En la tienda de Israel
Blisman se colocó un cartelito que decía: “Se necesita sombrerera”. Pronto fue necesario
sacarlo. Llegó hasta allí, una muchacha frágil, de nombre María de la Consolación Fernández ,
quien fue contratada de inmediato. Se sentó frente a una mesa de roble lustroso,
para armar sombreros todos los días, con el mismo entusiasmo de quien crea una
obra de arte. El cabello oscuro y sedoso, los ojitos marrones como ratoncito
asustado le daban un aire de muñeca de trapo; pero, día a día se fue haciendo
imprescindible para el viejo Israel. Cada mañana cuando arribaba, se sacaba
unos horrorosos guantes verde brillante, colocaba su sombrerito de topé negro y
su abrigo de pésima confección, en un enorme perchero. Poniéndose un delantal
de griseta. comenzaba la tarea. Al ángelus se persignaba y rezaba, pues,
educada en la “Misericordia”, sus oraciones eran impostergables.
Una tarde sonó la
campanilla del cancel y asomó la enorme nariz un joven. Era Moisés Swoulesk,
sobrino del dueño de casa. Los enormes ojos azules de Moisés, penetraron los
dos puntitos marrones de la muchacha y se desplazaron airosos en su alma. La carraspera
furibunda de Israel, interrumpió el descascarado contacto de miradas. Moisés
comenzó a saludar mientras se sacaba la kipá y se acomodaba los peiots entre
las orejas, que llenas de sabañones, parecían dos floreros. María de la Consolación siguió
cosiendo las cintas de seda en los sombreros. Observaba asombrada el cuerpo
masculino de recién llegado. Los fuertes hombros indicaban una gran
personalidad. Moisés ingresó en la trastienda donde comenzó un diálogo con la
tía, en el idioma de los viejos, incomprensible
para la muchacha. La conversación subía de tono y llegaron a gritar. Ellos
hacía años habían huido de Polonia y se habían instalado en ese barrio
conspicuo de Mendoza. Cuando salió saludó amablemente deteniendo su mano en el hombro
de la joven, pero la mirada torva de Israel, ya se sabe, el tío, lo hizo que la
retirara rápido. Salió apresurado, haciendo caer un maniquí con un sombrero de
plumas azules.
A las ocho y media de la
tarde, la sombrerera se colocó el suyo, el abrigo y se envolvió las manos en
los guantes verdes. Sacando de su bolsillo unas monedas salió, saludó
brevemente y cruzó la calle. La parada del tranvía estaba casi en el frente de
la vidriera del negocio. Se apostó al lado de la gente, que como ella, esperaba.
Subió saludando al boletero, conocido ya, que le dijo un piropo. Junto a ella,
casi inadvertido, ascendió Moisés, quien a empujones, buscó sentarse junto a
ella. La sorpresa fue mayúscula para María de la Consolación. Quedó
muda. Él, comenzó a charlar. “Buena y
mansa como fruta madura”, era la mujer que soñé. Pero cuando llegaron a la
parada del tranway, que estaba a tres cuadras de la casa donde vivía con sus
padres, los nervios la traicionaron. ¿Qué diría el padre tan exigente y celoso?
Llegaba con un joven extraño, con rulos que caían sobre los hombros y con un
sombrero negro que le oscurecía el rostro.
Caminaron hasta la verja
y él, abrió la portezuela dando paso a su esperanza. Ella, trémula, puso la
llave en la cerradura y sintió que dentro de su casa, se crearía un escándalo.
Su padre leía “La Libertad ”,
el vespertino, sentado en el sillón junto a la única estufa que poseían, y su
madre, en la cocina, manipulaba platos caseros. Un perfume de lentejas con
panceta y chorizos colorados, les propinó un golpe bajo. Sabía que a los
ortodoxos judíos, les está prohibido comer alimentos con cerdo. Don Israel, se
lo había contado. Por lo que esgrimiendo una excusa le pidió que se fuera. Él,
le besó la mano a la madre, le dio una palmada al padre y se demoró en la piel
del los dedos lívidos de la niña. Un guante, sacado con apuro había rodado
sobre la pequeña alfombra y él, lo había tomado. La kipá se había deslizado de
la cabeza y ella en un intento de evitar comentarios la alzó. Salió Moisés
apurado. En la manito de la sombrerera quedó aquel símbolo de su enamoramiento.
Antes de partir, en la verja, Moisés le
tomó el rostro y la besó, con ternura y pasión, diciéndole palabras de amor.
Cuando llegó al negocio,
al día siguiente, el patrón la miró esquivo y no esperó comentarios. Moisés no
volvió nunca. Ella esperó. La señora Rebeca le contó el secreto; le dijo, que
después de aquel día, a él, lo habían obligado a viajar a Buenos Aires. Se
había casado con una muchacha de Villa Crespo, heredera de una gran fábrica a
la que lo obligaron a desposar.
Los años para ambos
fueron atravesando sus historias personales. Interesantes para él. Apenas
relatables para ella. Un sin fin negocios y vivencias diferenciaron sus vidas.
Él, creó un pequeño imperio económico. Una familia obediente y llena de viajes
por el mundo, que llenaban de alegría el rostro del hombre padre. Su bella casa
en donde se festejaban los recuerdos, Bart Mitz Bat y Años Nuevos; brillaba con
el color de una familia con esperanzas en la inteligencia de los hijos que llegaron
a completar las expectativas de los ancianos abuelos.
María de la Consolación , siguió en
su ensoñación dando todo de sí. Cuidando a sus padres y los siete sobrinos que
alegraban el pequeño hogar obrero en la tierra de los sismos. Callada y simple
como un pajarito de campo cantaba en su mesa de trabajo, sin cambiar su peinado
ni su figura delgada y pálida.
Cuando Moisés camina por la calle Canning o cierra algún
negocio difícil, saca y acaricia un pequeño y horroroso guante de lana verde
brillante. Recuerda a la bella cristiana que iluminó su juventud y el sueño de
un amor verdadero.
Ella en el corpiño tiene una pequeña kipá con una dorada
estrella descolorida. Y cubre sus canas con el viejo sombrerito negro de topé,
que él le sacó una noche, antes de darle el único beso de amor, que recibió de
un hombre.
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