Apoyado en un ceibo Justino Leiva secaba el filo de la faca. Miró el cielo que a su entender se pavoneaba en colorinche rojizo. Marcó en la corteza una raya. Ya había siete. Le quedaban cinco por marcar. Tapó con tierra la sangre. Los despojos serían alimento para las bestias salvajes.
Montó en el “Manchado” y siguió por la orilla de los “tacuruzales” perdiéndose en la noche. Había culminado una más de las promesas.
Llegó a Timbó Porá, silbando la canción que le traía a la memoria al sargento Rosendo Robles. Sacudió el polvo de la bombacha con presteza y apeándose sobre el pelo sudado de la cabalgadura acarició la testuz. Dio unos pocos pasos y sorprendido, vio la figura de un hombre apenas iluminado por la luna que se deslizaba en la oscuridad. A traición. El brillo del facón le dio tiempo para aceptar que le quedaban cinco marcas sin hacer en el tronco. El muy ladino del cabo Bermejillo lo había seguido a corta distancia.
No tuvo tiempo de defenderse. De un salto le incrustó en el ojo el cuchillo. Quedó boqueando en la tierra. La sangre de los traidores no será la que lave el recuerdo de aquella noche en “Mbiguá Punta” cuando mataron por la espalda al sargento Robles. El grito arrancó el vuelo de ciento de aves nocturnas. El chillido de los macacos llamaría a los evadidos de la ley y con el olor a sangre, a los yaguaretés para cebarse con la carne de ambos.
Justino Leiva soñó que marcaba una raya en el ceibo con el nombre de otro desertor infiel a la ley del gauchaje. “Manchado” se desdibujó entre la maleza que llevaba al río Bermejo por una senda vieja. La luna iluminó a dos espectros inmóviles clavados por la venganza, aferrados a la tierra de Timbó Porá.
Un “urutaú” lloró en la
ramada del rancho solitario. Ñamandú los vio y también lloró diciendo: “Se termina la estirpe de los guerreros de
Mbiguá Punta. Ya nada queda de los valientes de aquella guerra entre gauchos”
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