Llegó como una ráfaga de
viento helado. Su frente era un cric crac de estalactitas de acero, su cerebro
una madeja de hilos de hielo. Un sudor hervía en su piel morena. Se preguntaba
si esos cuervos que entraban y salían de su cuerpo eran reales. Afuera llovía a
cachetadas de fuego helado.
No había temblado tanto
desde que Sebastián partió por el terraplén de camino a la manifestación de los
mineros. Pero estaba allí, parado en la que fuera la puerta de la gran casa.
¡No había nadie a la vista! El silencio mortal, retenía hasta el murmullo del
agua que en pequeños chorrillos corría entre las piedras del que fuera el más
bello jardín de la región.
El valle pactaba su
existencia con el abandono y la muerte. Todos se habían ido y quedaban apenas
un par de ancianos en algunas casitas desperdigadas por las laderas oeste.
Hacía dos o tres semanas vio a Eladia Verón, arreando su majada de cabras. Su
rostro craquelado de sol y frío. Sola. Con el suave tintineo de los cencerros
de las madrinas. Esa vieja ya no lloraba, estaba hecha de sal y roca como las
veredas del pueblo.
Miró, hacia el este y
supo que se avecinaba una nevisca opresiva. El pecho le cantaba un dolor morado
y sibilante. Eso le quedó de la mina. ¡El carbón arrulla como pequeños
alfileres de humo en los pulmones! Todos se fueron cuando cerraron el socavón
infernal. El derrumbe de una de las galerías, con los hombres dentro, atrajo a
los periodistas de lugres lejanos y el revuelo fue infernal. ¡Pero nada se
compara con el infierno de las minas!
Volvió a merodear y
golpeó con fuerza. El ruido certero sobre un portal de roble no puede ser
eludido. Salió la dama. ¡Una ruina inesperada de lo que fuera antaño! La melena
descalabrada sobre una bata deforme y triste. Los ojos hinchados y una mirada
desorbitada lo inquirieron con desafío a destiempo. Su corazón desgajado por la
pena se plantó frente a esa mujer heroica que había soportado el latrocinio de
los poderosos del banco.
Se sacó el sombrero, que
auguraba pobreza y agua. ¡Señora, se necesita su presencia en la tabaquería!
Hay una reunión de los que nos quedamos. Usted que sabe leer y de leyes, nos
puede ayudar a domesticar la ira. La patrona parecía perdida entre tinieblas
inexistentes. Los otrora ojos dorados, parecían dos quietas brasas marrones, y
secas. ¿Irineo, buenos días, vio que linda está la fuente? Se volvió a mirar el
sitio donde hubo una hermosa fuente y hoy era un poco de escombros con maleza.
¡Si, señora, le prometo venir a arreglarla cuando pase el temporal!
Me manda el Demetrio, el
de la casa de la vertiente; él, dice que sin usted es imposible hacer nada.
Será esta noche a la oración. ¡Si usted quiere yo vengo a buscarla con mi
calesa! Ella lo observa con mirada extraviada y suspira, a la oración…sí, a la
oración.
El hombre se toca el ala
del sombrero y se va alejando, cuando siente una carcajada que lo detiene. Se
vuelve y la ve cómo se esfuma detrás de la gran puerta.
¿Qué le pasará en la
mente a la dama? Acaso no fue una amazona que atravesaba los campos como una
ráfaga de fuego en su potro negro azulado, aterrando a las ovejas y aves
domésticas que merodeaban entre los parterres buscando gusanillos o insectos
que era su dieta generosa mientras no les tiraban cebada o restos de pan de
mijo.
¡Esa no parecía la mujer
joven, pelirroja de mirada dorada y sugestiva que cautivaba a los parroquianos
en las ferias o en la oficina de correo! Todo eso cerrado y muerto, como el
poblado.
Irineo siguió bajo el
viento helado. Su cuerpo se curvaba con las ráfagas heladas y el chubasco. No
tenía la fuerza de antaño. Desde que se fuera su hijo con el niño, su fe, había
abandonado los sueños. Su mujer había caído en un silencio de dolor tan
profundo que parecía una amortajada en vida. Él, cocinaba, lavaba, trabajaba la
granja y ayudaba a pastorear a los animales: ovejas, cabras y vacas, que no por
pequeños grupos necesitaban pasturas frescas aun en ese clima inhóspito que
atravesaba la tierra.
