mejor que
yo para reconocer la aviesa mente de los seguidores del líder fanático). Alejo,
mi secretario y servidor, me observa pero reconociendo mis reacciones, me
acerca el pequeño talismán que suelo usar en momentos de inquietud. Sus pálidas
manos me tocan sutilmente para infundirme seguridad. No hay palabras. Dejo mi
silla y me acerco a la maravilla de este tiempo buscando un e-mail. Encuentro varios mensajes de mis antiguos
consejeros juristas que se han desempeñado en las otras embajadas junto a mí.
Algunos, en las tortuosas claves, que yo descifro con suma facilidad. El súbito
sonido del celular me regresan, al lugar y al tiempo presente. Alejo, lo tiende.
Escucho con incómoda resistencia el llamado urgente en la representación de Estados Unidos de
América.
Tengo que abandonar mi refugio. Prevenido y listo, Roldán, mi chofer,
enfila por Libertador hasta el moderno edificio. Un “Mariner” nos acompaña
hasta el ascensor. Allí nos espera un coronel uniformado, con cara de mal
dormido, que con una agradable sonrisa nos invita a subir a la sala donde nos
esperan el embajador y el asesor de asuntos exteriores e interiores.. Me
sorprende ver a mister Kevin Mc. Garlinghan y a Brian Foster vestidos con total
desprejuicio. Un desmañado equipo de golf en un rincón y sus ropas
deportivas, recién llegan de un largo contrapunto
golfístico. Sus amplias sonrisas en los rostros tostados por el sol, sus ojos
claros rodeados por intrincada red de arrugas provocadas por eternas caminatas
en las canchas, no pregonan los sucesos que acontecen en este mismo momento en
el mundo. Junto a mí llega e ingresa don Jaime de Castel - Roussillón,
representante del rey de Bélgica, quién apenas me ve se acerca con aflicción y
sabia prudencia, sólo toca mi espalda como para expresarme su total pesar. También
entra Ilich Virvoskyn jefe de la representación de Rusia y detrás de él, la
hierática Fuensanta Contrera y Vega, consejera de la casa española. Reunidos
comenzamos a ubicarnos en la generosa mesa frente a la gran pantalla de cuarzo
donde se está por proyectar el informe de las Naciones Unidas. Intempestivamente
ingresa Uriel Rabioivich con pasos altivos tratando de tomar posición delante
de Zair Al Kaleih y con mirada de desprecio y rencor. Como embajadores de
Israel y Palestina no pueden faltar a esta cruel reunión. 'Sin embargo
extrañamente por su puntualidad reconocida, falta Sir Williams Huoms. Llega
tranquilo con su clásica pipa de tabaco chocolatado. Saluda ceremoniosamente y
con astutos ojos sagaces observa al grupo. ¿Quién sabe qué siente ese inglés
imperturbable?
La pantalla se ilumina
y la madura figura mordaz del prestigioso príncipe Abdul Faisal XI Regente de
Arabia Saudita, nos mira y comienza en su impecable inglés de Heton y Oxford,
el relato del latrocinio y holocausto. -" Amigos embajadores del mundo
libre, que Alá, el Todopoderoso, el Magnánimo, Perfecto, nos ilumine; desde
ayer al amanecer de nuestras ciudades, un sin igual suceso ha hecho zozobrar
nuestra Paz. Un atentado terrorista lanzó sobre las ciudades: de El Cairo,
Damasco, Bagdah, Riyadh y la muy Sagrada
Meca, unos vehículos con cierta sustancia química que ha provocado la
muerte de más de veintiocho mil personas. La enfermedad que se ha presentado es
semejante a la antigua enfermedad "maldita", la lepra. Con la novedad
que lo que en su tiempo prosperaba lentamente en el tiempo y que hasta hace
horas era curable; para nuestros científicos es imposible de frenar. Todo hasta
este momento es ineficaz. Rogamos a los países amigos un apoyo incondicional.
Las aguas de nuestros pozos y los ríos, lagos, diques y fuentes de vida, están
altamente contaminadas. Pronto no habrá frontera para la muerte. Israel debe
prepararse para esta eventualidad. Igual que Palestina, Chipre, Turquía y todos
nuestros vecinos. Desde mi despacho en el palacio del antigüo Rey Omar Baudoin
VIII, en Ibn -Ahmar, los bendigo en nombre de Alá el Misericordioso."
La imagen se desdibuja
y un silencio alarmante se produce entre los intelectuales.
