Llegó con una carreta de parvas de pasto, parecía un pájaro escondido. Su frente despejada apenas sudaba con el sol que caliente, despertaba en la piel enrojecida lágrimas saladas de sudor. Saltó del carro, se acomodó la ropa. Su ropa desgastada y grande, le daba el toque de fantoche que los ojos sedientos de granujas, buscaban para reír de alguien. Ella era ahora la elegida. Sus botines viejos y su mirada triste, dejó perplejo al carretero, que levantando la mano gritó: ¡Adiós pequeña Yazda, que tengas suerte!
Caminó asombrada. Era una sobreviviente de la tierra árida y dormida. Su suerte estuvo echada el día que se murió el último animal en la granja. Faltaba la pastura y el agua. Y su viejo abuelo, le rogó que fuera en busca de ayuda al pueblo. Allí, detuvo la mirada en los enormes carteles de las tiendas. Buscó entre sus bolsillos el papel que le diera el anciano y caminó un trecho. Vio el dibujo que le había hecho el anciano. ¡Es aquí, dijo! Y se encaminó a una escalera de madera que roncaba como un fuelle con cada pisada de la niña.
Yazda no sabe leer. Nunca pisó una escuela. Como mujer le estaba vedado ir a los lugares donde se aprendían las palabras de ese idioma de arabescos y puntos que usaban los hombres. Ingresó en un pequeño habitáculo oloroso a sopa de guisantes y col. Apareció un hombre de larga barba negra que la miró asombrado. ¿Cuántos años tienes? ¿Por qué no usas velo?
Yazna, asustada se tocó la cabeza. Rápida como un gato se subió un chal y se cubrió sin pausa. Tengo trece años y vivo con mi abuelo. El hombre gruñó. ¿De donde vienes? ¿De quién eres nieta? Mi abuelo se llama Walazy Al Mahmud y vivo lejos. Murió el último animal en el campo, no hay agua y él, me pidió que le entregue esto.
Le entregó un atado, hecho con una seda desteñida y vieja. Eso quiere que usted o quien sea, le busque una solución a sus problemas. ¿Y usted puede ayudarle? Acaso sabe lo que está pasando allá arriba en las montañas. ¡Siéntate allí y cierra esa bocota! Niña tonta. Llamaré al jefe.
Un hombre de barba blanca y encorvado, entró sin mirarla. Se acomodó en una silla y con la cola de un camello se echaba aire. Abrió lentamente el bulto. Un pequeño libro apareció en su interior. ¡Ajá! Veamos. Leía con una especie de cristal engrosado que agrandaba su ojo. Parecía un monstruo de los cuentos que de niña le relataba el abuelo. ¡Bueno, espera acá! El anciano ingresó a un salón alejado, arrastraba sus piernas y su ánimo. Cerró una puerta y se hizo un silencio que le pareció eterno a Yazna.
Mientras esperaba, miró ávida todas las imágenes que había en las paredes. Muchas estaban escritas con las letras que ella no sabía interpretar; otras eran antiguas fotos o láminas con caras de hombres barbudos, siempre mirando con profunda oscuridad. ¿Serían los famosos jefes tribales de los que relataba su abuelo? Sintió ruidos de pisadas y arrastrarse un par de sandalias. Se abrió la puerta y apareció el anciano con un hombre joven que traía un bulto.
¡Niña, ven, acércate! Llévale esto a tu abuelo. Cuida que no se te caiga o pierda. No se lo entregues a nadie. Y recuerda, ya no eres pequeña y tienes que cubrirte el cabello, como corresponde. Dio la media vuelta y desapareció en otra oficina.
Yazna, se acomodó bien el chal y salió despacio. El bulto pesaba y ella estaba muy débil por la poca comida que había tomado esos meses. Buscó con la mirada si estaba el carrero que la trajo. A lo lejos vio el burro y la carreta sin pasto. Ahora tenía varios barriles con algún líquido. Caminó entre la risotada de unos muchachones que no hacían nada. Solo estaban ahí, como unos torpes muñecos de feria.
Se acercó al hombre que la había traído. ¿Puede llevarme a mi casa? Mi abuelo me espera. El sol parecía una hoguera en el mediodía. Sentía sed. Hambre y sueño, pero quería regresar pronto. ¿Cuánto me pagarás? Le dijo el hombre... ¡Ah, eso lo arregla con mi anciano abuelo! Ven a buscarme más tarde, como a la hora en que comienza a bajar el sol.
Yazna, se quedó sentada junto a la mula sobre un tronco de palmera. Esperaré acá. Y se quedó dormida abrazada al bulto que le diera el otro hombre en la oficina. Despertó cuando ya bajaba el sol. El carretero estaba arreglando los aperos de su mula. Ella, se dio cuenta que le faltaba el bulto. ¿Qué pasó cono lo que traía de allí? Señaló la oficina. ¡No se, ni idea, si tu no cuidas tus cosas, te duermes...! ¿Qué puedo saber yo?
La niña lloraba. ¿Ahora qué voy a hacer? El hombre la miró con picardía... ven que yo lo alcé y lo guardé junto a mis barricas. Ella, se limpió la cara y saltó al pescante.
El camino de regreso se hizo corto, la figura de su anciano abuelo se recortaba en el poniente. La esperaba ansioso y cuando llegó, la abrazó con afecto. ¿Estás bien mi niña? ¿Te trataron bien, qué traes? El conductor de la carreta le entregó el bulto. ¡Eh, el viaje sale... tres monedas de cobre! Cayeron las monedas en manos del cochero. Y te doy dos más por cuidarme a la nieta.
Entró apurado con el bulto. Yazna detrás lo seguía llena de curiosidad. Acá está el valor de la venta de esta tierra. Sólo he dejado la casa para ti y un terreno para cuando llueva y puedas tener una majada de ovejas y cabras. La pequeña lo abrazó y besó sus manos, que se agitaban en el aire.
Al día siguiente... comenzó a llover.
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