Su mundo derrumbado como
la mina, estaba en una oquedad impensada unos años atrás cuando todo parecía
que el valle vivía una eterna primavera. Cerró los ojos un minuto y se dejó
caer en un murallón que rodeaba la hacienda. El agua se estaba desmayando y
comenzaba a subir la niebla. Irineo soñó por unos momentos. Se alejó en el
tiempo.
El calor del sol pegaba
sobre el bosque con la insistencia del deshielo. Goteaba de los árboles y pinos
como caireles de cristal el agua de la nevada de ese invierno. Entre los trozos
de hielo que se despertaban con la fuerza de los brotes de narcisos, tulipanes
y crocos, aparecía una rala pastura verde clara que iluminaba la esperanza de las bestias y golpeteaba el corazón de los
humanos.
La mina parecía un
desborde de carbón que privilegiaba el futuro con un calor veraniego o unos
fogones crepitantes con las ollas y peroles repletos de carne de cerdo o
cordero. Olores primitivos augurando felicidad de estómagos laboriosos.
En la casa grande había
una actividad de peregrinos amigos que llegaban a dar su alegría a los
patrones. La dama impecable con su vestimenta elegante solía montar con esos
amigos y en grupos de a cuatro o cinco caballos, cabalgaban buscando esos
rincones de belleza increíble del valle. ¡Valle de las Rocas Encantadas! y
¡Valle Azul! Una zona que envolvía el rumor del viento y escondía una riqueza
impresionante de minerales y carbón.
No faltaba el tintineo de
algún trineo en las partes llanas, donde en pleno invierno acercaban a los
niños y jóvenes al lago helado para patinar y jugar con sus amigos y compañeros
de charadas. Ahora, servía para montar hacia las pequeñas praderas barrosas
donde los zagalones iban a recolectar flores que llenarían los búcaros con la
belleza de arco iris colorida y perfumada. Las abejas y mangangá rodeaban a los
hilarantes jóvenes. ¡Otra época! La primavera que asomaba inquieta, gratificante
y alucinada. El frío huía como el mismo demonio dejando a las ardillas y
pájaros disfrutar del llamado a aparearse y continuar la vida.
Esa mañana llegó un
vehículo nunca visto en el Valle Azul. Una berlina que dejaba tras si, una nube
de polvo manchando el rostro de la decena de niños que corrían tras ese Citroën
7A, que sin descanso seguía el camino hacia la casa del patrón, dueño de la
mina. Descendió un chofer cuyo rostro impenetrable, tenía una visible cicatriz
sobre la mejilla izquierda. Abrió la puerta de su acompañante rodeando el coche
y de él, se apeó un caballero de estatura elevada, rostro enjuto y mirada
profunda.
El amo, caminó sonriente
hacia ese hombre, le tendió la mano y dándole algunas suaves palmadas en la
espalda, lo invitó a entrar en la gran casa. Atrás viajaba un segundo coche,
más deteriorado, pero cuyo color y ronroneo del motor atrajo a los parroquianos
que nunca había visto ese modelo de transporte y algunos no sabían siquiera
cómo se movía. En él, viajaban dos hombres y dos mujeres.
El, hombre que luego se
conocía como el “Ingeniero”, tenía un aspecto majestuosos. Era muy alto,
delgado y de tes de blancura extraña. Sus ojos de azul profundo, contrastaba
con el cabello casi blanco cortado en forma rasante. Su mano derecha se apoyaba
en un exquisito bastón cuyo pomo era de marfil simulando la cabeza de un león.
Una evidente renquera, que trataba de disimular con un andar noble, avizoraba
un quebranta pierna en sus movimientos. Del otro vehículo, descendieron dos
hombres y dos jóvenes mujeres. Uno era de contextura fuerte, algo obeso, con
enormes gafas de carey y el otro era más alto, delgado y cuya piel se notaba
estaba tostada por el sol. Pero ninguno daba la imagen de ser trabajadores de
la tierra o de la mina. Las pobres muchachas, esqueléticas, eran unos maniquíes
vestidos con ropas finas y caras, pero de un bajo nivel social evidente por
cómo se movían. Seguro que venían de pasar hambre como los habitantes del
valle.