-¡ La política
conflictiva de nuestra era nos deja perplejos - dice Fuensanta Contrera y Vega...pero
no podemos resolver solos esto, (expresa entre aliviada y quejumbrosa). Yo
necesito hablar con su Majestad, el Rey y sus asesores políticos...!.
Todas las miradas
convergen en mí, al instante. Yo soy un profundo conocedor del problema
islámico y tengo reputación en todo el mundo por mis afortunadas intervenciones
en los perpetuos conflictos de Medio Oriente. En mi actual condición, debo
aceptar conocer mejor que nadie su historia y los acontecimientos de la
tortuosa vida religiosa y política de esos pueblos ininteligibles para nuestras
memorias latinas y judeo-cristianas. Unánimes son, en pedirme que viaje a la
sede de la U.N.
en París. De paso podré pasar por mi castillo en la Champaña para reordenar
algunas faenas que tengo abandonadas.
El corto viaje hasta mi
piso me llena de estupor...debo volver a la vieja región de mis principios.
Tengo un extraño dolor punzante en la espalda y siento un escozor en mis
piernas. Lo que me apremia es el temor a volver a vivir ciertas situaciones que
me atormentan. Reconozco que he sufrido en extremo. Mi cuerpo hoy,
aparentemente ágil, fuerte y viril ha tenido tiempos de decrepitud y martirio.
Alejo me espera con temor y furia contenida. Me preparo un pequeño equipaje y
busco mis e-mail para saber qué órdenes he recibido de mi gobierno. Apenas
puedo probar unos exquisitos bocados que me ha preparado el joven chef Guilhem,
cordón rojo en la gran academia de Burdeos. El magnífico "Honda"
negro de la representación, me lleva por la autopista a Ezeiza. Allí, un avión
de mi gobierno, espera. Abordo, me sorprende una pequeña jovencita que será mi
ayudante. Generalmente no son mujeres sino mancebos, los que acompañan nuestros
confortables viajes. Me ubico y la observo. Es alta, delicada y el torso
flexible como una varilla de bambú, tiene un rostro de tez pálida con profundos
ojos grises. Su cabello, que debe ser larguísimo y muy ondeado, escapa del
riguroso schignon con pícaras mechitas rebeldes. De excitante color cobrizo con
reflejos dorados. Me recuerda a otra mujer. Pero no puedo recordar su nombre ni
dónde la conocí. Me sumerjo en la lectura de mis cartas. Me duermo y sueño. Voy
volando con unas enormes alas de piel dúctil, suave y levemente aterciopeladas.
Frente a mí un ángel, me hace señas amistosas y se asoma peligrosamente por una
almena en una torre de un castillo en la Provenza. Me señala a
un grupo de cabalgaduras con sus jinetes envueltos que usan armaduras de fieros
metales, penachos de plumas de colores iridiscentes, que flamean en el viento y
unas capas envolventes y casi mágicas. No puedo ver sus rostros. Llevan
estandartes y uno de los caballeros, erguido, ampuloso, concentrado; tiene
entre su guantelete una lanza con un raro unicornio. Me despierto sorprendido.
Hemos arribado al aeropuerto Charles De Gaulle. París está bajo una capa de
nieve y su perpetuo cielo gris me hace estremecer. Adoro el sol de la Provenza, de Burdeos y de
la campiña sureña. Un vehículo del gobierno me espera y rápidamente me aleja de
allí. Me traslada a una de las construcciones del actual gobierno. El “especial”
chofer, agitado, es un oscuro y brillante "martiniqueño", modelo de
silencio y de humildad. Me observa por el espejito retrovisor pero no se atreve
a hablar. Yo no advierto su sorpresa. Algo dentro de su ancestral origen le
hace ver algo en mí, que otros hombres no vislumbran. Yo le sonrío y él, desvía
la mirada. (Rumorean en el interior del móvil los zumbidos elitroides de
insectos invisibles a nuestros ojos dentro de la contaminación y el gélido
clima de París).
Llegamos al Palacio
Ministerial. Antiguo edificio de un verdadero palacio del Conde Chrétien
Meillant que fue devuelto muy destruido por la "chusma parisina" a
Napoleón Bonaparte y que éste reconstruyó basándose en viejos cuadros que
pertenecieron a la corona del Zar de todas las Rusia. El Gran Guerrero encontró y tomó a su paso descalabrada por la
ofensiva moscovita ( tengo que agregar aquí que los bonapartistas antes de su
derrota entraban en los "chateau" y luego de degollar a siervos y
señores se apoderaban de tesoros de incalculable valor artístico, que hoy son
admirados por el mundo en los museos) . Así, ese maravilloso “chateau” ahora me
contempla con rotunda sorpresa.
