Isaac Alkyn bajó del camión que lo arrancó de su sastrería en Dessau. Le pesaba en el brazo la estrella de paño amarillo que le cosió Vielka, su mujer. ¿Adónde lo llevarán ahora? La carretera helada se alarga y es cada vez más dura.
Sobre
las tablas, todos llevaban gestos de angustia y miedo. Isaac de horror. Le
duele el cuerpo hasta los tuétanos y un sentimiento atávico lo hace pensar en
sus ancestros. Ellos allá en la primera diáspora, Moisés de Egipto cuarenta
años y luego huyendo de la árida Israel y ahora en esta nueva huída
obligatoria, sólo el rostro de un viejo Kaiser, que alcanzó a esconder entre su
ropa, pueden comprar la libertad.
La
libertad que se le ha negado a toda su estirpe. Por eso no quiso tener hijos.
Por eso no quiso salir de ese pequeño pueblo donde se sentía seguro.
A
su lado un gitano le muestra unas monedas de oro, tiene la esperanza de
conseguir sobornar a los soldados. Isaac recuerda la caja con alhajas que le
dio a Vielka antes de que lo arrancaran del negocio donde vivían. Tal vez si él
las conservara podría llegar más allá de los campamentos de trabajo donde había
unos extraños hornos en ese lugar llamado “Bergen Belsen”.
Su
mujer conseguiría salir del otro camión ya que iban niños y ancianos. El
vetusto transporte se dirigió hacia el otro pueblo en donde decían se trabajaba
y comía mejor. Lástima que a él, no le darían esa ducha de la que comentaban
algunos paisanos. Igual, cerró los ojos y se puso a cantar los Salmos de
Isaac
Alkyn pensó que después de todo al lugar que los llevaran sería el precio que
pagarían por no haber vivido nunca en la tierra de sus mayores. El motor se
detuvo, los hicieron bajar, ponerse en fila y uno por uno fue cayendo en tierra
con una bala en la frente. Habían conseguido la libertad y el paraíso en ese
pueblo llamado “Bergen Belsen”
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