El ingeniero, contratado
por don Tobías Guerrero y Ramos, sentado en el escritorio, comenzó a resaltar
el paisaje desde donde habían atravesado medio país. Comenzaron las preguntas
sobre la mina y la vida en el valle. Así llegó la hora de la cena en que fueron
todos, incluyendo las jóvenes acompañantes pasaron al comedor. La cocinera,
mujer de fuerte carácter había previsto cuatro platos, no tan extravagantes
como sustanciosos y buenos. El menú comenzaba con consomé de cebolla, ajo, con
pasta de sémola; la entrada estaba deliciosamente pensada: cangrejo al puerro con
papines en manteca, el plato principal… “carré de cerdo” en salsa de vino
“cabernet” y un postre de la región de manzanas y queso con miel. Don Tobías
había sacado sus vinos atesorados para ciertas circunstancias especiales y ésta
era una de ellas.
¡Sorprendía ver cómo
engullían las muchachas todo lo que pasaba por sus narices! Mucho maquillaje y
poca educación. Pero eran bonitas y muy, muy calladas, cosa que a la señora
Alejandrina desagradó. Los hombres algo más sobrios, cuidaban mucho las formas
y ante la desfachatez de las mujercitas, trataban de mantener una inusual
compostura que el ingeniero manejaba con la mirada gélida de lado a lado.
En el pueblo había una
revolución, se juntaron en la barbería y en la taberna para hablar. Unos
asombrados con los automóviles, pero todos luego de chismorrear sobre los
vehículos, se preguntaban si el amo, vendería la mina, si eran agentes del
gobierno o los mandaban los dueños del banco para expropiar la mina. Entre el
humo del tabaco, el polvo de carbón penetrado en la ropa y el innegable sudor
hediondo, por el miedo de caer en la volteada… el lugar era insoportable.
Mientras en el valle los
recién llegados buscaban afanosamente una casa para vivir, dado que no había un
hotel o albergue digno para instalarse; la euforia y contradicción iba en
aumento. ¡Se llama Ralfh Heins y viene de Alemania! ¿Es un espía del innombrable? ¿Será en serio
ingeniero? Los comentarios subían de tono y la desconfianza también. Algunos
parroquianos creían que ese suceso traería mayor fortaleza a la región; otros
dudaban.
El Valle Azul había
expandido en Valle de las Rocas Encantadas todo el malestar por la intromisión
en su tranquilidad. Ya la canícula se desparramaba en las callejuelas terrosas
de casas bajas con un verano pegajoso y obsceno. Las mujeres simples se
acercaban al río para lavar la ropa y chapalear en el agua, con risas y los
hijos inmersos en las aguas claras del río, jugaban sin sentirse intimidados
por el agua del deshielo. Fría, agua helada.
Pasaron unos meses y
cerca del otoño, sucedió el gran incidente. El ingeniero había llamado a los
mineros para una reunión. El clima hostil se había instalado contra esos
hombres. El simpático regordete de gafas, resultó un controlador malhumorado
que aguijoneaba a los mineros a trabajar más horas por el mismo pago. El otro
reflejaba su autoritarismo con frases crueles que denostaban el duro trabajo en
los socavones. Las tareas se duplicaban y el rendimiento agotaba a los hombres.
Hasta ese día que en la junta, se desplomó un sueño.
A partir de este otoño,
vendrán a trabajar obreros de otras ciudades de lo contrario, los niños de diez
años tendrán que entrar en los nuevos túneles. Se armó una protesta general.
¡Los niños no! ¡Imposible que se traiga gente de otros pueblos, eso traerá
otros problemas…! Don Tobías, interrumpió al “ingeniero”. ¡Nunca se ha hecho
trabajar a los niños! Es imposible. La mano de don Tobías, fue directo al
pecho. Un dolor agudo había dejado al bonachón amo sin habla. Rojo, púrpura,
sin aliento lo sostuvo Irineo, un jovencito que sentado cerca del sillón del
patrón, corrió en su ayuda.