Me acompaña un
verdadero "efebo", plástico, anguloso, soberbio como un dios griego.
Los ataviados pasillos con cortinados en ricas telas adamascadas de seda
pesada, los grandilocuentes cuadros de viejos señores, con sus oscuras e
incontables historias de pasiones, pecados y osadías; me siguen como a un
inmigrante estrafalario que invade un territorio inexpugnable. Al encontrar una
puerta de roble tallada por artesanos, un suave golpecito me hace concentrar en
el glorioso rostro de mi guía. Un susurro me invita a penetrar al imponente
habitáculo.
De espaldas a mí, un
hombre con un traje no convencional, de perfecta hechura de color bordó, mira por la gran
ventana hacia un intangible parque ( acá también debo agregar que los viejos
señores se esmeraban en construir parques maravillosos ), con una fina copa de
cristal en una mano y una larga cadena de oro en la otra, jugueteando sin
mirarme comienza a repetir lo escuchado en Buenos Aires, en la embajada de
U.S.A., pero ya hay más de cuarenta mil muertos y como cien mil contagiados de
ese mal.
¡Cuando se vuelve,
clava en mí su mirada y observo lo que ya no creí volver a encontrar nunca más!
Su rostro glorioso está surcado por dos
enigmáticos ojos, uno azul y el otro de un tono dorado con leves reflejos
rojizos, su lacio cabello oscuro cae en un mechón sobre su frente y su nariz
afilada de bella nobleza, y él con tres dedos afilados recoge en un mohín
personalísimo. Deja sobre el escritorio el pequeño objeto de entretenimiento
con su larga cadena de oro. Se estremece y siento con horror que un dolor lacerante
me doblega entre mis omóplatos como si se me clavara una fina estaca de madera
de ébano. También en mi vientre enjuto, y siento un movimiento ondulante,
sinuoso como si tuviera escamas de metal, me miro angustiado pero sólo veo mis
pies forrados en finísimo calzado de cuero argentino. Me calmo momentáneamente.
Me siento en un sillón de terciopelo blanco y observo la estancia, ya que su
teléfono vibra constantemente. Cuando se desembaraza del celular, se acerca con
una sonrisa deslumbrante y me da su mano con suave signo de seguridad y
amistad.
Vuelve a preguntar cómo
ha resultado mi viaje de Sud América y yo le tengo que relatar todo lo
acontecido en aquel lejano hemisferio. ¿Su nombre, pregunto como si no supiera
lo que voy a escuchar? Aunque una vez en
una gira por las Naciones Unidas, con la gente de Angola, Guatemala, Hong Kong
y Nueva Guinea, en nuestro hotel de San Francisco, en U.S.A., tropecé con un
hombre de ojos de diferente color, era un cantante de Rock, llamado David Bowy,
eran penetrantes. Color celeste uno y
amarillo el otro, me dejó verdaderamente confundido y lacerado el corazón al
descubrir que era un hombre con una historia dolorosa, en realidad con una
crónica personal digna de un ser del báratro. Me vuelvo hacia mi interlocutor.
Me miró obstinadamente con un aire indagador.
Entra el secretario,
gracioso muchacho, que espía mi rostro; trae unas finísimas tazas, piezas
únicas de valor incalculable como antigüedad, con un perfumado té de hierbas
orientales de un color ámbar ebúrneo y sofisticado sabor. La cucharilla
taraceada en plata con un grifo esmaltado en rojo hace juego con el color del
traje de Yves Saint Laurent y con el ojo rojo-dorado de mi aún desconocido
internuncio; tintinea en las frágiles paredes del bello recipiente. Yo
permanezco esperando, porque en la íntima profundidad del alma, no deseo
aceptar que he regresado a ese abisal meandro que inoportuno me hace, me obliga
a revivir una lujuriosa historia. Aventuro mis nostalgias de tiempos idos y no deseo
escuchar los sucesos que nos acontecen. Hay aún un dato escondido. Los
teléfonos braman y quien debe tener ese importante coloquio, no puede
pronunciar ese nombre que porfía entre mis dientes y mi torturada memoria. Un
secretario se desplaza con papeles y me mira con intriga.¡ Señor,
monsieur...Michel de Parsarden...un secretario del ministro de guerra le envía este
billete con órdenes del presidente! Pase y entréguelo usted mismo. Un regordete
hombrecillo rubicundo penetra en la regia oficina, me acerca un sobre. Su
extravagante traje verde oscuro con su alegre camisa amarilla trae un aleteo
vibrante al nostálgico corazón. ¿Puede en un nivel ministerial un técnico
prestigioso llegar a tan grande desenfado en su ropa?
