Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y
fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición
extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un
mes. Con los brazos afrentándose las piernas encogidas, sobre la alfombra algo
gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al
7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia
de Medizza, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan
metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la
doctora del 8º A, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los
ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera
al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki
sobre su padrino. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y
salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor,
el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había
acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un
tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi fantasmal. Volvió sobre sus
pies, se agachó y encaró al joven. ¿Qué pasaba que no ingresaba en el
departamento de su amigo? Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la
bondad del viejo bribón, eso se lo guardó para sí. El desventurado con sollozos
le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba
puesta por dentro y nadie respondía. No
tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o
¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la
policía y esperó.
Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a
quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos. El infeliz
sopillaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez lograron ingresar en el vetusto departamento
7º A, mas... ¡Oh sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los
ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin
encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que
indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y
comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que
usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el
video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se
movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del
edificio. Ese ruido era el que molestaba
a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un
objeto fuera de lugar.
Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la
zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o
tres personas. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki,
vestido como hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el
rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y
comenzaron a desentrañar algunas historias.
La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del
desaparecido.
Dueño de
varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado.
Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy
importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba
su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición
y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus
familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes
de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era
observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era
desafortunado.
Una
mañana, Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme
cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la
ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados
propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. ¿Quién pudo
matar al desaparecido? ¿Había desaparecido y estaba fuera del país? La oficina
se pobló de intrincados peritajes y fotos del padrino de Kiki. Los medios no
hacían otra cosa que hablar del caso.
Apareció
un abogado con papeles muy importantes. Había una fortuna en juego y la dudosa
necesidad de abrir el testamento. ¿A quién había dejado semejante legado?
De
repente comenzaron a aparecer parientes que hasta poco tiempo antes ni lo
aceptaban como tal. El único que seguía llorando su desaparición era Kiki o
mejor dicho Daniel Hernández. ¿Sería él, quién lo heredaría o tal vez fue quien
lo mató?
Nadie
encontraba el cuerpo y sin cuerpo, no había un caso.
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