La gente se quedó
incrustada en un silencio oscuro. Las únicas voces que se oían eran las de los
tres extranjeros. Discutían entre sí, con el áspero idioma que usaban y que nadie
entendía.
Llamaron al chofer y
trasladaron a don Tobías a su chalet. Alejandrina corrió a sostener a su esposo
y lo llevaron al lecho. Luego se llamó a un médico del Valle de las Rocas. El
anciano galeno, luego de una minuciosa observación y diálogo con el enfermo,
descubrió, que tenía frente a sí, a un hombre muy delicado cuyo corazón
palpitaba dolor.
Los poblanos se habían
alejado lentamente, preocupados por el futuro y la salud de don Tobías.
Hablaban en voz baja, como presintiendo una catástrofe.
Irineo, se alzó, salió
del rudo pedregal donde se había quedado pensando. Los recuerdos, no le habían
permitido advertir que la nevisca cubría su cuerpo y le frío le calaba los
huesos. Se irguió y caminó lentamente hacia su hogar. En el camino se cruzó con
Belidoro Anzueta, el anciano transportaba un bulto de arpillera como si
sostuviera medio planeta sobre sus espaldas. ¿Para dónde va, Belidoro? Lo
ayudo. Y tomando una Manila del fardo, caminó junto al hombre. Silenciosos,
austeros de palabras, sólo se escuchaba el silbido de los pulmones de ambos que
pretendían allanar el camino.
Mi mujer está muy
enojada, dijo el anciano. Sólo piensa en nuestra hija que se fue a la ciudad y
no ha vuelto. Se marchó con el mequetrefe del gringo, y estaba preñada, seguro
que eso la hizo huir de este agujero enorme. Estoy triste. Belidoro, yo tengo un odio que me carcome el hueserío y la cabeza.
Piense que la mina aun tiene carbón y no está muerta.
No Irineo, olvídese,
después de lo ocurrido con esos malditos, acá ya no nos levantamos más. ¿Su
hijo y su nieto? En la ciudad, él,
trabaja y estudia, el niño está en un instituto para aprender a leer los
labios, nació sordo, creemos que por el estallido en la mina. Diga que ahora
hay ese tipo de escuelas.
Mi mujer llora y se
lamenta. ¡Tan finos que se veían! Y eran unos timadores. Le costó la vida a don
Tobías y a todo un pueblo. ¡Ya llegamos! Gracias y saludo a su mujer.
Cuando llegó a la casa la
sorpresa de ver a su mujer vestida, peinada y sentada junto a la chimenea, lo
dejó perplejo. ¿Acá esto? ¿Qué ha pasado? ¿Ha llegado nuestro hijo y nuestro
nieto? Verlo ingresar en la cocina y estrecharse en un abrazo forzudo lo hizo
llorar. Su hermoso muchacho había regresado.
Padre, me he recibido de
ingeniero. El niño, tímido se acercó y comenzó con sus señas a platicar con el
padre. Dice que se acuerda de cuando ibas con él a pescar a la laguna. Y corrió
a abrazar al abuelo. Irineo se secaba las lágrimas con el dorso del brazo. ¡Por
fin su mujer estaba viva! ¡Por fin su hijo había regresado y había logrado lo
que nunca él, imaginó! ¡Por fin volvía ha sentirse pleno! Un minuto de
felicidad que quedaría en su alma como la salida cálida del sol de verano.
La conversación duró un
rato largo, se empaparon de los hechos pueblerinos del valle mientras Macarena,
su mujer comenzó a cocinar un ragú de carne d cerdo con verduras de la chacra.
Huevos escalfados con jamón serrano y pan que amasó con habilidad increíble. Se
hizo la noche y el niño se quedó dormido, luego de comer esa sana y amorosa
cena. Abierta la alcoba que dejara hermética en la partida, Daniel, ingresó a
los recuerdos como un fantasma convertido en hombre listo y seguro.