¡Pero es portador de nuevas abrumadoras!
- ¡Arde Medio Oriente en llagas pustulentas y
mortíferas! - expresa penosamente mi mensajero. Ya no hay frontera con nuestra
vieja madre. Europa también será presa del horror. ¿Acaso el "Cuarto
Caballo del Apocalipsis " está cerca de nuestros Elíseos, del Sena...?- la
congoja pintada en un rostro en extremo jovial, es un reto al optimismo.
- Mi nombre, y recién puedo darle la
bienvenida como un caballero es Julien Fhilippe de Colporteur Astucieux, en
realidad todos me dicen Jul..., pero ahora debemos abocarnos a lo que nos
atañe.- y comenzamos a releer los papeles que cubren el buró.
Una pegajosa desdicha
sorprende mi espíritu. Es irracional. Veo entre el joven Julien y su secretario
una controvertida afinidad. Yo reconozco en ellos un torbellino de pasiones
controladas. No me puedo permitir ensoñaciones. ¿He vuelto a equivocarme? El
mundo se desploma. Sólo atino a comprender que he estado intentando encontrar a
otro hombre y creo verlo en todos aquellos que guardan algún rasgo
significativo. ¡Debo estar muy trastornado o muy viejo!
De repente un grotesco
estallido hace temblar el seguro edificio y todo comienza a ulular. Las
campanas de las aristocráticas iglesias repican sin un criterio musical, las
alarmas modernas de incendio, de automóviles, del edificio bancario aledaño,
descontroladas, suenan. Ese pandemonium se prolonga mientras nos miramos aterrados.
Cae junto a nuestros pies parte del glorioso cielorraso pintado en el siglo
XV..., los cuadros se desprenden de sus fuertes soportes. ¿ Acaso un atentado
terrorista? Alcanzamos a salir de la oficina y como ratas asustadas. Todos los
hombres y mujeres huyen por las escaleras. Julien y su secretario se abrazan en
una despedida agónica. Sirenas y gritos. Un guardia de seguridad se acerca y me
vocifera que ha estallado un coche bomba con una conocida bandera del grupo
mesiánico integrista... corro y llego justo para ver la gran humareda que como
un hongo macilento, se alza en el lugar.
Una hermosa mujer de no
más de veinte años se aferra desesperada a mi cuello. Su larga cabellera negro
azulada se desparrama por doquier, sus manos finas y bien cuidadas están
crispadas en mi traje. Está manchada de un tizne verdoso. Tiene sangre en la
nariz y en los oídos. Llora y no puedo hablarle por el tremendo ruido que nos
rodea. Su clásico vestido se ha desgarrado y sus pequeños senos blancos se
ofrecen como duraznos maduros. Me aprieta y no me deja ayudarla. ¡Es indudable
que las noticias de los sucesos acontecidos en los países musulmanes han hecho
estragos! Ella indudablemente cree que se está muriendo. Me besa con
desesperación y su boca fresca y algo amarga pide a gritos "amor",
seguridad..., quién sabe si en mí no está besando a su verdadero amante. La
separo con suavidad. Entiendo a esa casi adolescente...nadie puede saber como
reaccionar en situaciones límites.¡Ni aún yo que he vivido tantas experiencias!
La joven se disculpa con deliciosa inconciencia y desaparece por las
calles empedradas y mojadas por la nieve algo derretida.
Un coche policial me
recupera y partimos junto con Julien y su atrevido secretario, (acá tengo que
aceptar que el experimentado conocedor de política exterior es un doncel con apetencias
sexuales diferentes, cosa que no me toca a mí opinar). París, está deshilachada
y sucia. Gente, antes indiferente, se desploma en su tranquilo mundo edificado
con paz. Todo el caos camina desenfrenadamente. Llegamos al palacio de gobierno
y aquí nos están esperando tanto ujieres como altos jefes y parlamentarios.
Observo rostros de espanto y desdén. Me llevan hasta una sala donde me
sorprende una esmirriada figura joven, vestida con las típicas ropas de las
mujeres musulmanas,( la burka,el thaub y la chilaba), bajo el negro velo una
abrumadora mirada de ojos negrísimos, profundos y hostiles se insertan en los
míos. Eleva una mano donde gemas estridentes me ciegan, el tintineo de sus
joyas despiertan el recuerdo de una dama que supo desterrar mi soledad y
descubrir mi cuerpo al amor. Me señala con el índice y proclama que soy el
único que puede mediar entre los terroristas, su padre, el Rey, Emires, monarcas
y gobernantes democráticos. Luego se desploma en un sillón y queda como un
gorrióncito desplumado.
