La
tarde calurosa amenazaba una noche plagada de estrellas. El viejo, se sentó
sobre la madera húmeda y caliente. Sacó una antigua pipa. Miró tras las pupilas
nubladas por el tiempo y suspiró cansado. Terminaba el día y el mar calmo,
esquivo, no llenó el vientre hambreado de su barco. Poca pesca. Nada, casi
nada. No había viento y eso no permitía que se alejaran de la costa mar
adentro.
El
olor penetrante a sal y pescado, entre podrido y fresco, hería las narices a
los hombres silenciosos. El sol se escondía con esfuerzo tras la pequeña colina
en occidente. Un pescador comenzó a canturrear un sonido triste. Otro, tomó un
pequeño instrumento rústico y comenzó a elevar un sonido de belleza
inexplicable. Con ritmo a nativa sangre negra
caribeña.
El caballero que había pedido
acompañarlos ese día era un tal Hemingway, escritor que tomaba ron y masticaba
tabaco, mientras limpiaba displicente sus anteojos de armazón de oro. Parecía,
por su ropa desprolija y gastada, uno más de entre los obreros de la pesca.
Pero ese no era un hombre común. El viejo lo supo desde el instante que subió a
cubierta con su rostro avejentado y crítico.
El
bote se jactaba de ser como un delfín de madera y metal herrumbrado. Su panza
hinchada supo regresar a puerto lleno de peces. De haber luchado con los más
fieros tiburones del caribe. El viejo
achicando los ojillos desplazó una sombra tenaz por el cuerpo encorvado del
poeta. Nutrió su expectativa con un sonido agudo. Desde no muy lejos
aparecieron las aletas ahusadas de los asesinos blancos. El viejo se paró y
tomó un arpón, señalándole al hombre en desafiante orden, que imitara sus
movimientos. Sobre el agua de color sangre amarillenta, con certero golpe
atravesó el cuerpo efímero del pez bravío. No pudo el extranjero imitar su
juego. Tiró enojado el arma y se sentó perturbado en los maderos. Soñó con ser
un héroe. Ya, el sol, parecía un dromedario agonizante. A lo lejos las luces de
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