Se sacó la ropa de ciudad
y abriendo el ropero extrajo la antigua ropa de hijo de minero, pobre y raída,
pero fiel para su futura práctica. ¡El hijo pródigo…ha vuelto! Y vaya si
haremos cambios en el Valle. El perfume a humedad y encierro no había hecho
colapsar el aroma del cabello de su amada esposa. La traidora se había aferrado
al “ingeniero” que resultó un truhán y ella se hundió en el lago dejando al
niño que apenas tenía unos meses. El cansancio lo dejó dormido, y en sueños le
pareció… ver la figura de una mujer. Soñó. Y al despertar el mundo que lo
rodeaba era perturbador.
La reunión en la tabaquería
había reunido a los habitantes de Valle de las Rocas Encantadas y Valle Azul,
eran unos treinta hombres y doce a trece mujeres, todas viudas o solas por
emigrar sus maridos e hijos a las ciudades. La pobreza envolvía el lugar, los
hombres, rústicos y míseros, buscaban la belleza de la otrora bella dama:
Alejandrina, quien ingresó semejando un alma en pena. La antes hermosa mujer
ahora delgadísima, encanecida y triste. ¡Un murmullo de aprobación la animó!
Era
Esa noche se acordó un
plan para reflotar los valles. En principio, había que hacer regresar a los
jóvenes d las ciudades y países cercanos que emigraron por la falta de futuro.
Luego los más viejos, conocedores de los filones de la mina, plantaron cómo se
podía comenzar a trabajar.
Alejandrina habló al
final. Su voz había recuperado el ritmo de la vida. ¡Amigos, me quedan algunas
joyas del pasado, serán un comienzo! Espero que Ireneo pueda viajar a venderlas
a la ciudad. ¿Confían como yo todos ustedes? Un ¡Sí, señora! Bramó en el
reducido espacio. El humor había inyectado esa enorme fuerza llamada Esperanza.
La llegada del hijo de
Irineo era una señal de superación. Él, propuso buscar otras fuentes de
trabajo: un hotel, un comedor de buena cocina campestre, reinventar el lago con
paseos por el mismo en botes que atrajeran gente de las ciudades. El entusiasmo
agregó las palabras de Belidoro Anzueta… “Yo he encontrado en un socavón un
filón de plata”
En sus intentos por
activar el carbón, en una de las entradas, de la vieja mina, trabajó a espaldas
de la gente y buscó y arañó la tierra hasta encontrar eso tan inesperado.
Mostrando trozos de plata
mezclada con carbón, escudriñando también encontró unos pequeños diamantes…
¿Toda una esperanza para los poblanos? Allí comenzó una gran discusión. Cada
uno de los asistentes opinaba y el sonido iba subiendo… subiendo.
Ireneo, dejó el pequeño
atadijo bajo la máquina registradora de la tabaquería. Salió en silencio,
disimulando la huída. Las voces se oían desde cierta distancia. Corrió hasta el
galpón donde el comisariato, entró rompiendo un candado y encontró el coche de
Ralfh Heins, le extrajo una enorme carpa que lo cubría. Lo sacó urgido por el
tiempo y ni se detuvo a cerrar el gran portón. ¡Qué importa si nadie se dará
cuenta! Salió por la carretera que rodeaba el pueblo. La aguja del velocímetro
aumentaba en la medida que más se alejaba. Los pinares comenzaron a pasar junto
a él, como la tropa urgida de un imaginario batallón que iba a la guerra.