- ¿La princesa Azelaís
se ha desmayado...? - gimotean los estúpidos desconociendo la materia
maravillosa de esa mujer. Alguien la levanta y le sirve una bebida para
reanimarla. Yo la observo y transito en mi memoria. ¿Cómo haré para acercar una
solución al conflicto? Me desplomo en un sofá, que rezonga con mi desparpajo.
Un auxiliar se me acerca con una pequeña bandeja de plata. No lo he visto antes
pero su presencia me tranquiliza y en el mínimo objeto un papel doblado hay una
palabra escrita en tinta negra. Lo reconozco. Me levanto y dirigiéndome a todos
les reconforto diciendo:- Voy a tener en unos minutos una reunión con el jefe
de la facción terrorista. Me espera en un lugar secreto. Nadie debe venir tras
de mí. Ruego mucha prudencia. Adiós y suerte.
Salgo bajo la conmovida mirada de todos
los que allí se debaten entre la
ignorancia y el miedo. La calle con frío invernal me reconforta. Siento, deseos
de comer algo...es imposible en estas circunstancias. ¡Hace casi veinte horas
que no he probado bocado alguno! Extraño Buenos Aires, su humedad y el ruido
despiadado que produce su gente increíble. Ahora ellos estarán en sus casas
mirando asombrados en sus televisores lo que acontece en la admirada Europa. Sigo
en el moderno automóvil que se aleja hacia Neuilly Sur Seine, por el este, para
luego tomar la autopista que nos aparta de París. (Debo evitar nombrar el lugar
del encuentro por razones obvias)
Un " Château"
derruido, en un paraje desdibujado por el tiempo, me recibe con una luz
pegajosa y opaca. Un grupo apenas visible, me admite con dificultad. Vuelvo a
sentir el dolor agudo en mi espalda y siento un espasmo agónico en mi vientre,
también tiemblan mis manos. ¡Tengo miedo!... ¡No, terror! Se me acerca un varón recubierto con una capa
y un turbante que me impide verle el rostro. Parece esos viejos enemigos de los
Santos Cruzados. Un estremecimiento me oprime. Una nube de libélulas se desparrama
por el lugar. Él es el temido terrorista. Se acerca y una luz ilumina el
rostro. ¡Es Aiol de Lusignan con Raimondín su antepasado y mi antiguo amante
esposo...! En verdad ahora sí veo su ojo azul y su ojo dorado..., su cabello
lacio que cae sobre sus mejillas como tapando la vergüenza de lo que está
haciendo. (¡Mi amadísimo muchacho!) Han venido de otras luchas a un tiempo
desconocido y enfrentan una guerra ininteligible. Aiol con el
"Unicornio" y Ramoidín de Lusignan, con un estandarte con las armas
de los antepasados guerrero. ¡La locura apocalíptica y mesiánica, me
desconcierta ! ¡Es él, Aiol, un verdadero espectro, con el nombre de Salah ed
-Din (Saladino, el enemigo del Santo Sepulcro), mi viejo adversario...! ¿El
demonio?
Un ángel penetra por un
ventanal y me trae junto a varias hadas, mi antiguo "Cuerno de Óberon".
Veo entrar a mi madre, el hada "Presina" que con privilegio real, me
devuelve mis perdidos dones momentáneamente. ¡Es verdad que me crecen mis
lindas y suaves alas, mi cola de escamas azules y plateadas...pero logro
arrancarle a los dislocados fantasmas el "Unicornio " y con las
palabras mágicas redimo entre inciensos y cánticos el maldito desorden creado
por Aiol y su grotesco guía! La tierra, esa intrincada, blasfema y majestuosa
maravilla, volverá a ser un caos de aviones, automóviles y gente común, que se
ama. Quieta un instante, luego vuelo y beso los fríos labios de Aiol, que me
hacen estremecer de pasión, (recuerdo a
Julien y a su secretario), más... me despido nuevamente de mi cuerpo humano y
salgo volando rumbo al infinito.
¡Tal vez, tal vez vuelva a Buenos Aires y me
siente sobre el tejado de ese magnífico edificio de la embajada, como un adorno
añoso, como una gárgola de alabastro o peltre; a contemplar el río y aprenda a
tararear un tango...! ¡Total he vuelto a ser inmortal!
¡Ah, antes
de partir...mi nombre es Melusina...!
Homenaje a Manuel Mujica Laínez y su cuento: “El Unicornio”