Aurentia, olvídate. ¡Sí, olvídate!
Nunca podrás regresar a la tierra de tus ancestros. Deja de soñar, mujer.
Cuando se fue destruyendo la casa de
Orellanos, en el sótano, como un ancla perdida, encontraron un baúl muy viejo.
Estaba bien conservado para los años que parecía tener en ese oscuro rincón,
entre cientos de trastos olvidados. Cuando lograron abrirlo, muchas cosas se
transformaron en cenizas, otras estaban buenas.
La casa de Orellanos era un alcázar
construido con ladrillos y lágrimas de amor. El amor prohibido de tu abuela por
el señor Tiburcio Olveira Castell. Ella escondía su pasión bajo el velo de la
tristeza y la música cuando en la pianola soterraba su ira y celo. ¡Un
escándalo si proclamaba su amor! La señora de Oliveira, se sentaba cerca de su
esposo y tomaba su chocolate tibio con bizcochos cuando ella la miraba y
sonreía como si no supiera que los sudores eran por esos ardores que la
enlazaban. La casa era enorme y en el jardín, junto a la glorieta, las flores y
helechos escondían su furor apasionado. ¡Pobre tu abuela! La casaron a los
trece años con su tío de cuarenta y tantos, sin haberlo visto nunca. Por poder
ante escribano y cura.
Llegó el papel de la boda por vapor
a la ciudad dos meses después y ella lloró sobre su lecho siete días. Nadie le
podía hacer que comiera, hasta que llamaron al doctor Aurelio Oliveira Castell,
hermano del vecino. Así lo conoció. Apenas se lo presentaron en una tertulia la
flecha del amor le hincó el corazón. Amó al hermano de quien la hizo aceptar al
marido anciano que llegó a los meses desde aquellas tierras lejanas.
¡Y la pobre tuvo nueve hijos! Sin
amor y murieron siendo niños con una extraña enfermedad, que según dijo el
doctor Aurelio, era causada por ser tío y sobrina. ¡Cosas de esa época! Tu
madre sobrevivió… porque, dicen que era hija del señor Tiburcio. Comentarios de
fogones y envidias.
Bien en ese viaje dicen que llegó el
arcón que encontraron en el destrozo que realizaron los operarios. ¿Conocías
esa historia?
Habían extraviado ese enorme arcón.
Seguro que vino de allá, de la tierra lejana y mítica de ellos. ¿Tal vez ni
recordaron qué venía en él? La ropa, muy bonita se fue deshilando como un hielo
con el calor del sol, los alamares dorados y las peinetas, estaban tan duras
que se quebraban apenas los ojos se posaban en ellas. Eran un mito, una mágica
ilusión. Unas botas de cuero roídas por ratas o polillas se desfiguraron como
la bruma en las mañanas del campo.
Un cofre, que milagrosamente estaba
íntegro y sus pinturas se podían ver con colores de magnolias y rosas
amarillas, fue el gran hallazgo. Costó abrirlo. En el joyero, había un
guardapelo impecable, como recién guardado. Una pequeña trenza con cintas
desvaídas de color violeta, se enroscaba entre las florecitas que se
deshicieron con el aire. Allí estaba la clave de la historia. ¡De tu historia,
Aurentia!
Recuerdo que el tío Ortuliano la
escondió por varias generaciones, a tu historia, claro. Igual, se transformó en
el sueño de los misterios y todos protagonizamos alguna fantasía con ello. Todo
imaginario. Ese cofre nos permitió vivir una fábula distinta, emocionante,
mágica. La tía Eufrasia, decía que era de una hija perdida en medio de una
tormenta en los mares del sur. El tío, Ortuliano le agregaba pequeñas pistas a
cada pregunta que le hacíamos nosotras.
Cuando murió y desapareció la
arqueta, quedamos un tiempo confundidos. Al principio se habló en cada cena o
tertulia, hasta que se fue esfumando como el vapor de una fogata en la
madrugada. Muchas inquietudes se desvanecieron con el tránsito del tío
Ortuliano. Su amada compañera, perdió todo la esperanza de vivir y hasta se
quedó calva. Ya no tocaba el clave que habían traído desde Francia cuando
llegaron a la casa, varios años atrás.
Aurentia, deja de soñar. No podrás
ir. Eres tan distinta a todos nosotros, que te evitarán si pones un pie en la
tierra de ellos. Entonces los misterios nos acosaban. Luana, tu hermanastra, se
quedó soltera esperando conocer y recibir la herencia o el cofre con su
verdadera historia.
Creyó, la muy necia, que cada hombre
que se acercaba y pedía su mano y sus placeres, lo hacía por el valor de lo que
creíamos había encerrado allí.
Ya vieja, medio ciega, hablaba sola,
creemos que con sus fantasmas personales. Ella los veía y corría por las
galerías de la casa hablando y riendo. Siempre desnuda, cubierta solo por su
larga cabellera negra que se pintaba de gris a blanco. Su piel agrietada y
flácida. Su cara ambarina y seca. Sus manos arcillosas y artríticas se
abrazaban a los arcones de la sala. Tú, no. Seguiste pensando en un regreso
para buscar una verdad incómoda. Te tumbabas en el pasto húmedo mientras los
insectos bebían de tus ojos negros que habían perdido el brillo.
Mi querida Aurentia, nadie sabe
quién es la dueña de la trenza del cofre. Tal vez fue la amante de tu padre que
atravesó los mares en espacios infinitos como bufón burlesco. ¡Y tu madre, la
hermosa Francine, escapó de la hacienda con un soldado que le prometió ser
reina! Reina de qué, nadie lo supo ni sabe. Yo me quedé a cuidarlas. Y viví
esperando que la fortuna nos trajera un cofre con la verdadera historia.
¿Te imaginas, Aurentia, en un pueblo
de negros tú, tan blanca y bella, buscando la crónica de todos los sucesos de
entonces? Quédate tranquila, mi niña, no podrás regresar. Ese es tu destino, no
encontrar fantasmas. Sólo buenos relatos que presumo son sueños.
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