El estallido lo
descolocó. ¡Había ocurrido lo esperado. Apretó el pie en ele acelerador. De
frente le pareció que un enorme vehículo se acercaba. La luz intensa y fuerte
lo deslumbraba. Comenzó a sentir calor. ¿Qué extraño, si afuera hay nieve
acumulado? El calor era cada vez más fuerte. No había tiempo que perder. Le
dolían las manos que tenían un extraño color morado negruzco. Miró al costado y
se sintió con deseos de vomitar. A su lado sentado con su uniforme de las S.S. estaba
Ralfh Heins, con un balazo en la cabeza. En la mano desfallecida sobre sus
piernas corría sangre y manchaba la “Luger P08”, que desmayada sobriamente
dejaba ver las cruces de hierro que coqueteaban en su pecho hundido. ¡Le
sorprendió! La luz cada vez más fuerte, lo encandilaba. Vio acercarse a don
Cosme Guerrero y Ramos, su temido y odiado patrón. De su chaqueta salían fajos
de billetes de varios colores, bolsas pequeñas que tintineaban con oro y plata,
tenía la mirada ansiosa de la avaricia. Luego se avecinó doña Alejandrina, su
cuerpo antaño bello y escultural, estaba cubierto por pequeños niños nonatos
que se aferraban a sus brazos, piernas, cuello y pechos macilentos. Luego vio a
su mujer que reía divertida abrazada a los variados hombres que le acariciaban
los senos y el pubis guarro y a su hijo que lo miraba con un odio enfermizo
blandiendo un cinturón con el que solía golpearlo cuando robaba comida de la
alacena.
El calor aumentaba y él,
cada vez apretaba más el acelerador para escapar de la caravana de personas que
maltrechas seguían el vehículo. La gran luz s iba opacando y el calor agobiante
le provocaba un fuerte sudor pringoso y de olor nauseabundo. Se tiró sobre el
auto el niño, su nieto. En la mano llevaba un cuchillo. Era enorme. Quiso
detenerse y no pudo. El muchacho cada vez más cerca y las ventanillas bajas,
permitían oír las palabras soeces que le profería: “malvado”, “asesino”,
“demonio”, “hijo de la puta madre”… y cerró los oídos para no escuchar a su
amado nieto decir esos improperios. De repente se le atravesó Belidoro Anzueta
con un enorme pecho destrozado y blandiendo un hacha y las manos llenas de
sangre mezclada con trozos de plata y oro. Lo atacó con furia, pero el hacha
seguía sin hacerle el más mínimo destrozo en el auto o el cuerpo. Pasó de largo
junto a Eladia Verón que lo miró con mucha pena. Eladia, era la única que no lo
amenazaba ni se veía ensangrentada. ¿Estaba en la reunión en la tabquería? No,
no la había visto. Eso lo tranquilizó. ¿Pero porqué allí, caminando junto al
pinar del escarpado paso por la montaña? Luego lo supo.
El calor era insufrible.
Comenzó a ingresar a un túnel cuya oscuridad lo turbó hasta sentir terror. ¿Era
eso el infierno?
Comisario, el occiso estaba incrustado en un
enorme árbol a la orilla del camino. Atropelló en su carrera a una mujer que
pastoreaba ovejas, golpeándola y el frío la mató. Hipotermia, anoté en la
planilla. El hombre tenía las manos quemadas. La investigación dirá si fue él,
le que puso la bomba en la tabaquería. Pero se nota que no sabía conducir, era
inexperto con los fierros (el ayudante del comisario, un novel aprendiz de investigador,
detective y técnico agente en casos policiales) siguió observando lo que había
quedado de ese antiguo pero hermoso Citroën 7A, y encontró en el asiento
delantero una “LugerP08” de las que sabía se usaban en los “Campos de
exterminio en
Entre los escombros de la tabaquería encontraron
algunas pistas. ¡Son trozos de dinamita usada antiguamente en los socavones de
minas cerradas!
Los cuerpos que estaban diseminados por el predio,
eran irreconocibles, pero los peritos se dividieron entre le auto estrellado y
el lugar del estallido. Por ciertos huesos y dentaduras, el A.D.N. sería el
resultado de dicha tarea.
Llegaron periodistas de la capital con un sin fin
de material tecnológico, y pronto estaba en todos los periódicos y canales de
Televisión. Valle Azul y Valle de las Rocas Encantadas, se había visibilizadas,
el sueño del iracundo Irineo.
Mientras ellos
transitaban y laboriosamente se enfrascaban en determinar los personajes
muertos, cada uno fue ingresando en ese oscuro mundo donde
Solo se salvaba la vieja
pastora, que sin saber que el auto que la envistió, le acompañaría con la
visión del envilecimiento de quienes convivían en el valle aparentando ser
gente de bien.
Los fantasmas iban y
venían por el pinar y los hombres que trataban de sacar el cuerpo destrozado de
Irineo, no los podrían ver jamás.
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